Retinoblastoma
Parte de vida 5
CTXT publica hoy el quinto 'parte de vida' de Alain-Paul Mallard. El escritor cede a este medio las cartas sobre el cáncer de su hijo
Alain-Paul Mallard 12/08/2016
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[Nota del autor: nunca enviado, el Parte V propone un ensamblaje de apuntes sueltos del mes de marzo. Sus tiempos, su tono, son por ende distintos a los del resto de las cartas. Se inserta aquí y ahora porque, en su impudor, ayuda a fijar con valor de presente el vértigo emocional de aquellos primeros instantes de zozobra.]
mes de marzo
Darío tiene cáncer. Darío tiene cáncer. Darío tiene cáncer. Tres palabras que no dan tregua a mi mente entumecida. Darío tiene cáncer. No consigo desactivar su giro. Darío tiene cáncer. Darío tiene cáncer. Algo en mí las repite, repite, repite. Pierdo de vista los objetos y formas que están ante mis ojos. Cuando se me habla, no entiendo lo que se me dice. Darío tiene cáncer. Son palabras, arguyo, que no concuerdan. Palabras injuriosas, falsas: nada me induce a darles crédito; me empecino en negar tan escueta e inadmisible cantinela. ¡No!, Darío no tiene cáncer. No obstante, ese «algo en mí» que me habla sabe más que yo. Sabe que son verdad. Ese «algo» me habla con mi voz.
Durante días, y por oleadas, un sentimiento de irrealidad anega mi estar en el mundo. Con el atroz mantra Darío tiene cáncer llegan también visiones. Revivo, una y otra vez, el momento atroz en que, sin decir «agua va», nos cayó encima el diagnóstico que trastoca radicalmente nuestra vida cotidiana:
La oftalmóloga, a quien acudimos a ver como mera rutina tras la revisión pediátrica del año (hacía apenas unas semanas habíamos celebrado el primer cumpleaños de Darío, —sin duda la mejor fiesta de mi vida—), se empecina, algo crispada, en el examen de fondo de ojo. Darío forcejea sentado encima de su madre. Matiana le aprisiona los brazos. Yo contengo su acalorada cabecita, sus piernas. Darío chilla. Odia sentirse sometido. Está furioso y asustado, llora. Su grito es cada vez más estridente y agudo. Traspasa sin duda las paredes del consultorio.
Forzando los párpados a abrirse, la doctora apunta con un haz de luz a través de las pupilas dilatadas al máximo y trata de mirar, con una gran lente, al interior de los ojos aterrados. Darío se zafa.
«¡Sostened sus manos, papás! ¡Esto es importante!», nos conmina con severidad.
Darío patalea como gato panza arriba. La doctora no afloja; al contrario...
¿A qué viene tanta violencia?, me interroga Matiana con la mirada. Estoy por decir algo cuando la doctora suelta al fin a Darío. Lo bajamos al piso, colorado como tomate y empapado en sudor. Llora a todo pulmón. Huye a gatas, a refugiarse en el rincón como un animalito. Pretendo acercarme a consolarlo pero la doctora, sin perder la compostura, nos pide sentarnos:
—Tengo algo muy importante que deciros. Vuestro hijo tiene retinoblastoma bilateral. Tumores malignos en ambos ojos. Es un padecimiento extremadamente grave y debe tratarse sí o sí. Hay que empezar de inmediato. El lunes a primera hora.
Es viernes por la tarde. «Yo el lunes trabajo», desatino a pensar mientras me levanto a abrazar a mi bebé. Más lúcida y más sabia, Matiana concluye con voz a un tiempo frágil y valiente:
—Malignos. Es decir, cáncer.
La doctora asiente con un aplomo y una autoridad escalofriantes, incuestionables, que desactivan todo posible escepticismo. Luego matiza:
—Son tumores tratables y están lejos del nervio óptico. Y eso es muy positivo.
Nos da cita en un hospital: insta a una resonancia urgente para ver si el cáncer no ha migrado a otra parte del cuerpo y a iniciar, acto seguido, tratamiento oncológico.
Ahí suelto el hilo del diálogo y rescato a Darío del helado linóleo.
