Fábulas italianas
El espacio extenuado
Tommaso Pincio 2/11/2016
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1.
La vista del cielo estrellado da náuseas. A duras penas lo soporto convertido en fórmulas matemáticas, dijo Albert Einstein.
2.
Fue todo culpa mía, yo fui y volví, me dolió a mí y yo me lamenté. Un día de principios del verano de 1956, después de decirse estas palabras, Jack Kerouac, decidió que finalmente había llegado el momento de plantarle cara al Vacío. Ese mismo día el precio medio de las hamburguesas superó los 99 céntimos y una insólita perturbación proveniente del mediterráneo socavó seriamente la credibilidad de los meteorólogos.
Muchos años después, convencidos de que se podía contar el pasado de una vez para siempre, los historiadores reconstruirían los eventos de aquel lejano día dando vida a la figura de Jack Kerouac que, después de mucho elucubrar sobre el tema de la soledad, se aprestaba a transcurrir nueve semanas como controlador de órbitas contratado por la Coca-Cola Enterprise Inc. Este Jack Kerouac habría vivido durante 63 días a bordo de una de las minúsculas naves que rastreaban los espacios orbitales de las grandes compañías, girando alrededor del planeta Tierra a una altura de cerca de treinta y seis mil kilómetros. Pero todo esto tampoco lo iba a ayudar a encontrar el sentido de la vida que andaba buscando.
Como tantos otros tarambanas antes que él, Jack Kerouac únicamente tendría que controlar la operatividad de los detectores. Si los indicadores luminosos del panel central se encendían según el esquema que le habían enseñado antes de marcharse, quería decir que los detectores funcionaban regularmente y que él no tenía que hacer nada. Si en cambio el encendido de los indicadores seguía un modelo que no era el previsto, quería decir que los detectores tenían problemas y que era conveniente ponerse en contacto con la base. Si en un determinado momento los indicadores luminosos se apagaran, Jack tendría que deducir que probablemente los detectores no funcionaban en absoluto, y que con mayor razón, era oportuno que se pusiera en contacto con la base. Ponerse en contacto con la base era el máximo esfuerzo que se esperaban de él, porque aparte de eso no le pedían nada más. Se ponía en contacto con los de la base y ellos pensaban en todo. Cómo podían pensar era un misterio, pero pensaban. Jack no tenía que saber nada más y sobre todo no tenía que hacer nada.
Podía ocurrir que un pequeño monitor situado sobre dos clavijas azules señalase la presencia de un intruso en el espacio orbital del que la Coca-Cola Enterprise Inc. era concesionaria. Los intrusos también podían ser detritus de materia estelar provenientes de alguna zona desolada del universo, pero la mayoría de las veces eran cilindros metálicos que contenían chatarra espacial abandonada clandestinamente en el espacio. Verificar la verdadera naturaleza de los intrusos no era competencia de Jack. Un controlador de órbitas tenía simplemente que limitarse a registrar la presencia del intruso y luego ponerse en contacto con la base y comunicar la posición. El resto lo hacían ellos y él no tenía nada más que hacer.
En efecto la eventualidad de que Jack tuviera que ponerse en contacto con la base era bastante remota, por no decir imposible. Y ello porque en 1956 la tecnología había perfeccionado los detectores hasta el punto de volverlos infaliblemente operativos y los espacios orbitales de las grandes compañías estaban controlados muy por encima de las más razonables exigencias.
Nada de pastillas raras, nada de alcohol, nada de música. Solo él y el Vacío ahí fuera
Subiendo a bordo de la minúscula lanzadera de controlador espacial, Jack comenzaba un período de su vida en el que iba a tener que pasarse nueve semanas sin hacer nada, salvo estar completamente solo mirando el Espacio desde el ojo de buey, para llegar a la conclusión de que el Vacío que le había parecido reconocer en la soledad, era, de hecho, el Vacío de ahí fuera y que él no había andado dando tumbos por la vida para nada, porque en realidad él no era muy diferente de las Estrellas que se alejan sin descanso de todas las cosas que existen en el universo, esas Estrellas que se apagarían igual que también se apagaría él… un día, lejos de todos y del Vacío.
Jack Kerouac había decidido afrontar la soledad de esas semanas a pelo, sin ayudas de ninguna clase. Nada de pastillas raras, nada de alcohol, nada de música. Solo él y el Vacío ahí fuera, simbólicamente materializado por la inmensidad del Espacio y la luz de las Estrellas.
3.
El primer día en el Vacío lo pasó así: otro día que se iba. Compuso mentalmente un haiku y luego se quedó contemplando el negro del universo dejando que el día transcurriera en su omnipotencia.
Estrellas palabras…
Estrellas que me habláis
No os entiendo
Cuando empezó el segundo día Jack Kerouac pensó que se había ganado el sueldo. Había hecho exactamente lo que le habían pedido que hiciera, nada. Se sintió orgulloso y en algún lugar de su espíritu llegó incluso a felicitarse. Esta cosa lo hizo sentirse estúpido. Estoy aquí, solo frente a la grandeza del Vacío y ¡me preocupo de ser un honesto trabajador!, se recriminó. ¿Por qué no consigo ser vacío y indiferente como el Espacio? ¿Por qué las cosas me afectan de este modo?
La gente que le había dado aquel puesto de controlador de órbitas lo despreciaba sinceramente. En el caso de que sintieran verdaderamente algo por él o de que se acordaran de su nombre. Arthur Miller y los otros de la Coca-Cola Enterprise Inc. lo consideraban un despojo de la sociedad, un desadaptado irrecuperable, un representante de aquella patética porción de la sociedad condenada a huir de la nada durante toda la vida.
“No es verdad que yo huyo de la nada. Yo huyo del sentido obligatorio”, le había explicado a Arthur Miller la víspera de embarcarse para sus nueve semanas de controlador orbital.
“Ruta. Se dice cambiar ruta”, le había dicho Miller. “Carajo, Kerouac, estás yéndote al Espacio y hablas como un taxista de Nueva York”.
Y él, “Hay que pensar en el Espacio como en una gran carretera. Las rutas son ilusiones, hay solo una carretera y nosotros tenemos que cambiar de sentido”.
“Ok, cambia si quieres tu sentido de marcha pero intenta entender una cosa de este trabajo. No soy un tipo al que le gustan los líos, me gusta el aburrimiento y odio los imprevistos, por lo que nada de imbecilidades de alternativos. Te mando en órbita por nueve semanas y tú haces tu trabajo, o sea un carajo, nada. ¿Me he explicado?”
“Creo que sí. Pero yo no tengo nada contra el trabajo, me refería a la vida en general. Cambiar el sentido de marcha es un hecho mental. Quiero decir, mira tu caso, por ejemplo: cada día pasas ocho horas en esta maravillosa oficina y luego vuelves a casa, a lo mejor hasta tienes una bonita casa y una bonita mujer. Disfrutas de tu casa y comes y follas con tu mujer, ves un poco la tele, te duermes y al día siguiente estás nuevamente en esta maravillosa oficina de mierda. Es como un círculo pero es también una ilusión. Te parece que giras en círculo y en cambio, ¿sabes qué está ocurriendo?”
Arthur Miller se había quedado ensimismado en los papeles y no tenía pinta de querer responder.
Kerouac había insistido tratando de enganchar la mirada baja de Miller. “¿Sabes lo qué ocurre?”.
“Me importa un pimiento lo que ocurre. Te lo he dicho: nada de líos. Es la única cosa que me interesa”.
Pero ahora a Kerouac lo arrollaba el entusiasmo de su razonamiento. “Ocurre que has continuado moviéndote en línea recta, que has recorrido otro buen pedazo de camino y sin enterarte de golpe eres viejo y estás lleno de enfermedades, a solo dos pasos de la muerte y…”
“¡Es suficiente!”, lo había interrumpido Miller con decisión. “Procura callarte un rato”.
Kerouac pensaba que era un deseo estúpido. Es más, ni siquiera un deseo, era un acuerdo
Kerouac se había callado y había empezado a mirar a Miller, que continuaba examinando sus papeles. Después, perdiendo el sentido del tiempo, se había dejado hipnotizar por el contenido de un modelo gigante de la Coca-Cola que quedaba muy bien en el escritorio de Miller. Para el lanzamiento de la nueva versión, la compañía había rescatado el modelo inaugural con la botella de falda tubo, la ubérrima Mae West de 1914. El color de la bebida había sido retocado lo justo para darle una tonalidad negro cosmos. Pero el verdadero descubrimiento había sido introducir en la receta un derivado de la fluorita que reaccionaba con el anhídrido carbónico haciendo brillar burbujas con luz propia. En ese momento las burbujas del prototipo nadaban perezosamente y sin rumbo, como el cielo de una noche de verano, pero si agitabas la botella podías tener suerte y ver una de las burbujas dispararse a gran velocidad hacia el tapón dejando detrás una estela brillante. Antes de beber la Coca-Cola Space la gente había adquirido la costumbre de agitar la botella con la esperanza de que una burbuja-cometa apareciera en la bebida para pedir un deseo. También Kerouac tenía esa costumbre. Es más, usaba la Space para remolcar chicas. Su técnica era empezar a hablar más o menos de este modo: “Oye, Tesoro, eres la criatura más maravillosa de todo el universo conocido y por eso he comprado una Space, he pensado que podrías agitarla por mí y si aparece la burbuja-cometa a lo mejor te animas a cambiar mi vida”. Las botellas con la burbuja cometa eran alrededor de una de cada mil y las chicas lo sabían bien, pero le seguían el juego, agitaban y luego lo plantaban con un “Lo siento”. Una vez, en cambio, le había tocado una tipa con una fuerte personalidad. Alta, rubia, de volumen mullido y seductoramente inconstante. Él se le había acercado con la historia del universo conocido, de la Space y todo el resto. Ella lo había examinado impasible, había cogido la Space y se la había roto en la cabeza.
Había además una posibilidad especial con el nuevo tipo de Coca-Cola. Se decía que cada mil millones ochenta de botellas –o sea el equivalente de la velocidad de la luz expresado en kilómetros hora– había una en la que, en lugar de la burbuja cometa, aparecía un cohete. Los pocos afortunados que pillaran la Space con el cohete podrían pedir un deseo que la Coca-Cola Enterprise Inc. se comprometía a satisfacer. Se decía también que el único afortunado hasta ahora había sido un general llamado Eisenhower, el cual –siempre según lo que se decía– había pedido convertirse en presidente de los Estados Unidos y le había sido concedido.
Kerouac pensaba que era un deseo estúpido. Es más, ni siquiera un deseo, era un acuerdo. Sí, un acuerdo.
“Oye, Arthur, ¿es verdad esa historia?”, había preguntado Kerouac sin perder de vista el prototipo de la Space.
“¿Qué historia?”, le dijo Miller.
“La de Eisenhower, quiero decir ¿De verdad ha pedido convertirse en presidente?”
“¿Qué quiere decir pedido?”, había replicado Miller sin interrumpir su trabajo.
“¿Cómo qué quiere decir?” A ese tipo le ha aparecido el cohete en la botella y vosotros lo habéis hecho convertirse en presidente. ¿Ha ocurrido así o no?”
“Solo los niños agitan la Space para ver si está el cohete. Eres grande, Kerouac. ¿Cómo pueden preocuparte estas imbecilidades?”
“Yo lo hago”.
“Haz lo que te parezca, pero yo no quiero líos”.
“Sí, vale, pero tú no me has respondido”.
“Porque no te puedo dar una respuesta. Yo dirijo la gestión de los espacios orbitales, lo que te interesa a ti se llama promoción y son cosas que deciden en Atlanta”.
“Caramba, Arthur. Tú cuentas en este chiringuito, no me digas que no sabes cómo funcionan estas cosas. Estoy seguro de que lo sabes. ¿Por qué me cuentas esas historias? ¿Soy o no soy yo también parte ahora de la gran familia?”
Miller había levantado la cabeza de los papeles, lo había examinado por un número jerárquicamente controlado de segundos y luego, “Tú no formas parte de una carajo, Kerouac. Tú eres solo un muerto de hambre que mandamos a girar alrededor del planeta para hacer el trabajo más estúpido del universo y tengo serias dudas de que tú seas capaz de hacerlo sin armar un cristo. Quiero hablar claro, Kerouac. Tú y todos los demás alucinados que te sucederán contáis menos que un tapón en esta familia”.
“Eres patético, Arthur. Tú y tu sentido de marcha sois patéticos”.
“Menos que un solo tapón”, le había repetido Miller mirándole a los ojos con una expresión de hielo mientras con la mano le alargaba los folios para firmar”.
“¿Este es mi contrato?”
“No se necesita un contrato para un trabajo como esto. Es una renuncia”.
“¿Una renuncia a qué?”
“Nos eximes de cualquier responsabilidad legal, en el caso de que te sucediera algo, y de la obligación de tener informados a tus familiares o personas queridas, siempre que tú las tengas”.
“No me parece un contrato honesto”.
“Porque no es un contrato, es solo una renuncia. No puedes negociar, si quieres el trabajo, firmas. Sin firma no hay trabajo”.
Kerouac había ojeado las hojas durante algún tiempo sin leerlas de verdad. "¿Y qué me podría suceder?”
“Sin firma no hay trabajo”. Evidentemente, la convicción de Miller era que las repeticiones imantasen las palabras de un eficaz sentido de autoridad ineluctable.
“¿No me la estarás pegando?”
“Mira lo que ocurre viviendo como un desquiciado. Te la pegan los parásitos que frecuentas, pero aquí hay reglas. Aquí estás en el corazón del sistema, Kerouac”.
Aquellas palabras le habían quitado a Kerouac las ganas de abrir la boca, y sin embargo casi por inercia le había entrado el ansia de negociar. “A parte de las estupideces sobre las reglas, yo firmo, pero tú me dices la verdad sobre las burbujas de la Space”.
“Hablamos cuando vuelvas”.
“Negocio hecho, pero cuando vuelvo me cuentas todo. Nada de mentiras”.
“Tú piensa en volver”.
Durante su tercer día en el Vacío, Jack no paró de preguntarse si haber firmado la renuncia había sido una buena idea.
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Extracto de la novela Lo spazio sfinito, cedido por la editorial editorial Minimum Fax, 2010
Tommaso Pincio (Roma, 1963). Pintor, escritor, traductor. Licenciado en Bellas Artes, dirigió durante años una galería de arte internacional hasta que se marchó a Nueva York a finales de los 80. En la actualidad vive en Roma. Es colaborador habitual de los periódicos Il Manifesto y La Repubblica, así como de la revista Rolling Stone, donde se ocupa sobre todo de literatura estadounidense.
Ha publicado M (1999), Lo spazio sfinito (2000) –reeditada en el 2010–, Un amore dell’altro mondo (2002), donde se narra la vida de Kurt Cobain, líder de Nirvana, a través de la mirada de un amigo imaginario. La ragazza che non era lei (2005), una reflexión sobre lo que se perdió y se salvó de los sueños de amor y libertad de los 60. En 2006 publica, Gli alieni, al que le siguen la novela Cinacittà (2008), L'hotel a zero stelle, Inferni e paradisi di uno scrittore senza fissa dimora (2011), y Pulp Roma (2012). En mayo de este año, publica con NN EDITORE su última novela, Panorama.
Entre sus traducciones destacan El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, Los vagabundos del Dharma, de Kerouac, diversas novelas de Philip K. Dick y, este año, Le lettere, Las cartas, de John Cheever.
Traducción de Maria Carrazoni.
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Tommaso Pincio
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