Cidade da Cultura, un despilfarro con recovecos
Los turistas que visitan el complejo consideran que está vacío. Mantenerlo abierta ha llegado a costar a la Xunta 9.000 euros al día
Raquel C. Pico 24/08/2016
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Pocas son las personas que caminan por una de las calles del Ensanche compostelano en una tarde de sábado de verano. Hace calor y los habitantes de la ciudad están encerrados en sus casas, o se han marchado de fin de semana. Los turistas se agolpan en la zona vieja, que es donde se concentran los recursos turísticos y es donde se ven las colas al pie de los monumentos y las terrazas a rebosar de gente. Pocos son los que esperan, por tanto, el autobús bajo el sol. Una chica espera con los auriculares puestos y una familia que acaba de llegar lo hace delante del indicador luminoso que indica los minutos que faltan para que llegue el próximo bus. La niña, claramente en ese momento de la vida en el que uno empieza a leer y quiere leerlo todo, lee en voz alta todos los avisos. “Circular Fontiñas – CDC, 9 minutos”, avisa y su madre le explica que esas misteriosas siglas CDC tienen que leerse como Cidade da Cultura. Mantenerlo abierto ha llegado a costar, a la Xunta de Galicia, hasta 9.000 euros al día.
Ni la familia ni la chica de los auriculares se acabarán bajando en la Cidade da Cultura. La parada, una especial que hace ese autobús durante la tarde (los sábados por la tarde solo unos pocos autobuses suben hasta lo alto del monte Gaiás, donde está el complejo que se ha convertido, para muchos, en el símbolo de lo que ocurría en los años del despilfarro), no arroja masas en el gran monumento. Se baja una pareja y el autobús vuelve a marcharse, posiblemente para dejar a todos los que están dentro en la última parada de la línea, el centro comercial más grande de la ciudad. Hace sol y bastante calor y por delante de los viajeros del autobús urbano queda la inmensidad de piedra. “Fue bastante difícil subir hasta aquí”, reconocerá después la pareja, “lo intentamos también ayer pero no lo conseguimos”.
¿Y qué es exactamente lo que hay ahí dentro?, preguntaba una santiaguesa
Resulta igualmente difícil escribir sobre la Cidade da Cultura de forma desapasionada y sin tomar partido por alguna de las visiones que existen sobre ella, especialmente si se es de Santiago de Compostela y si se lleva, por tanto, años escuchando las grandes promesas que acompañaron a su nacimiento, las grandes críticas que se le han hecho al proyecto y los comentarios de la población de la ciudad, que en líneas generales no parece muy entusiasmada por la megaconstrucción. “¿Y qué es exactamente lo que hay ahí dentro?”, preguntaba una santiaguesa, reconociendo que nunca había subido hasta allí y que tampoco pensaba hacerlo en el futuro inmediato.
La historia de la Cidade da Cultura y de su nacimiento ha sido recogida por prácticamente todos los artículos y reportajes de investigación sobre el despilfarro público durante los años de la crisis y ha sido uno de los temas favoritos de la prensa local y regional de los últimos años. Criticar a la Cidade da Cultura se ha convertido, en cierto modo, en algo que todos los que viven en Santiago o escriben sobre Santiago tendrán que hacer en algún momento y se podría decir que argumentos de entrada no faltan.
El proyecto, una obra faraónica que fue una suerte de canto de cisne de Manuel Fraga (quien da nombre a la avenida que sube hasta el edificio), costó muchos millones, lo hizo por encima del presupuesto original, protagonizó unos cuantos escándalos (como cuando se quedaron sin piedra a media obra y tuvieron que traerla de Brasil), se ha quedado a medio construir y estuvo, durante años, en una suerte de zozobra en la que nadie sabía muy bien qué se iba a hacer con ello. La promesa, o la idea inicial detrás de la megaconstrucción, era la de que la Cidade da Cultura se iba a convertir en un centro potenciador del turismo, una construcción de primer nivel en la que la cultura iba a ser la protagonista y que iba a funcionar como otras grandes megaconstrucciones museísticas habían funcionado en otras ciudades. O al menos eso fue lo que todo el mundo entendió en aquel momento.
Pensar en esa idea cuando se decide a pasar una tarde de sábado en la Cidade da Cultura hace que parezca un tanto absurda. Ya no solo se trata de que llegar hasta el edificio en transporte urbano sea complejo (algo que, en justicia, no depende de la propia Cidade da Cultura, sino del servicio municipal de autobuses y algo que, pensando en todas las partes, está muy marcado por la demanda o no del servicio), sino también que la presencia de turistas es más bien reducida. “Espero que te lleves un libro para pasar el rato”, es lo primero que dice la hermana de la periodista cuando descubre los planes de pasarse una tarde observando lo que ocurre en la Cidade da Cultura.
Unos niños juegan con sus patinetes en medio de la amplitud de granito (algo que ya ocurría, por otra parte, cuando se abrió a los visitantes el complejo) y en la plaza central unos técnicos preparan el escenario en el que habrá un concierto a última hora de la tarde (una actividad recurrente de los veranos en la Cidade da Cultura y, hay que decirlo, popular: bandas alternativas tocan con la caída del atardecer). En la cafetería solo la camarera y la periodista que observa ocupan las mesas, mientras una televisión reproduce uno de esos telefilmes de la tarde. Todo está tranquilo. En la biblioteca, algunos estudiantes armados con apuntes preparan exámenes, aprovechando que la biblioteca está abierta los fines de semana. En una esquina del complejo, un parque infantil de nueva creación, inspirado en las obras de Urbano Lugrís, concentra a los visitantes, que están probando, a pesar de ser adultos, a bajar por el tobogán de aires surrealistas.
La impresión de los turistas
“Es una construcción muy diseñada y es atractiva”, apuntan unos de esos turistas, llegados de Madrid y de la cercana A Estrada (y que lo han hecho en coche), cuando se les pregunta por lo que les parece el complejo, aunque dejan claro que, aunque “como está hecho invita a venir”, no hay mucho que puedan hacer en ella. “Es un lugar con mucho potencial”, dice uno de los miembros del grupo, mientras otro apunta que “no está explotada”. La pareja de turistas que habían subido en autobús también indican algo similar. “Es un punto turístico” y “está bien” pero también “está un poco vacío”. “Le falta vida”, dice uno, antes de preguntar qué más pueden hacer (les gusta la idea de que haya una exposición sobre historia de la moda y gratis) y cómo podrán coger el autobús para volver a la ciudad.
Todos ellos, ya sea llegados desde la cercana provincia de Pontevedra o desde el más lejano Brasil, saben, sin embargo, de toda la polémica que acompañó a la construcción del complejo y todos tienen, más o menos, una opinión sobre lo que suponen esas inversiones públicas millonarias.
La cosa cambia cuando se sube en un día de semana. Una mañana de lunes no es mucho más sencillo llegar en transporte público, pero el inmenso aparcadero que hay a la entrada de la construcción no está tan desangelado como en fin de semana. Subir en taxi desde el centro de la ciudad no es barato (pero los taxis en Santiago relativamente no lo son) pero es rápido y los taxistas son, además, una fuente muy actualizada de información. Decir el lugar al que se va y hacer una pregunta con la que romper el hielo sirven como punto de partida para una animada conversación sobre la Cidade da Cultura y lo que supone para la ciudad.
Los turistas bajan desencantados. No sabemos qué decirles. No hay nada
“Los turistas bajan desencantados”, acaba explicando el taxista, que como suele ser habitual en Santiago ha hablado de lo mucho que ha costado la construcción y lo difícil que es verle el beneficio. De hecho, los propios taxistas no suelen subir a la zona a menos que alguien lo requiera. Tienen una parada allí pero el escaso tráfico hace que no compense el pasarse una mañana esperando a que alguien necesite un taxi. Los taxis compostelanos están, sin embargo (y paradójicamente), empapelados ahora mismo con una campaña de promoción de la construcción, lo que hace que los turistas aprovechen para preguntarles por lo que “hay allí”. Los taxistas no saben qué contarles. “No sabemos qué decirles”, apunta el taxista, “no hay nada”. Pero, al fin y al cabo, no es que suban a tanta gente a la cumbre del Gaiás. Cuando lo hacen casi siempre son trabajadores que tienen en la Cidade da Cultura su puesto de trabajo.