Durante semanas repasaré la escena del diagnóstico creyendo que podré mágicamente, con el pensamiento, modificar alguna variable de lo real. Por ratos casi estoy persuadido de que puedo lograrlo. La escena vuelve vívida para cada uno de mis sentidos. Regresa incluso el olor de mi niño. Cada que la repaso me estremezco, me sé y siento desvalido e idiota.
Otros momentos me resultan menos claros. Recuerdo entre brumas una vaga confusión a la hora de pagar la consulta. Salimos del consultorio. En el lobby del edificio hay un burdo mural hecho con arena pintada. Tres monjes peregrinos que avanzan desdibujados por la lluvia. No lo noté al entrar. Curioso que lo note al salir. Llevan sombreros cónicos, los del Japón rural.
La calle. Fría y gris. Darío ya está sereno: se le fue el susto. Hay que ponerle el gorro, atarle la bufanda. Estupefactos, empujamos el carrito tres o cuatro manzanas. Matiana decide llamar por teléfono a su madre, en México. Yo quiero aferrarme a nuestra vida de antes, nuestra vida de hace un par de horas. Pienso, absurdamente, que mientras nada digamos nada habrá pasado... Me llevo a Darío un par de metros más adelante. Lo entretengo. Me llega, tasajeada de sollozos, la voz de mi mujer.
Matiana termina por colgar. Sólo entonces se derrumba. Pongo freno al carrito y me precipito a abrazarla. Lloramos juntos un rato. Es el acto inaugural de nuestro nuevo pesar. Ajeno al drama, solito, Darío mira los coches, a esa hora ya escasos, que bajan por la calle de Muntaner.
¿Qué nos queda? Pugnar por conservar remedos de normalidad en el último fin de semana antes de sumergirnos en lo desconocido; proseguir con los planes de una tarde que imaginábamos anodina y feliz.
Darío va en su carrito, bien arropado. Menea contento su ratón de peluche. Descendemos hasta la tienda TIGER. Entro solo. Elijo trozos de fieltro de colores, los más alegres, y una pistola de pegamento. Busco, en vano, cascabeles. Al día siguiente, sábado, es la fiesta brasileña a la que tiempo atrás nos convidara Laise, la nana de Darío. He prometido fabricar, para Darío, una fantasía de carnaval. Tenía pensado hacerle, a partir de un pijama de rayas, el disfraz. Habrá que forzar las cosas para que los días parezcan días de fiesta y de alegría. Compro también, para nosotros, dos rojas narices de payaso.
De la tienda, nos llevamos a Darío al parque. Ansía bajarse del carrito y ensayarse a caminar. Ayudado de la manita, va de un lado para otro. Jugamos hasta que comienza a caer la noche y los faroles se encienden.
Ya en casa, tras el baño, la cena y el arrullo, una vez que Darío duerme en su cuna, comenzamos a hacer llamadas telefónicas con noticias espeluznantes. Matiana llama a su padre. Yo postergo un cuarto de hora o dos la llamada a los míos. No puedo hacerle eso a mi madre: el nacimiento de su nieto tardío le ilumina la vejez; no merece el dolor y la angustia de saberlo amenazado. Al fin lo hago, por Skype. Es doloroso pero necesario. Si el pesar compartido opera como suma o como resta no lo sé, pero quedo un poco más ligero. Matiana habla con su hermana, que es pediatra y tiene en su entorno especialistas competentes. Nos consigue algunos números de teléfono. La diferencia horaria con México juega a nuestro favor. El hospital pediátrico de Sant Joan de Déu comienza a perfilarse como opción evidente.
Dormimos abrazados.
Ya de mañana, trazo, recorto, presento, coso, pego. Lo que confecciono, dadas las circunstancias, es a la vez lo más absurdo, lo más importante, y lo más urgente: una fantasía de payasito. En la fiesta, Laise nos dirá: «estamos en el mismo barco».
Durante días, en sucesivas oleadas, se alternan con gran confusión distintos sentimientos.
De indefensión, de injusticia... ¿¿¿Por qué nosotros???, ¿¿¿Por qué Darío??? Pienso en el Libro de Job. En los heraldos negros de Vallejo. ¡Si al menos hubiera motivos ulteriores!
