MILAGROS COTIDIANOS
Llueve sobre señoras indígenas que venden maíz cocido
Manuel Astur Ciudad de México , 14/12/2016
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
____________
En enero CTXT deja el saloncito. Necesitamos ayuda para convertir un local en una redacción. Si nos echas una mano grabamos tu nombre en la primera piedra. Del vídeo se encarga Esperanza.
Donación libre:
____________
Emigrante
Mi tío Ramón llegó a México en los años sesenta. Nunca antes había salido de Asturias, pero allí las posibilidades de prosperar para un aldeano no eran muchas. Seguramente vino en avión, aunque no puedo evitar imaginármelo en transatlántico. El país lo trató muy bien, como a tantísimos españoles, y pudo traerse a su hermano pequeño, mi tío Manolo, al cual debo mi nombre. Ambos vivieron, se enriquecieron, amaron, envejecieron y, finalmente, murieron aquí.
Voy a Ixtapán de la Sal, a la comunión de la hija pequeña de mi prima Sara, uno de los cinco hijos que tuvo mi tío Ramón. Manolo, en cambio, fue un soltero aventurero –le rompió el corazón a Raffaella Carrà y aseguran que inspiró al maestro Martín Urieta su famosa canción Bohemio de afición en un burdel– del que algún día escribiré un libro.
Cuando era niño, siempre que se reunían, todos los hermanos de mi madre terminaban de madrugada borrachos cantando canciones populares asturianas, habaneras, corridos y rancheras. Cantaban muy bien y me gustaba escucharlos. Nosotros no cantamos, pues es una hermosa costumbre antigua que se perdió con los DJ, pero lo que sí hacemos, como buenos descendientes de asturianos, es beber, recordar y brindar por los que ya no están. Por un momento tengo la loca sensación de llevar fuera muchísimos años. Antes de dormirme totalmente borracho trato de imaginarme qué habría pensado aquel joven aldeano de haber sabido todo lo que iba a pasar. Casi lo puedo ver sonreír.
Pobre Frida
En esta cocina estilo azteca cocinaba Frida Kalho comidas autóctonas para sus muchos y famosos visitantes, como Trotski o André Breton. En este jardín frondoso, bello, cerrado e interior como un harén dormía la siesta, paseaba, escribía largas y suplicantes cartas a su adorado marido Diego Rivera, siempre de viaje y siempre infiel. En este caballete, en esta sala acristalada y luminosa, pintaba esos autorretratos suyos raros. Esta lámina de un útero y esta cuna muestran unas de sus más claras obsesiones, ya que debido al accidente que sufrió siendo una adolescente, nunca pudo ser madre. En esta cama pasó años convaleciente, prácticamente paralizada; en el dosel, hay un espejo para poder verse; encima de la almohada está su máscara mortuoria, pues también murió aquí.
Avanzamos en fila, empujados por los muchos turistas que quieren ver la Casa Azul, la casa de Frida. Por sus comentarios y expresiones, no me cabe duda de que a la mayoría no le interesa demasiado su arte. Es otra cosa lo que han venido a ver. Estas fotografías manipuladas por ella, con las cabezas cortadas para dejar sólo el torso, son típicas de su iconografía, con ellas pretendía exorcizar de algún modo el gran dolor que sentía. Éstos son sus vestidos, coloridos y holgados, típicos indígenas, que tapaban sus imperfecciones. Éstos sus zapatos, uno con la suela más gorda, como un zanco, para disimular que tenía una pierna más corta que la otra. Éstos sus rígidos corsés, pintados por ella misma, gracias a los cuales su columna vertebral podía soportar unas horas de pie. La estamos violando. Siento que estamos violando su dolor. Siento que no estamos visitando la casa de una artista, sino la de un bicho raro, una estrella pop, un icono de la moda, tal vez la de un mártir de la modernidad. Pobre Frida, nunca nadie la comprendió.
Pasear
Lo que más me gusta hacer en Ciudad de México es pasear, aunque es difícil caminar mirando hacia arriba, como suelo hacer, sin arriesgarme a tropezar. Pero no me importa, ya que es debido a que hay muchísimos árboles gigantescos, tan viejos como las propias casas, cuyas raíces levantan el pavimento y la acera sin que a nadie le dé por cortarlos.
Cenamos con el editor de La caja de cerillos Ale Cruz, el scout José Hamad, el fotógrafo Oswaldo Ruiz y los escritores Eduardo Rabasa y Emiliano Monge, al que felicito por el premio Elena Poniatowska que acaba de ganar. Son todos muy amigos, y entre amigos de verdad uno se siente como junto a un buen fuego. Así que terminamos en casa de Eduardo Rabasa, donde nos bebemos una botella de mezcal en dos tragos y donde éste demuestra su prodigiosa memoria cantando Gangsta's Paradise, de Coolio, para gran diversión nuestra.
