En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Desde hace algunos meses, mi hijo de diez años invierte una mañana y varias tardes por semana en prepararse para unas olimpíadas de matemáticas que se realizan, en distintos niveles, entre estudiantes argentinos de escuelas primarias. Eligió esa actividad extracurricular siguiendo su amor por los números y lo pasa fenomenal. Así, mientras Julián me habla de fracciones y de problemas sobre el perímetro de la circunferencia, yo me quedo pensando acerca de qué y cómo aprendemos.
La pedagogía suele poner énfasis en la noción de proceso: se enseña que toda destreza y todo conocimiento se logran o adquieren con tiempo y práctica, usando y relacionando saberes anteriores con los nuevos. Esa idea, la de construir sobre lo ya armado, es esencial y funda la solidez del sistema.
Pero quizás estemos olvidando salpimentar nuestros aprendizajes, valorando en esa cadena ciertos puntos de inflexión, relacionados más con la intuición que con la lógica. Julián también debería aprender que todo proceso de estudio cuaja un día (en su caso, en el examen), cuando se pone en práctica lo estudiado. ¿Estamos enseñando a valorar y reconocer esos sucesos diferenciales en los que todo confluye y madura?
El arte y la vida que recordamos funcionan así: registrando sucesos, momentos decisivos (esa fue incluso la expresión que usó Cartier-Bresson para nombrar el clic del que resulta la fotografía anhelada). Coleccionamos instantes memorables desde la anécdota del mazazo de Miguel Ángel en la rodilla derecha del Moisés, reclamándole a esa estatua perfecta lo imposible --que hablara--, hasta los mejores goles de Messi.
También la ciencia atesora sus momentos ¡eureka!, aquellos que usan la interjección feliz de Arquímedes para aludir al desvelamiento. Ese instante --el del descubrimiento que todo lo cambia-- puede poner proa hacia otro norte, reconvertirnos. De esto hablaba hace pocos días Estanislao Bachrach, el biólogo molecular argentino, habitual en los listados de libros más vendidos, que acaba de publicar Random (Sudamericana), su primera novela.
Contaba el autor de ÁgilMente (2012), uno de los fenómenos editoriales que lideraron el boom de las neurociencias en la Argentina, cómo el comentario de una asistente a una de sus conferencias le ayudó a descubrir el error que trababa una investigación suya en Harvard. El científico estaba explicando al auditorio lo que se veía en una imagen cerebral y una señora preguntó qué era una mancha negra. Bachrach respondió "nada" y contó que los reactivos que usaban se veían así ante un exceso de proteínas en un área. La mujer insistió: "Si lo vemos, ahí hay algo, no puede ser nada".
Lo inexpugnable para las máquinas, aún hoy, es el inconsciente
"Ese fue el momento del flash", relata el autor porque esa forma de plantear las cosas le obligó a considerar que quizá hubiera equivocado el reactivo ("no puede ser, si yo jamás me equivoco", confiesa haber pensado) y que los resultados obtenidos en ese experimento, que lo desconcertaban y ponían la investigación en un callejón sin salida, tal vez provinieran de ese desvío desatendido.
Bacharach descubrió el error que efectivamente existía. Pocos años después, sin embargo, dejó el laboratorio y se dedicó a divulgar. Además de best seller hoy es profesor de Creatividad e Innovación y de Inteligencia Emocional para Líderes. "Ser creativo es combinar de modo diferente y novedoso cosas que ya sabemos", enseña allí.
Quizá porque la cabeza establece sus propios mapas, el relato de Bachrach me recordó un interesantísimo artículo del filósofo José Antonio Marina (La inteligencia artificial y la nueva especie humana, La Vanguardia, 24/7/16), que aludía a los "patrones imprecisos" que se convirtieron en el talón de Aquiles de la inteligencia artificial en los años 50 y 60. Eficaces en lógica matemática, las máquinas fallaban al no poder discernir rasgos distintivos como la voz, la letra manuscrita o las variaciones que establecen los gestos en un rostro, variables que un humano decodifica sin mayores dificultades.
Desde que leí el ensayo de Marina, no deja de conmoverme la idea de que lo inexpugnable para las máquinas, aún hoy, es el inconsciente. Ese caldero en el que se cocinan los chispazos que hacen que los procesos cognitivos den con un flash de creatividad. El momento significativo (la inspiración, dirían otros) que hizo, por ejemplo, que Monet haya decidido pintar 31 veces el mismo rostro de la Catedral de Rouen a distintas horas del día, buscando las fluctuaciones de la luz, serie cumbre del impresionismo.
Desde hace algunos meses, mi hijo de diez años invierte una mañana y varias tardes por semana en prepararse para unas olimpíadas de matemáticas que se realizan, en distintos niveles, entre estudiantes argentinos de escuelas primarias. Eligió esa actividad extracurricular siguiendo su amor por los...
Autor >
Raquel Garzón
Raquel Garzón es poeta y periodista. Se especializa en cultura y opinión desde 1995 y ha publicado, entre otros libros de poemas, 'Monstruos privados' y 'Riesgos de la noche'. Actualmente es Editora Jefa de la Revista Ñ de diario Clarín (Buenos Aires) y Subdirectora de De Las Palabras, un centro de formación e investigación en periodismo, escritura creativa y humanidades.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí