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La libertad de cátedra en la era Trump

La victoria del magnate pilla a la universidad norteamericana debilitada y sumida en conflictos internos. Se percibe una pérdida de independencia y libertad profesoral y la deuda estudiantil acumulada supera el billón de dólares

Sebastiaan Faber 30/11/2016

<p>Universidad de Yale / Pixabay</p>

Universidad de Yale / Pixabay

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Dos semanas después de la victoria electoral de Donald Trump se lanzó Profesores Bajo Vigilancia (Professor Watch List, professorwatchlist.org), una web diseñada para “exponer y documentar a profesores de universidad que discriminen contra estudiantes conservadores y avancen propaganda izquierdista en sus clases”. No es la primera vez que las universidades de este país son acusadas de subversión. En 1938, cuando se fundó la primera Comisión de Actividades Antiamericanas de la Casa de Representantes (HUAC), sus miembros ya tenían el mundo académico en el punto de mira. También el senador Joseph McCarthy, que en los años 1950 se obsesionaba con la amenaza roja, veía las universidades con especial sospecha. Fueron muchos los profesores víctimas de la caza de brujas anticomunista.

Con Trump en la Casa Blanca, ¿nos espera una vuelta a la paranoia patriota y la cultura de la delación de la Guerra Fría? Su tendencia maniquea —el mundo, para él, parece consistir en gente buena y gente mala— y su falta de respeto y comprensión por los derechos constitucionales no augura nada bueno. Durante su campaña, Trump habló de un sistema de registro para musulmanes en Estados Unidos. En junio, Newt Gingrich, uno de sus aliados más prominentes, sugirió que se debía volver a crear una Comisión de Actividades Antiamericanas.

¿Qué efecto tendrá Trump sobre la vida universitaria de su país? Desde ya, el inesperado resultado electoral ha causado especial consternación entre grupos determinados de estudiantes y profesores: los musulmanes, las mujeres, los inmigrantes y la comunidad gay, lesbiana, bi y trans. Y todos, en efecto, se han visto afectados desde el 8-N por una serie de agresiones puntuales. ¿Hasta qué punto un gobierno encabezado por Trump —antiintelectual por antonomasia— constituye una amenaza más alevosa y estructural para el sistema de educación superior en Estados Unidos?

Profesores peligrosos

“De momento las administraciones de las universidades han respondido a la victoria de Trump mandando avisos generales de que ningún lenguaje discriminatorio contra grupos o personas será tolerado”, afirma Alberto Moreiras, catedrático en la Universidad de Texas A&M. “Pero está por ver, más allá de eso, hasta qué punto un nuevo ambiente político coartará la libertad de expresión universitaria de formas más sutiles que la de los insultos y los desprecios explícitos. El peligro de que eso suceda es patente, pero de momento se trata solo de eso, un peligro”.

El entorno alt-right de Trump alberga un odio especial hacia la cultura universitaria

Las cosas pintan negras. El entorno alt-right de Trump alberga un odio especial hacia la cultura universitaria. Entre los seguidores más fieles del magnate naranja se encuentra David Horowitz, activista conservador (y exmarxista) que en 2006 publicó Los 101 profesores más peligrosos de América: un libro de perfiles académicos que pretendía, según la contraportada, “desenmascarar a académicos que dicen que quieren matar a personas blancas, promueven los puntos de vista de los mulás iraníes, apoyan a Osama bin Laden, lamentan el ocaso de la Unión Soviética, defienden la pedofilia y abogan por el asesinato de estadounidenses de a pie”. Un mes antes de que saliera su libro, Horowitz testificó ante miembros del Congreso de Pensilvania, que había creado una comisión para investigar si los estudiantes de ideario conservador sufrían discriminación por parte de un profesorado predominantemente progresista.