Colegio Nacional
Vamos a visitar a Ale Cruz al Colegio Nacional, donde ejerce como director de publicaciones. La belleza del edificio me deja sin aliento. Es un monasterio remodelado por el arquitecto Teodoro González de León. Las escaleras son de un solo sentido, unas de subida y otras de bajada, por lo visto para que las monjas pudieran leer sin tropezarse mientras caminaban. El Colegio Nacional es la institución cultural más prestigiosa de México y a él pertenecen los intelectuales más sobresalientes del país. Es un cargo vitalicio y sólo se puede proponer a un nuevo miembro cuando uno anterior fallece. A cambio, ellos tienen que dar una conferencia gratis al año y publicar con el Colegio libros para el pueblo. Nos cuenta Ale Cruz que las conferencias suelen llenar el auditorio, que tiene capacidad para mil personas. A veces tienen que poner pantallas fuera. Cada día envidio más lo bien que este país trata a sus artistas y a su cultura. Leo una inscripción de su fundador: «Sólo los libros pueden sacar a este pueblo de la barbarie».
Ale nos lleva a comer a El comedor, un restaurante en el salón de una modesta casa particular, a la que se accede desde una vecindad igualita a la de El Chavo del Ocho. Cocina el hijo de la dueña y atiende su hija. Ambos son encantadores, y puedo decir que es una de las mejores comidas que he disfrutado en toda mi vida. Tanto es así que he dudado si contarlo, pues tengo miedo a que se ponga de moda y lo estropeemos.
Hay que armarse de la paciencia resignada que muestran los mexicanos. El avión sale con muchas horas de retraso
Sigue lloviendo a cántaros, pero las calles están llenas de gente y de puestos. Le compramos a un vendedor ambulante una «capita», que es muy parecido a las capas de superman que me hacía mi madre de niño con una bolsa de basura, pero con capucha, y paseamos. Llueve sobre cajas de cartón, sobre verduras podridas, llueve y huele a ozono y a polvo y a comida, suenan los gritos y las bocinas, llueve y amortigua el ruido de esas calles concurridas, llueve sobre señoras indígenas que venden maíz cocido y se tapan con un plástico y sobre una limusina rosa que pasa a su lado.
Entramos en el Antiguo Colegio de San Ildefonso y visitamos la muestra del Museo Nacional de Arte Moderno de China. Compruebo que los chinos siguen siendo los mejores paisajistas. Con dos trazos de tinta plasman un instante mejor que una fotografía. Recuerdo lo que dicen las leyendas sobre un pintor del siglo XV: alcanzó tal perfección que desapareció en la bruma de su último cuadro. Aspiro a lograr algo parecido con la literatura: me encantaría poder darme, siempre que quiera, un paseo por este texto y este día perfecto.
Atlántida
En este país, uno sabe cuándo sale de casa, pero nunca cuándo llegará a su destino. Hay que armarse de la misma paciencia resignada que muestran los mexicanos. Así, el avión que nos lleva a Cancún sale con muchas horas de retraso y llegamos a Tulum por la noche. No me queda otra que acostarme expectante y nervioso.
La llamada Costa Maya es tan hermosa, tan de postal, tan de anuncio de la tele, que casi resulta un cliché y no puedo evitar sentirme mal por estar aquí, en este hotel de cabañas en la playa, mientras la mayoría de mis amigos están cansados de otoño en ciudades grises.
Vamos a la boda de una amiga de Raquel e Izara. La ceremonia es en la playa y los daiquiris están riquísimos, y estoy tan exaltado que termino bailando a Ricky Martin con la novia. Raquel regresa al hotel y me dice que vuelva caminando por la carretera. Pero me parece mucho más bonito hacerlo por la playa. Aunque nuestro hotel está a unos trescientos metros, me paso de largo y me pierdo. Continuo caminando, como en un sueño. La luna es la más luna que nunca he visto, el mar es tierno y blando, y yo estoy muy borracho. Me desnudo y me baño en el cielo. Al salir me encuentro con unos estudiantes americanos bebiendo. Tengo que insistirles mucho para que crean que soy español y me alojo en un hotel cercano: están convencidos de que acabo de llegar de la Atlántida, y yo mismo dudo de si será cierto.
____________
En enero CTXT deja el saloncito. Necesitamos ayuda para convertir un local en una redacción. Si nos echas una mano grabamos tu nombre en la primera piedra. Del vídeo se encarga Esperanza.
Autor >
Manuel Astur
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí