Tribuna
¿Qué radicalidad?
No solo es falsa la oposición entre calles e instituciones, sino que éstas pueden operar como campos de batalla o escenarios irrenunciables para representar y conectar los intereses, dolores y deseos de sectores sociales muy diversos
Jorge Lago / Miguel Álvarez 22/11/2016
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Se viene insistiendo estos días en un falso debate que juega a confrontar posturas supuestamente radicales y moderadas en Podemos, confundiendo los planos del diagnóstico, del proyecto político y de la épica y estética necesarias para construir una voluntad popular mayoritaria capaz de completar el proceso de cambio iniciado en este país.
Según un insólito relato, que encuentra sorprendente eco en algunos medios, radicalidad y moderación serían etiquetas válidas para nombrar dos almas identificables en el interior de Podemos. Sin mucha concreción, se trata de instalar la idea interesada de que la formación estaría obligada a elegir entre una y otra. En nuestra opinión, entrar a debatir en el interior de ese relato sólo puede ser síntoma de cinismo o de una pobre comprensión de la hipótesis política que permitió arrancar este proceso.
Según un insólito relato, radicalidad y moderación serían etiquetas válidas para nombrar dos almas identificables en el interior de Podemos
El último pleno del Congreso fue buena muestra de lo desacertado de esa dicotomía. Lo interesante de la doble intervención política de Podemos en ese pleno fue, precisamente, permitir la articulación ⎯la capacidad para poner en línea de continuidad⎯ de dos demandas sociales distintas que apelan a necesidades, sujetos y deseos no necesariamente idénticos o convergentes. Por un lado, la demanda/deseo de otra democracia (una ‘democracia real’), de unas instituciones limpias y eficientes al servicio de la ciudadanía, que engrana con la actuación que permitió reconocer a Fernández Díaz como inelegible. Por otro lado, la demanda/necesidad de los más golpeados, de ese enorme sector de población que vive en el umbral de (o directamente en) la pobreza, visibilizado recientemente en la muerte de una anciana a quien se había cortado la luz ⎯murió en el incendio provocado por la vela que iluminaba su hogar, en Reus⎯, que entroncaría con la exigencia de comparecencia de Isidro Fainé, presidente de Gas Natural, en la Comisión de Industria.
Lo interesante aquí no radica solamente en lo que se consigue con ambas intervenciones. Obviamente no conllevan ningún cambio sustantivo, ningún logro revolucionario, pero no dejan de tener un valor estratégico. Con la primera intervención se obliga a todos los partidos a retratarse en la votación del exministro, reprobado en el Congreso por su guerra sucia contra la oposición. Especialmente al PSOE, cuya intención inicial de votar en blanco y permitir el nombramiento no dejaba de ser una repetición en forma de farsa de la abstención de investidura y de su suicidio como alternativa política. Una acción que mantiene abierta la herida por la que se desangra el régimen del 78: sacrificar a la oposición y, con ella, al pluralismo, a cambio de una muy inestable gobernabilidad del país. Una gobernabilidad precaria que parece necesitar, además, de un control burocrático-oligárquico de las instituciones, en parte porque se pretende dejar simbólicamente fuera de ellas a nada menos que un tercio del electorado, en parte, también, porque el régimen del 78 es ya indistinguible de ese uso partidista y caciquil de las instituciones. Con la segunda intervención, la exigencia de comparecencia de Fainé, se consigue visibilizar sin contemplaciones las consecuencias de un modo de regulación política y económica que responde a los intereses de las élites empresariales y políticas (conectadas por esas puertas giratorias de la vergüenza) para las que los cortes de luz y las vidas que hay detrás significan poco más que un escándalo a ocultar.
Con la exigencia de comparecencia de Fainé, se consigue visibilizar las consecuencias de un modo de regulación que responde a los intereses de las élites
Siendo importantes ambas intervenciones, lo relevante no es el efecto que se consigue con cada una de ellas por separado. Lo crucial aquí es la posibilidad evidente de puesta en común, de construcción de equivalencias entre demandas distintas pero centrales en la esfera pública y que afectan, además, a sujetos distintos que se encuentran, sin embargo, interpelados en el mismo momento y por el mismo espacio político.
A partir de esta constatación, debemos preguntarnos: ¿A qué radicalidad se refieren ciertas odas inconcretas? ¿A la del tono de la expresión? ¿A la del diagnóstico? ¿O a la radicalidad de los efectos a corto plazo? La radicalidad política efectiva no reside nunca en la dureza discursiva (si no tiene efectos en lo real es mero palabrerío autoafirmativo), ni en lo impostergable de la necesidad concreta que se atiende. “Con los de abajo, solo con los más golpeados, en y desde las calles”: esa ha sido siempre la seña de identidad de una izquierda movilizada que sin embargo no ha logrado en las últimas décadas traducir en victorias el sufrimiento de los de abajo. La radicalidad política no reside, pues, en alguna forma de autenticidad discursiva sin capacidad de transformación social, o en una movilización permanente que no hace mayorías sino que delimita sujetos políticos y separa sus demandas y aspiraciones del conjunto social, sino en la posibilidad de articular necesidades sociales diversas para la construcción de un sujeto y una identidad política mayoritarias. En este caso, tanto el deseo o aspiración a unas instituciones no corruptas ni secuestradas que respondan a la ciudadanía como la defensa prioritaria (desde esas mismas instituciones) de las necesidades materiales de los más golpeados por la gestión oligárquica de la crisis.
Construir la equivalencia entre distintas demandas y aspiraciones, que se enuncien y defiendan desde un mismo espacio político y bajo un relato que las articule (ausencia de democracia institucional y económica, proceso de oligarquización de la política y la economía, divorcio entre la ciudadanía y las élites gobernantes), es la única posibilidad real de construir una mayoría social que a su vez sea mayoría política, esto es, una nueva voluntad popular. A esto es a lo que se refiere la expresión “construir un pueblo”, enunciada desde una visión constructivista de lo político que supera la visión mecanicista y esencialista de las ortodoxias izquierdistas (el pueblo ya está ahí). Hoy, lo verdaderamente radical en política no es endurecer el gesto ni reemplazar en la calle a los movimientos sociales, es seguir abriendo la brecha por la que se cuelan sin posibilidad de retorno los equilibrios y las identidades políticas que fraguaron el régimen del 78. Lo radical no es, no puede ser, la reconstrucción de una de sus patas: ese otro antagonista situado en una esquina sin poder real del tablero político.
Lo verdaderamente radical es seguir abriendo la brecha por la que se cuelan sin posibilidad de retorno los equilibrios y las identidades políticas que fraguaron el régimen del 78
No solo debemos reconocer que es falsa la oposición entre calles e instituciones, sino que éstas, como se está empezando a ver, pueden operar como campos de batalla o escenarios irrenunciables ⎯como lo han sido también los platós⎯ para representar y conectar los diversos intereses, dolores y deseos sociales: reducir la política a uno de esos dolores, a un sector social y no a otro, entender que el dolor y la lucha particular de ese sujeto pueda representar al conjunto de demandas y deseos de la sociedad, y hacerlo desde un espacio si no único, al menos prioritario: la calle, es volver a la senda que situó a todas las izquierdas “radicales” en esa esquina marginal del tablero político del 78.
Sería por tanto una torpeza histórica inventar la necesidad de elegir, por ejemplo, entre politizar el dolor de los más golpeados y excluidos (e.g. pobreza energética) o centrarse en la muy “moderada” crisis de expectativas y certidumbres de las clases medias (regeneración democrática, instituciones no secuestradas, confiabilidad y solvencia institucional). Ese ha sido históricamente un falso dilema debilitador de las izquierdas en todo el mundo: mientras el centro-izquierda simbólico daba la espalda a los primeros, las identidades izquierdistas tendían a socavar su propia base renunciando a lo segundo. Ninguna de esas actitudes tiene algo que ver con la articulación de demandas distintas en torno a significantes no sobrecargados que caracteriza el marco teórico que dio lugar a Podemos. Ambos vectores están, por ejemplo, claramente dibujados en el 15M. El mero hecho de pretender polarizar debates internos en torno a esa falsa elección implica la no comprensión de ese marco y de ese estallido social, que es tanto como no terminar de entender lo que hizo posible Podemos y su vertiginoso crecimiento.
No hay radicalidad alguna, por tanto, sino irresponsabilidad, en una agenda de convocatorias, un programa, una identidad o un discurso público que pongan a confrontar ⎯o jerarquizar⎯ ambas demandas. Menos aún en confundir la lógica de la articulación con reemplazar, en lugar de emplazar, a la sociedad civil en las movilizaciones de calle, sin duda necesarias para todo proceso de transformación social. Un partido debe interpelar a los movimientos y a la ciudadanía movilizada, no usurpar su espacio ni establecer relaciones de competencia. Logramos hackear el mapa del 78 gracias a estos aprendizajes extraídos de la historia reciente en diversas latitudes. No hay motivo para descartarlos ahora, menos en aras de la necesidad de inventarse una identidad diferenciada para competir en procesos democráticos internos. Es irresponsable dibujar como avance el retorno al pretuiteriense: el 15M nació, entre otras cosas, por la incapacidad de aquella izquierda para representar los deseos y aspiraciones de una enorme mayoría social que se identificó con aquel movimiento.
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Jorge Lago es director del Instituto 25M y miembro de Podemos. Miguel Álvarez es miembro del área de políticas mediáticas.
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