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Relato sin trama

Días de playa (VI-VII)

Miguel Pasquau Liaño 22/08/2016

<p>Balcón de Europa, Nerja.</p>

Balcón de Europa, Nerja.

Tuxyso

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-VI- 

Pero sí, es extraño. No paro de dar vueltas a la idea de que el tiempo de las parejas es una prolongación de un momento, y que eso puede deberse a una programación biológica dispuesta para tener hijos. Qué cosas se piensan cuando una se pasa el día entero sin hacer nada más que ver cómo se mueve el día. Quizás nos hemos empeñado más tiempo del natural en no tener un hijo, y puede que por eso el tiempo de nuestra pareja esté empezando a transcurrir en vano. Puede que lo natural sea enamorarse, tener un hijo porque sí, como fruto azaroso de un amor volcado en el sexo, y que entonces el tiempo de la pareja tenga más sentido, porque hay que cuidar de la criatura. No lo había pensado hasta ahora: a lo mejor la alternativa es tener ya un hijo, convertir la pareja en una familia, o volver a ser yo misma. ¿Cuánto puede durar una pareja que no se prolonga en un hijo? El tiempo de las familias es largo, puede ser para toda la vida, pero ¿por qué una pareja tendría que durar toda la vida? ¿Es suficiente con el cariño y la compenetración para justificar el empeño en seguir juntos? Pero luego está la otra pregunta: ¿tiene sentido tener un hijo como medio para prolongar la pareja? Es posible que nos hayamos equivocado. Puede que los hijos no sean nunca una buena “decisión”, aunque sí sean una magnífica experiencia. A mí me cuesta decidir eso de convertirme en madre. Creo que preferiría serlo sin haberlo decidido. Ya sé que no es un planteamiento muy moderno, pero hoy lo pienso así. Una no programa su nacimiento, ni crece por voluntad propia, ni decide en un momento salir de la adolescencia o hacerse adulta. Quizás con la maternidad ocurra lo mismo. Yo no sé si quiero seguir con Vincent toda mi vida, pero no me imagino otra persona con la que tener un hijo, ni me imagino tenerlo sin él al lado. Yo no sé si quiero tener hijos, pero si me quedase embarazada me convertiría en una madre con todas las consecuencias. Pero decidimos no tener hijos “todavía” porque ese es un paso irreversible que hay que pensarse muy bien. Qué lío. 

Mi madre dice siempre que los niños no nacen cuando tus pechos tienen suficiente leche, sino que es al revés. Pero ahí está el problema, mamá: los hijos te cambian, engordas, te quedas sin tiempo, te distancian de tu trabajo, y pueden llegar a devastarte. En tu vida deja de haber cine, teatro, fiestas y libertad, y de pronto se llena de un horario que te marca otro; y de cunas, farmacias, purés, animalitos de juguete. Y tu marido se convierte en otro animalito de juguete. ¿Eso es lo que quiero? ¿Quiero que mis pechos se vacíen de sensualidad y se llenen de leche? ¿Estoy dispuesta a terminar mi tramo egoísta de vida para dedicarme a un niño egoísta?

-VII-

Casi las ocho de la tarde. He vuelto a dormitar, mientras pensaba en el trabajo de Juliette. Ahora ella está leyendo. Me mira, me sonríe, y sigue leyendo. A esta hora la playa está muy agradable. El sol empieza a declinar y la gente se va yendo poco a poco. Se desperezan, se ponen la blusa, van a la orilla a quitarse las arenas de los pies, enrollan la toalla despacio, mirando hacia el horizonte con algo de apetito y el cuerpo caliente. La luz es oblicua y hace sombras alargadas. Es la hora en la que las cosas y las ideas comienzan a recobrar un perfil, porque durante la siesta hay como un velo de aturdimiento, los pensamientos son lentos y trágicos (no me extraña que los toros sean a las cinco), te envuelven pegajosamente, te anonadan y finalmente se desvanecen en regiones de la mente más cercanas al sueño o a las obsesiones; pero cuando la tarde va perdiendo intensidad, cuando todavía está el sol ahí, entero, pero a un lado, todo vuelve a parecer más amable. No ocurre sólo aquí, en la playa. Lo he leido en algunas novelas de las que recomiendo a mis alumnos; quiero hacerme una idea de lo que tiene que ser en los pueblos andaluces el final de las tardes de verano, cuando los pájaros vuelan ruidosamente alrededor de las torres y las calles comienzan a llenarse de matrimonios de paseo, de cervezas con tapas en terrazas con sillas metálicas en el centro de una plaza, de niñas con vestidos de lazos que juegan cerca de la mirada de sus madres, de saludos largos, camisas blancas y vestidos estampados, olor a agua de colonia fresca y comentarios sobre el calor y los toros (aunque quizás no hablen aquí tanto de los toros y sí de la televisión o de fútbol). En París el verano es diferente, es salir a media tarde a las calles comerciales para hacer alguna compra, esperar en un café que llegue la hora del cine y encerrarse en una casi vacía sala pequeña en la que anuncian un excesivo aire acondicionado cuyo frío y cuyo ruido molesta entre moquetas azules claustrofóbicas; es mirar cómo los turistas toman la ciudad en bateaux-mouches exageradamente iluminados, grupos de italianos, de españoles, de japoneses que disparan su máquina de fotografías hacia todo lo que se mueve y todo lo que está quieto, corros de pantalones cortos y riñoneras alrededor de los hombres-estatua o del grupo de peruanos que cantan una vistosa canción andina, ráfagas de humo de perrito caliente mezcladas con reclamos en varios idiomas de locales donde se muestran mujeres de carnes desbordadas.