Sentimientos de ira: la vida a ciegas de mi niño me parece la peor putada concebible. Quisiera irme a patadas contra todos esos extraños instrumentos oftalmológicos que veo en los consultorios, contra las bandejas relucientes. ¡Qusiera prenderle fuego al mundo!
Mezquinos sentimientos de odio y de rencor: una pareja anónima que empuja por la calle el carrito de su nena dormida me pone a punto de ebullición. ¿Y ellos qué? Me hiere la indiferencia del mundo, un mundo que no se detuvo en seco como nuestras vidas.
Bajo por la calle de Balmes a hacer alguna diligencia. De pronto pienso en los monjes de arena. ¡Los heraldos negros!, decide mi mente alucinada. Los heraldos negros que nos manda la Muerte. ¡Son ellos, por eso los notaste! La diligencia me encamina, por puro azar, hacia al edificio de consultorios donde recibimos tan atroz diagnóstico. Siento miedo. De los heraldos negros. Doy un rodeo y evito pasar por ahí.
Me digo que estoy perdiendo el sentido. Al menos un poco. Me prometo que al remontar la calle de Balmes pasaré frente a la clínica, haré frente a los inocuos monjes nipones. No lo consigo. Me invento otra ruta.
Ante el sonriente Darío en su silla alta (tierna sonrisa de dos dientecitos), todo es solicitud y un entusiasmo un tanto fabricado. Descubro que evito mirarlo a los ojos. Cuando podemos (o mejor dicho, cuando ya no podemos) su madre y yo nos escabullimos, de manera alternada, a llorar escondidos. Cedo la cuchara de papilla y me meto a llorar, largamente, bajo la ducha. El agua salpica un rostro todo muecas, escurre salada de sollozos, de lágrimas, de moco. Mi rostro es un puño apretado. Nunca he llorado así. El murmullo del agua mata bien que mal los gemidos.
Salgo de la ducha con la cara adolorida. Pienso al secarme en los 64 músculos faciales que, según recoge una marginalia del poeta Vallejo, precisa el dolor para fruncir un rostro: el dolor, concluye el sufrido poeta, es harto más deportivo que la alegría.
Detrás de la puerta, según escucho, concluyó ya el demorado ritual del desayuno y el bebé camina dando jubilosos rebuznitos asido al dedo de su madre.
De noche, tendidos lado a lado en la habitación a oscuras, Matiana me cuenta que esa misma tarde se desplomó en la acera, ni a media manzana de la casa, presa de un ataque de llanto. No podía parar. No menos de cuatro personas se acercaron a preguntar si estaba bien. Asintió, por sacárselos de encima, sin poder pronunciar palabra. Luego (se dice incapaz de estimar cuánto duró todo) se levantó, se sacudió la ropa y secó la cara, y se fue a hacer lo que tenía previsto.
Me duelo de no haber estado ahí, para ella.
Dormir es imposible. Matiana y yo sufrimos insomnios paralelos. De trecho en trecho alguien pregunta en la penumbra:
—¿Duermes?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco.
—¿Llevas mucho despierta?
—Sí. No sé... Creo que sí.
Una voz interior desesperada y a menudo incoherente me taladra la mente, me llena de terror con un verso de Pavese —Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Para acallarla, tomo pastillas.
Emerjo embotado, antes del amanecer, del pastoso sueño químico. Un sueño inerte, sin visiones ni genuino reposo. Sólo durante alguna siesta de media tarde, breve y profunda, repongo el mínimo de fuerzas para seguir operando. En los verdosos espejos de los ascensores me encara un rostro cascado y febril.
Darío tiene cáncer.
Dar la noticia es simple y llanamente atroz. Verse obligado a nombrar el mal con esa infausta frase de tres palabras. Las siete sílabas que cifran todo nuestro miedo, nuestro dolor, nuestra incertidumbre. La noticia también resulta terrible para quien la recibe. Cercana o de circunstancia, la gente no sabe dónde meterse, se le va el alma al suelo y se le descomponen las facciones, quiere salir corriendo, pretende dar consuelo y dice dislates («¿Por qué no buscan una segunda opinión?». También está la idiota redomada que dice que el cáncer se trata muy bien con homeopatía o con flores de Bach...) A quien no sabe la noticia es mejor evitarlo: preferible el silencio. Llamadas y correos van quedando sin respuesta, todo por no decir aquello que no podríamos no decir y que tampoco podemos decir.