Horowitz lleva años clamando por una mayor “diversidad intelectual” en las universidades de Estados Unidos. Según mantiene, se han convertido en máquinas de adoctrinamiento, nidos homogéneos de extremo izquierdismo. ¿La cruzada de Horowitz es un macartismo del siglo XXI? Sólo hasta cierto punto, señalaba en 2006 la historiadora Ellen Schrecker y autora de varios libros sobre el anticomunismo de los cincuenta. En cierto sentido la amenaza es mayor. Lo que a McCarthy le molestaba en los profesores sospechosos no era, curiosamente, lo que pudieran decir en sus clases y su investigación, o cómo pudieran tratar a sus estudiantes. Ser comunista —y negarse a delatar a otros— era, simplemente, una tara moral que les descalificaba como académicos y justificaba su despido. Los nuevos cazadores de brujas, en cambio, al denunciar una supuesta “discriminación” a estudiantes conservadores y “falta de diversidad” entre un profesorado demasiado izquierdista, se concentran, precisamente, en lo que pasa en los salones de clase, donde plantan a estudiantes espías encargados de grabar a profesores con el fin de denunciarles por lo que dicen sobre Israel, la Constitución, el gobierno o el capitalismo. De hecho, Horowitz y los suyos se han apropiado de un vocabulario liberal, forjado en la lucha norteamericana por los derechos civiles, revestido de una pátina constitucional: Horowitz se presenta como luchador por la libertad de expresión y enarbola una Carta de Derechos Académicos (Academic Bill of Rights).

Con todo, si las listas de profesores “peligrosos” de Horowitz y otros podrían ser objeto de burla hace diez años, lo son mucho menos en los tiempos políticos que corren. Desde los años 60, después del ocaso del macartismo —marcado en 1957 por la muerte por alcoholismo del propio senador—, el profesorado estadounidense se sabía seguro, protegido por una doble valla defensiva: la autonomía universitaria y la libertad de cátedra, principios sólidamente asentados en la vida universitaria de Estados Unidos desde que los formuló la Asociación de Profesores Universitarios (AAUP) por primera vez en 1915.

Hoy, para muchos esa seguridad es mucho menos evidente. La verdad es que los últimos ataques pillan a las universidades norteamericanas debilitadas no sólo por años de recortes financieros y reformas neoliberales sino también por la deriva de políticas internas pensadas para emancipar que, burocratizadas y politizadas, se han convertido en camisa de fuerza y arma arrojadiza. Peor, han llevado a algunos a cuestionar las mismas bases de la misión académica: el libre intercambio de ideas, la tolerancia ante los que piensan de forma diferente o el argumento razonado.

Las grandes universidades públicas, fundadas en su mayoría en la segunda mitad del siglo XIX, reciben cada vez menos fondos de los gobiernos estatales

Desafíos económicos

El primer gran desafío de la educación superior en Estados Unidos es sin duda económico. Las grandes universidades públicas, fundadas en su mayoría en la segunda mitad del siglo XIX, reciben cada vez menos fondos de los gobiernos estatales que las crearon —lo que no ha impedido que esos gobiernos se muestren cada vez más intervencionistas, intentando abolir programas que ven como subversivos, o denunciar a profesores por su actividad política—. Las privadas, entre las que se encuentran las más prestigiosas, como Harvard, Yale o Stanford, han visto menguar el segmento de la población capaz de permitirse sus matrículas. (A pesar del crecimiento económico, los ingresos medianos en Estados Unidos llevan décadas estancados). En busca de ingresos alternativos, las universidades han entrado en alianzas con el mundo empresarial (en particular, las industrias farmacéuticas, armamentistas, agrícolas o informáticas) y son cada vez más dependientes de filántropos privados que, a cambio de grandes donaciones, pretenden moldear la enseñanza y la investigación a sus gustos y agendas.

Mientras tanto, las públicas y las privadas han venido elevando sus matrículas a cifras astronómicas. Actualmente, un año en una de las mejores 50 universidades privadas cuesta más de 60.000 dólares; las grandes públicas, como Ohio State University o la Universidad de Michigan, cobran entre 25.000 y 55.000 al año. Aunque muchas de estas universidades dan becas relativamente generosas, la gran mayoría de los estudiantes no puede acceder a una carrera sin endeudarse. Hoy en día, la deuda estudiantil acumulada en Estados Unidos supera el billón de dólares. En la práctica, la financiación de la educación superior, antes mayormente pública, se ha venido privatizando a pasos gigantes.