Dentro de un rato el sol se esconderá detrás de las peñas, y sólo quedará aquí una pareja, o algunos bachilleres que han bajado a la playa a fumar después de la clase de lengua o matemáticas que reciben en alguna academia de verano gestionada por licenciados en paro, o alguien que ha traído al perro a correr como loco salpicando por la orilla, estornudando a causa de la arena, atento a todo lo que se mueve, persiguiendo histéricamente a las gaviotas o los trozos de madera que su dueño le lanza una y otra vez mientras piensa en otra cosa. Nosotros somos casi los últimos en abandonar la playa. A última hora me han dado ganas de bañarme, y al salir me viene alguna brisa fresca. Me seco con la toalla mientras Juliette se agacha para recoger las zapatillas y los periódicos arrugados por la siesta. Ella echa a andar hasta la escalera que sube al camino, y allí se sacude las arenas de los pies. Yo me apresuro, me pongo la camisa, recojo la silleta y la bolsa que Juliette me ha dejado. El hotel no está lejos de la playa. En la entrada es fácil encontrarse con Madame Blonsard, la dueña, que es de Poitou y descansa leyendo "Paris Match" antes de que empiecen a llegar los primeros clientes para el restaurante. La habitación está cálida y húmeda, y por eso de repente siento ráfagas de deseo que se desvanecerán con la ducha, el peine y el desodorante, pero no sé qué le pasa a Juliette que sigue seria, como si me reprochara algo que he hecho mal y que no logro identificar, no creo que sea por el comentario de los belgas y los dados. No me atrevo a hacerle caricias, y lo único que se me ocurre es tumbarme en la cama boca arriba, como fingiendo cansancio, pero ella no cambia el ritmo, extiende las toallas en el balcón, abre el armario, tarda poco en elegir un vestido de color malva y dice que entra ella primero en el cuarto de baño. Yo voy a protestar (como ella tarda más, prefiero acabar yo antes y esperarla leyendo en el balcón), pero ella ya ha cerrado la puerta del baño y ha echado el pestillo. Es sintomático esto, que eche el pestillo. Antes no lo hacía. Bueno, está bien, así van las cosas, no sé por qué voy a sentirme culpable, nadie ha dicho que tenga que ser yo quien logre que las vacaciones sean amenas. Sí, sí, estoy aburrido y echo de menos otros amigos, no tengo ninguna gana de volver a salir esta noche y hacer lo de siempre, buscar un restaurante, corresponder el trato amable del camarero, elegir un plato, tapar con las conversaciones de otras mesas nuestro silencio, celebrar la comida por no tener más cosas de las que hablar. Nadie ha dicho que soy yo quien tiene que inventar temas de conversación ilusionantes ni aventuras que salven la noche, el verano o el matrimonio. Me pensaré si salgo esta noche o si compro algún bocadillo y me quedo leyendo en el hotel, o si decido ir al cine al aire libre y que ella haga lo que quiera. Es posible que así reaccione. 

Pero parece que me ha oído. Mírala envuelta en un toallón blanco, está morena, huele a jabón y a crema hidratante, parece de repente más animada, puede que sea porque se haya gustado en el espejo, me dice con otro tono de voz que el agua está fría y que no encuentra el sujetador mientras se agacha y busca entre el desorden de los cajones. Yo le digo que con el vestido malva está mejor sin sujetador, se lo digo como quien está recordando algo, o como quien en una despedida triste habla de algo trivial mientras aguarda que el tren pite y cierre las puertas. "Vaya, es lo primero cariñoso que me has dicho en todo el día". Al oírla me quedo sorprendido, porque descubro que es verdad.

- Capítulo I

- Capítulo II

-Capítulo III 

- Capítulo IV

- Capítulo V

-VI- 

Pero sí, es extraño. No paro de dar vueltas a la idea de que el tiempo de las parejas es una prolongación de un momento, y que eso puede deberse a una programación biológica dispuesta para tener hijos. Qué cosas se piensan cuando una se pasa el día...

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Autor >

Miguel Pasquau Liaño

(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog "Es peligroso asomarse". http://www.migueldeesponera.blogspot.com/

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