Cambiar la idea de lo que es
Quizás en medio de las palabras del taxista puede estar la clave para comprender lo que es y lo que no es, a pesar de todo, la compostelana Cidade da Cultura. Hablar con la propia Fundación Cidade da Cultura permite llegar a unas cuantas conclusiones. Están muy abiertos a hablar con la prensa y hacerlo sobre todos estos temas, a pesar de la sempiterna polémica. Y la Cidade da Cultura no está exactamente vacía (o al menos eso es lo que dicen los números que ellos aportan). También habría que dejar de pensar en la Cidade da Cultura tal y como se configuró en la mente de los compostelanos en los primeros años de construcciones y promesas.
La Cidade da Cultura ya no es exactamente eso que antes se prometía o se quería, sino más bien otra cosa (o al menos hacia ahí es hacia donde tiran). El concepto que se vendía en 1999, cuando empezó la construcción del complejo, no es lo que se ha acabado creando. De 2009 a 2016, explican desde la Fundación, se ha producido una transformación. “Se pensaba que iba a ser un foco de atracción turística”, apuntan, señalando que hoy es otra cosa, un espacio que se asienta sobre tres patas diferentes (cultura, tecnología y emprendedores) y en el que trabajan cada día varios cientos de personas. La pregunta parece entonces clara. ¿Se ha convertido la megaconstrucción en un parque de oficinas glorificado? “Es más que un parque de oficinas”, rebaten, recordando además que en los últimos tiempos se ha empezado también a trabajar en la parte de la naturaleza y que la megaconstrucción se está integrando en la ciudad vía parques públicos, haciendo que en el futuro sea mucho más fácil llegar hasta ella (en el presente ya lo es, aunque los árboles, como es lógico, aún tienen que crecer).
Es decir, sí hay cosas, aunque el visitante común que venga un sábado por la tarde no va a ver. La biblioteca, exposiciones temporales y unos asientos de diseño. Funciona como una biblioteca nacional de Galicia y como un archivo histórico de las letras, pero eso, cierto es, no funciona como momento foto. Los números que dan desde la fundación también ponen en cierto contexto lo de que no pasa nada. Ellos organizan alrededor de unos 200 eventos culturales al año y las empresas y organismos que están presentes en el complejo unos 300.
¿Es debatible que el gran epicentro de la cultura que se construyó en Santiago, con una población que ronda los 100.000 habitantes, se haya convertido en esto? Quizás. ¿Han intentado salir del atolladero de la polémica y hacer algo con todo ello? Se podría decir.
El patrocinio privado sea paga toda la programación y se han parado dos de los edificios, que nunca se construirán
“Creemos que las decisiones están bien tomadas”, apuntan desde la propia Cidade da Cultura mientras explican su nueva hoja de ruta y refiriéndose a ella. En los últimos años, además, no solo han cambiado de rumbo en cuanto a contenido, sino que también han intentado reducir gastos. Han hecho que el patrocinio privado sea el que pague toda la programación y se han parado dos de los edificios, que nunca se construirán. Uno se ha reconvertido en un lago gracias a una intervención paisajista y el otro está siendo estudiado por los expertos para intentar descubrir qué hacer con él. Según explican desde el organismo, con ese movimiento han ahorrado 67 millones de euros.
Y lo cierto es que cuando se habla con ellos, los malos aparentes de la película (metafóricamente hablando, claro), lo que se descubre es mucho pragmatismo. Al fin y al cabo, la construcción está ahí, la inversión está hecha y no hacer nada con ella sería todavía más negativo. Como sale en la conversación, “esto está construido y está pagado, saquémosle el mayor beneficio posible”.
Al volver de la Cidade da Cultura, esta vez un lunes y después de haber hecho medio camino por el nuevo parque que ocupa la ladera, el autobús que une la megaconstrucción con el centro va, esta vez, lleno. Es mediodía y posiblemente estos sean una parte de esos trabajadores que suben cada día al complejo.
Pocas son las personas que caminan por una de las calles del Ensanche compostelano en una tarde de sábado de verano. Hace calor y los habitantes de la ciudad están encerrados en sus casas, o se han marchado de fin de semana. Los turistas se agolpan en la zona vieja, que es donde se concentran los recursos...
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Raquel C. Pico
Periodista, especializada en tecnología por casualidad, y en literatura por pasión.
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