Esta privatización no sólo ha creado una crisis de acceso y de deuda. También ha cambiado la actitud de los estudiantes y del gobierno hacia las universidades y los servicios que proporcionan. Los estudiantes, conscientes de lo que están pagando —y criados en una sociedad ferozmente competitiva e individualista—, se ven menos como alumnos que como consumidores o pequeños empresarios de sí mismos. El gobierno, a su vez, ha empezado a exigir a las universidades que justifiquen una inversión tan costosa. La exigencia de la rendición de cuentas (la famosa accountability) —además del fetichismo de lo medible y cuantificable— ha abierto el campo a que las administraciones universitarias se expandan y burocraticen. Departamentos enteros se dedican a encajar la enseñanza y la investigación —antes campos de relativa libertad— a esquemas cada vez más estrechos y cuantificados, en busca de measurable outcomes, resultados medibles que correspondan con unos learning objectives (objetivos pedagógicos) determinados de antemano. Para colmo, esta pérdida de independencia y libertad profesoral se produce en un contexto laboral cada vez más precario —perdón, flexible— que incrementa todavía más el poder de las administraciones sobre los que enseñan. Hoy, sólo un 30% del millón y medio de profesores en las más de 4.000 universidades del país tiene un puesto fijo a tiempo completo. Los demás trabajan con un contrato parcial o temporal, con salarios significativamente más bajos, cargas lectivas mayores y la amenaza continua del despido.

Todos estos factores hacen que la comunidad académica esté más vulnerable que nunca ante los ataques a su integridad que cabe esperar de un gobierno de Trump, un presidente que parece burlarse de la división de poderes, la independencia de la prensa, los derechos humanos y, sin ir más lejos, del mismo concepto de verdad. Pero esa misma comunidad universitaria no está libre de culpa. En años recientes, la polarización política y presiones directas de profesores y estudiantes han venido erosionando la libertad de cátedra y la autonomía universitaria. Ahora, cuando más los necesita para salvaguardar sus valores y continuidad ante lo que promete ser una de las presidencias más antiintelectuales desde hace muchos años, la comunidad universitaria se encuentra con que ha saboteado sus propias líneas de defensa.

La izquierda cómplice

“A escala mundial, las mayores amenazas a la libertad de cátedra nacen del surgimiento político del nacionalismo y populismo”, afirma Hans de Wit, director del Centro de Educación Superior Internacional del Boston College. “La libertad de expresión se considera bajo un criterio cada vez más estrecho, más determinado por la opinión dominante. Se ve en Tailandia, Egipto, Turquía, pero también en Estados Unidos. Los debates se han hecho más extremos. Es cada vez más común que las opiniones discordantes se denuncien directamente como equivocadas y que, por ejemplo, se exija el despido de un catedrático cuyas conclusiones no gustan. La polarización hace que desaparezcan los matices y la comprensión del punto de vista del otro. Pero la izquierda, que ahora puede ser la víctima, ha tenido su parte en esta evolución”.

En los últimos años, las críticas más feroces al profesorado progresista no han venido de fuera ni de la derecha, sino de dentro y de la izquierda

De hecho, en los últimos años, las críticas más feroces al profesorado progresista no han venido de fuera ni de la derecha, sino de dentro y de la izquierda. Y los conflictos no han versado sobre desigualdad económica, conciencia de clase, o la diferencia entre revolución o reformismo. Los temas más controvertidos han sido cuestiones de género, sexo e identidad. En febrero de 2015, Laura Kipnis, especialista de cine en la Universidad de Northwestern, publicó un ensayo en el que criticaba lo que veía como un nuevo puritanismo: la extrema sensibilidad ante el sexo de las y los estudiantes. También censuraba los intentos de las universidades por legislar las relaciones sexuales hasta los últimos y más íntimos detalles. Y cuestionaba el uso extendido de términos cargados como trauma y supervivencia para referirse a todos los casos de interacción sexual no satisfactoria, así como la tendencia de las y los estudiantes a verse vulnerables en extremo y apelar de inmediato a las autoridades en busca de protección o reparación. Irónicamente, una vez publicado su ensayo, algunas estudiantes la denunciaron ante la administración por haber “enfriado el clima” de la institución y dificultado así que se presentaran víctimas de acoso sexual. Kipnis acabó envuelta en un proceso judicial que le ocupó durante meses, aunque acabó por exonerarla.

Pies de plomo

La estructura legal que invita a este tipo de denuncia es el apartado IX de la ley educativa federal, que pretende garantizar la igualdad de acceso a todos. En los últimos años, la aplicación cada vez más extensa de sus artículos ha servido para censurar a universidades que no hacen lo suficiente para impedir el acoso o las violaciones. También ha permitido que se abra expediente contra todo profesor que parezca discriminar a ciertos grupos de estudiantes o simplemente herir sensibilidades. “La implementación de reglas tendentes a no permitir lo que llaman un hostile work environment (ambiente laboral hostil) se salió de madre en este país hace algunos años”, dice Moreiras, catedrático en Texas, “aunque los orígenes del proceso se remontan, en mi experiencia, a fines de los años ochenta del siglo pasado. Ahora hay que andarse con pies de plomo a la hora de emitir una opinión o incluso proponer una lectura que pueda ‘ofender’ la sensibilidad de estudiantes demasiado protegidos en sus piedades emocionales y políticas, de un lado o de otro”.

¿Cómo se ha podido llegar hasta este punto? Es fácil culpar a toda una generación de estudiantes “mimada”, poco dispuesta a arriesgarse, adicta a redes sociales que confirman lo que ya piensan en lugar de desafiar sus ideas, y obsesionada con la “comodidad”. Este es el análisis que propusieron Greg Lukianoff y Jon Haidt en un celebrado artículo para The Atlantic Monthly, como explicó Héctor Fouce en estas páginas. Otros mantienen que la realidad es más compleja. Los estudiantes, en verdad, no hacen más que cumplir con el papel que les toca: cuestionan principios, señalan injusticias y defienden lo que conciben son sus derechos en un mundo donde se ven obligados a incurrir en una deuda inmensa para una educación superior que, sin embargo, no es garantía de empleo digno.

El problema de fondo es más estructural. Por un lado, están las estructuras legales como el Título Noveno que, traducidas a la práctica cotidiana, limitan la libertad de cátedra y la autonomía universitaria. Por otro, están las administraciones universitarias profesionalizadas, sumamente reacias a toda publicidad que pueda dañar la “marca” institucional o asustar a los donantes. Prefieren ceder ante los estudiantes antes que defender principios que, en todo caso, ven como obstáculos a la gestión eficaz de su empresa. “Criticar públicamente la institución en la que trabajas está muy mal visto y puede sin duda hacerse causa de acción legal”, afirma Moreiras. “No estamos todavía, quiero pensar, en una situación en la que le interese a la administración ejercitar demasiado abiertamente ese derecho o supuesto derecho de proteger el buen nombre de la institución. Pero sería fácil que llegáramos a ella. Porque ahí sí que las administraciones estatales en manos de las derechas radicales pueden querer intervenir de forma explícita.  Domar y silenciar a la universidad es parte de su agenda, aunque no la inventaron ellos. Es una herencia neoliberal que estarán encantados de ahondar y sistematizar, bajo el imperativo de lealtad, sumisión, orden y obediencia a los jefes”.

Para Moreiras, el profesorado es cómplice: se ha dejado seducir por el conformismo y el miedo. “A ocho años de la presidencia de Obama, estamos viviendo un periodo reactivo, conformista y poco interesante en la vida intelectual de este país, o de la universidad de este país. Para muchos hoy la libertad real de expresión, entendida como la libertad real de expresar un pensamiento, ya no es un valor real. Sin duda el miedo es un factor determinante en esto, pero es un miedo cuyas raíces se hunden en la administración neoliberal de los últimos treinta años. No es un miedo causado por el alza de la derecha”. De hecho, dice, puede que el surgimiento de Trump despierte a una comunidad universitaria adormecida: “Cabría soñar con que el alza de la derecha motive quizá un movimiento contrario en la universidad, no necesariamente hacia la izquierda a la que estamos acostumbrados, sino hacia un nuevo compromiso con la libertad del pensamiento. Pero eso es solo un sueño de momento. El problema real es que hoy el riesgo no ofrece recompensa visible para tantos. Y así nadie quiere correr riesgos intelectuales”.

¿Hasta cuándo y dónde sobrevivirá la libertad de cátedra? “Hay que recordar que, de las 4.000 universidades en Estados Unidos, sólo 200 son de investigación y unas 50 de primer rango mundial. Yale y Harvard seguirán protegiendo la libertad de cátedra”, vaticina De Wit. “Pero en muchas otras universidades no queda nada claro. Sabemos que países como Rusia y China están haciendo grandes inversiones en educación superior. Están creando universidades modeladas sobre las grandes universidades anglosajonas, pero en un ambiente mucho más controlado, sin las mismas garantías de autonomía y libertad. Nosotros siempre hemos dicho que éstas son la base de la calidad universitaria. ¿Lo son? Es posible que tengamos que admitir que otros modelos son posibles. Y esa misma discusión —¿es posible una educación superior de calidad con menos libertad y autonomía?— también se dará en Estados Unidos. La presión sobre la gran mayoría de las universidades es cada vez mayor”.

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Autor >

Sebastiaan Faber

Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'

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