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Crónica Judicial / Gürtel

Los corruptos nunca comen de un 'tupper'

Esteban Ordóñez San Fernando de Henares , 8/11/2016

<p>Alberto López Viejo, a su llegada a la Audiencia Nacional. </p>

Alberto López Viejo, a su llegada a la Audiencia Nacional. 

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Los datos de una jornada judicial por corrupción, los argumentos, las preguntas, pierden fácilmente su dimensión si uno se limita a explicarlos o si uno se rinde al léxico: “trama”, “prevaricación”, “facturas falsas”, “cohecho”… Hay que abordar todo esto, por supuesto, para eso venimos los periodistas, pero el relato cojea si no lo sacamos a la intemperie. En la calle Límite, por decir algo, el día 7 de noviembre el frío cortaba. El frío de los polígonos industriales se cuela debajo de la ropa más que el de la ciudad. 

La corrupción es la cima de la ruindad porque implica abusar de millones de personas; porque significa acumular privilegios, poder y desfachatez suficientes para suponer, tranquilamente, que el resto somos una masa, una tribu que ni les va ni les viene. Salvajes, por ejemplo, que clavan un tenedor en un tupper de macarrones y tiritan mientras ellos entran, cachondeándose de algo, al abrigo de sus coches negros o de los restaurantes. Y vuelven o salen al rato, cachondeándose de otra cosa, o de la misma, que aún les dura. 

Corrupción es abusar y estar orgulloso. 

La profundidad del delito de “tráfico de influencias” se comprende mejor cuando se espía al camarero de un local de San Fernando de Henares: “Con la vida de perro que llevo y estos hijos de puta que lo tienen todo”. La frase falla: empieza como si fuera a sacar alguna conclusión, pero no la saca. El currante se lo dijo a uno de esos parroquianos que no se quitan la chaqueta y siempre aguantan de pie junto a la barra como si estuvieran a punto de irse, aunque nunca se van.

La corrupción es la cima de la ruindad porque implica abusar de millones de personas; porque significa acumular privilegios, poder y desfachatez suficientes para suponer que el resto somos una masa

La primera sesión de noviembre de la Gürtel fue una de esas jornadas encerradas en sí mismas a las que cuesta detectarles la cosa delictiva. La acusada Felisa Isabel Jordán, para ser publicista, tiene el sentido de la amenidad algo atrofiado. La que fue administradora de varias empresas de Francisco Correa se sentó ante el tribunal con chaleco de plumas que pedía a gritos un casco de jinete y un aura de frescura botulínica que supo mantener durante las horas de declaración. 

La fiscal Concepción Nicolás interrogó a Jordán como si fuera una testigo, más que perseguir los indicios de delitos propios, quiso adentrarse en los detalles de empresas ubicadas en Serrano 40. Las preguntas buscaban huellas de las maniobras habituales de Pablo Crespo, Francisco Correa, José Luis Izquierdo o Alberto López Viejo. 

La profundidad del delito de “tráfico de influencias” se comprende mejor cuando se espía al camarero de un local de San Fernando de Henares

Jordán desembarcó en el entorno de Gürtel en 2002, de la mano del Partido Popular. Acababa de tener una hija, quería reincorporarse al mercado laboral y un amigo le recomendó reunirse con Jesús Sepúlveda. El amigo, según dijo en la fase de instrucción, era el Frank Underwood parlamentario de los conservadores, Rafael Hernando, cuyo DNI (una copia) se encontró en el registro de la sede de Pasadena Viajes. Jordán acudió a Génova convencida de que Jesús Sepúlveda, exmarido de Ana Mato y adicto a las angulas, le ofrecería un puesto en el partido. En cambio, a pesar de que la reunión se ubicara en la sede gaviotera, la oferta laboral se refería a una empresa privada llamada Special Events. La idea era que Jordán se incorporara a la firma para sustituir a Álvaro Pérez al frente de “la cuenta del PP”, esto es, de la organización de eventos y actos electorales. 

El ministerio público solicita para ella una pena de 39 años por ocho delitos. A pesar de que llegó a poseer el 15% de algunas sociedades de la trama, su estrategia de defensa ha pivotado entre alejarse de Francisco Correa diciendo que lo conoció de manera tardía y tratar de desvincularse de toda responsabilidad sobre el dinero. 

Jordán no duró mucho en Special Events. Álvaro Pérez, finalmente, no se marchó. En pocos meses, la reclamaron de nuevo y se integró en otra compañía gürteliana: Down Town Consulting. Uno de los primeros trabajos bajo su tutela fue el homenaje del 25 de marzo de 2004 a las víctimas de los atentados de Atocha. El coste del evento era de 72.000 euros; sin embargo, se emitió una factura de 121.000 euros. Para sortear la obligación legal de convocar concurso público, se fraccionó la operación en 14 facturas de menos de 12.000 euros.

La acusada insistió en definirse como una empleada sin intervención en la parte económica de la empresa. “Ese no era mi tema”, repitió hasta cansarse: “Los eventos son mi trabajo. Cuando yo entro me enseñan el tema de las hojas de coste, pero yo me dedicaba al evento puro y duro”. Atribuyó la responsabilidad última de todo lo que ocurría a Pablo Crespo: “Para mí, él era el director de la compañía, cualquier cosa del día a día la consultábamos con él”. Si acabó como apoderada de alguna de las empresas, según dijo, fue por exceso de confianza: “Ahora mismo me lo dice alguien y ni harta de vino”, aseguró, sin pasión. 

Entre duda y duda, Jordán pronunciaba unas eses gomosas que hacían perfecto juego con su reloj y sus pulseras: por no saber, “o sea”, no sabía que no se podía hacer regalos a cargos públicos con motivo del desempeño de su cargo. La fiscal Concepción Nicolás exhibió documentos en los que se anotaban regalos, por ejemplo, para López Viejo. Una sesión de spa y un albornoz de talla M. 

López Viejo se giró. Miró su nombre en las pantallas de la sala por encima de las gafas, sin sorprenderse. Ciertamente, ahora me percato de que el exviceconsejero de la Presidencia de la Comunidad de Madrid suele acariciarse el anillo tocado por una serenidad como de vapor de agua. El nombre del delfín de Aguirre siguió sobrevolando toda la sesión. 

— ¿Tenían una lista de cien personas a las que hacerles regalos?

— De hecho, era más grande, de doscientas y pico—precisó Jordán.

Al verdadero corrupto, al que lo es de sangre y no por un tropiezo, se le identifica porque jamás comerá en un tupper, encogido en un banco, pasando frío

 “Se regalaba en Navidad para tener una atención, un detalle”. Eran prebendas sistematizadas en las que se incluía a funcionarios públicos y políticos. “Ahora la palabra funcionario suena rara, en aquel momento no, ni siquiera sabíamos que no se les podía regalar”. Albornoces, spas, Monopolis. En uno de los documentos figuraba un bolso de mano y una cartera para López Viejo. “Que ponga su nombre no implica que fueran para él, podían dirigirse a alguien de su entorno”, dudó Jordán: “El señor López Viejo tenía varias secretarias”. 

Los primeros recuerdos de la acusada del nombre de Bárcenas golpearon la estrategia del extesorero. Bárcenas sí era Luis el Cabrón, y no el empresario Luis Delso como habían asegurado Crespo, Pérez y Correa. Jordán recordó la escena que ya había relatado al juez Pedreira en 2009. En mitad de una reunión, Correa hablaba de entregas de dinero a López Viejo o a Arturo González. Y en una de esas le oyó hablar de que los cabrones del PP y el cabrón de Luis Bárcenas se llevaban el trabajo para otra parte. “Cuando hablaban de estos hombres, lo hacían de manera muy despectiva”, recordó. 

Y quienes llevamos siguiendo el proceso día a día imaginamos fácilmente a Correa con su pellizco de ronquera insultando a Bárcenas, quejándose con una ira vigilada por un saber estar señorial que es más una autoimposición que una pose natural, pero que, por otra parte, sí encaja con la canallería que gusta tanto entre los protagonistas de la Gürtel. Los motes serían la única manera de compensar para uno mismo la pelotonería, los halagos: el insulto íntimo era la única manera de recuperar una dignidad que el dinero no reinstauraba del todo. Los apodos de la red, incluso los bienintencionados, esconden un deje chabacano: esta gente deseaba el poder gourmet y el poder canalla y sopranesco. El poder en todo su abanico. Por supuesto, en ninguna de estas formas de privilegio entraba comer en un tupper como, por ejemplo, algunos obreros de San Fernando. El tupper envilece, significa que dependes de tus manos, que sacrificarás por un mediodía la experiencia de ser servido. Al verdadero corrupto, al que lo es de sangre y no por un tropiezo, se le identifica porque jamás comerá en un tupper, encogido en un banco, pasando frío.

 

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Autor >

Esteban Ordóñez

Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.

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