Honestos, los partes médicos que mando a México, a la ansiosa familia y a los amigos más allegados, son no obstante parciales: bien evitan hurgar en mis nudos de negrura interior. También a mi amada Matiana intento, dentro de lo posible, protegerla de mis demonios. Aunque entre nosotros, Matiana y yo tratamos de no callarnos nada.
Un célebre libro sobre el duelo narra cómo ante un golpe trágico del destino —que en un instante trastoca por entero una vida— la mente más racional se revierte al pensamiento mágico.
Ansío un milagro secreto, un deus ex machina, un «todo era un sueño».
Me aferro al amuleto africano que, estando en la frontera de Senegal con Mauritania, hice fabricar durante el embarazo para proteger, en el lejano vientre de mi amada, a un hijo todavía sin nombre. Al hoy tierno y hermoso Darío. El Darío que tiene cáncer.
Me digo que estoy dispuesto a todo, al osculum infame (besarle el ano al Diablo), para que el mal salte a mis ojos. (Soy, en cierto modo, escuchado: en los entresijos de una pesadilla la gente huye de mí con un horror que no comprendo. Descubro azorado que avanzo hacia ellos con las cuencas vacías...)
Me entero de que, sin que moviéramos un dedo, sin que nadie me lo consultara, en México se han organizado cadenas de oración.
—¿Cadenas de oración? ¿Y qué carajos es eso?
—Personas que se reunen para rezar y piden por Darío.
Recibo perplejo la noticia de que en Guadalajara tienen a quinientas personas orando por la sanación de mi niño...
Cadenas de oraciones.
Creía que eso —sujeto, verbo, complemento; subordinadas adverbiales— lo hacía yo para explicarme el mundo. Me sé conmocionado, amordazado por el miedo, mudo, incapaz de eslabonar el sujeto 'Darío', con un predicado menos inaceptable que 'tiene cáncer'...
—Bueno, pues que pidan, sí. Gracias. Gracias. Claro que sí, que pidan.
Quisiera, también yo, saber cómo apoyarme en Dios como en el pomo de la puerta.
Me escribe mi amigo Roger. Su correo, escueto y sabio, nos aporta sosiego y fe:
« Muy querido Alain-Paul,
La noticia atroz ha caído como un terremoto. ¡Quisiéramos Josefina y yo estar en Barcelona para ayudar, para consolarlos, para acompañarlos. La suerte ha querido que el diagnóstico haya sido temprano. Seguro que se salvará y que los acompañará con su alegría durante una larga vida. Pero ahora, ante el proceso de sanación, la naturaleza pareciera que se ha vuelto una enemiga a vencer.
¡Y será vencida!
Al pensar en el terremoto he recordado el poema de Voltaire sobre el sismo de Lisboa:
Éléments, animaux, humains, tout est en guerre.
Il le faut avouer, le mal est sur la terre:
Son principe secret ne nous est point connu.
De l’auteur de tout bien le mal est-il venu?
¿Dónde está el autor maligno? La pena me lleva a la búsqueda inútil y metafísica de culpables... Pero la ciencia salvará a Darío y los consolará.
Josefina y yo les mandamos a Matiana y a ti todo nuestro cariño. Y muchos besitos para Darío.
Tu amigo Roger.»
La magia, la religión, existen por encima de la Naturaleza y nos tientan con la promesa de doblegar sus leyes.
La ciencia no. Ésta se hunde en la entraña de la Naturaleza para desmenuzar sistemáticamente sus mecanismos. Una vez que ha logrado comprenderlos, puede actuar y —acaso— alterar el curso natural de las cosas. Lo posible está acotado por lo real.
Revisito, obsesivamente, nuestra primera cita con el oncólogo. En este caso, el repaso es un acto voluntario, controlado, un minucioso repaso de información.
Estamos presentes Matiana y yo. (Cuidado por su abuela, el luminoso Darío explora las salas de espera del hospital, los claros corredores.) El Dr. Salvador —hombre de infinita dulzura y discreción— nos describe y explica con gran transparencia la enfermedad, las armas que existen para hacerle frente. Lo escucho en un extraño estado de hiper-lucidez.
El retinoblastoma, un cáncer del desarrollo, es una enfermedad muy rara y por ende sin perfil público visible. Al ser, en su primera etapa, asintomático, un diagnóstico temprano es poco habitual. En ello hemos tenido suerte. Aunque la práctica pediátrica prescribe un examen de fondo de ojo como rutina, no parece haber justificaciones estadísticas suficientes para llevarlo a cabo y es más bien raro que se haga. Los padres consultan cuando, de un día para otro, una línea blanca —signo clínico denominado leucocoria— atraviesa la pupila de su niño. Ya para ese momento, el o los tumores suelen estar en estadíos avanzados, difíciles de tratar.
Gracias a la coroides, la membrana que lo rodea, el ojo es una estructura poco permeable. Mientras el cáncer permanezca contenido dentro, no pone en peligro la vida. Si —sirviéndose del nervio óptico— las células cancerosas migran al cerebro, no hay ya nada que hacer. Antes, el pronóstico depende del estadío y la agresividad de los tumores. Se privilegia según el caso: 1. salvar la vida; 2. salvar el ojo (en tanto estructura); 3. salvar lo que se pueda de la vista.
Hay, sí, una cura radical, instantánea, la que se emplea en los países pobres. La enucleación. «Se extirpan los ojos y ya está: el cáncer está curado.» Tan brutal solución me transporta, transido de horror, a los crueles mitos de la Antigüedad.
Para nuestro pequeño hijo el pronóstico es inusitadamente bueno. El doctor nos propone una técnica desarrollada en un hospital de Nueva York: quimioterapia intra-arterial, en ciclos repetidos, con un cocktail de fármacos antineoplásicos depositado localmente en las arterias del ojo. Y un riguroso seguimiento mensual hasta los cuatro años, momento aproximado en que los ojos de Darío habrán terminado su desarrollo. Cuando los ojos dejan de crecer, el riesgo de nuevos tumores desaparece.
«El pronóstico es muy favorable», aventura el médico. «Darío conservará la vista».
De esas dulces frases me aferro para forjar un nuevo mantra.
A todo decimos «sí» y nos ponemos, con esperanza y gratitud anticipada, en manos de la misteriosa ciencia.
(Palpo, en el bolsillo, el gastado amuleto de cuero con oscuras plegarias selladas dentro. Algunas las escribí yo. Imbécil redomado, creo que no puse nada contra la ceguera.)
Miro a Darío jugar.
Rasca durante un rato un intrigante nudo en la madera del piso. Me trae a su presente, y en su perpetuo presente me evado de las amenazas del futuro.
Darío. ¡Es tan pequeñito! Cuando nació, mi vida adquirió un centro. Él me calma y me cura.
El oscuro nudo en la madera clara dijo (por hoy) todo lo que tenía que decir. Darío alza la vista. Me mira y sonríe. Aplaude. Por nada en concreto, por el puro regocijo de aplaudir. O es, acaso, un voto de confianza: me insta a algún acto de prestidigitación que amerite el aplauso anticipado...
Le hago una torre de cubos. La echa a tierra. Aplaudimos los dos y él aguarda la nueva torre, para tumbarla. Volcamos luego su Caja de las formas. Pelotas de madera y tubos de cartón ruedan por el piso. Estruendosas tapas de metal. Caen también palitas, cajas de distintos tamaños, envases de plástico, listones. La basura variopinta con que tanto nos gusta jugar. Los objetos de la caja poseen una gozosa capacidad de combinarse y recombinarse. Jugamos, durante media hora o más, al Juego de las formas. A hacer ruidos, meter y sacar cosas, forzarlas a embonar, poner un par de objetos en precario equilibrio.
Insaciable, Darío me ordena luego que lo lleve a caminar. De inmediato obedezco. Me incorporo y —su puñito izquierdo apretado en torno a mi dedo índice— damos trompicones por el pasillo.
Ahora que un vendaval parece haber barrido con todo en nuestra vida, el menudo presente del juego resiste, se afianza. Y se lo debo al inocente y dulce Darío.
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Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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