TECNOLOGÍA
Poetas y novelistas, al servicio del ‘big data’. Y al revés
La industria de las artes depende de los algoritmos para encontrar su mercado. Mientras, los gigantes de la informática fichan a escritores y artistas
Raquel C. Pico 21/12/2016
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Orgullo y prejuicio es uno de esos libros que todo el mundo conoce, aunque no necesariamente lo haya leído. La novela, de la inmensamente popular Jane Austen, es uno de los artefactos culturales que generan cientos de productos derivados, que sirve para hacer otros cientos de estudios sobre prácticamente cualquier tema que se le ocurra al investigador de turno y que se emplea para casi cualquier cuestión literaria.
A sus lectores (lectoras, en realidad: solo el 8% de quienes leen Orgullo y prejuicio hoy en día son hombres) les lleva unos 10 días acabar el libro y leen a una velocidad irregular. Cuando se llega a los momentos cumbres de la novela, la velocidad de lectura se acelera, para procesar antes lo que ocurre. De hecho, hay tres puntos clave en los que los lectores comienzan a leer más deprisa. El primero llega en los primeros capítulos, cuando el señor Darcy y Elizabeth Bennet bailan juntos. Luego una carta intercambiada por los protagonistas y el momento en el que se produce la resolución de la trama son los otros dos momentos de lectura más rápida.
Conseguir una horquilla de datos como esta, tan precisa y tan demográfica, por así decirlo, no fue el trabajo de una armada de cotillas que persiguió a los lectores para encontrar cómo se comportaban ante el libro. Fue, en realidad, una de esas informaciones que las marcas dan a los medios y que a los medios les entusiasman tanto. El cómo se lee Orgullo y prejuicio viene de una batería de datos que hizo públicos en su momento el servicio de lectura en la nube Oyster. Las estadísticas llegaban de los hábitos de sus usuarios. A medida que los consumidores del servicio iban leyendo, el sistema iba almacenando información y más información y de todos esos datos se podían sacar conclusiones sobre lo que gustaba y lo que no.
De las pautas de comportamiento de los lectores se podía establecer qué libros lograban enganchar a los usuarios, qué momentos eran los que funcionaban como conectores definitivos (ese momento que ya hace que no se pueda dejar un libro), cuántas horas se dedican a leer, qué se lee en realidad (y no qué se dice que se lee) o a qué velocidad se leen los diferentes géneros (la novela romántica se lee rápido, la erótica más y los libros religiosos muy despacio). Las posibilidades parecen infinitas, ahora que la lectura se ha mudado al formato tecnológico.
Netflix analiza grandes cantidades de datos para determinar qué producir y cuánto pagar por cada contenido
Y quien dice lectura podría decir prácticamente cualquier cosa. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con las series de televisión y las películas, que ahora se consumen a la carta dejando un reguero de información sobre por qué y cómo se ven. Así, Netflix sabe que si se llega al segundo episodio de Stranger things o al de Anatomía de Grey se verán las temporadas de cada serie hasta el final. Es algo similar, en parte, a lo que Amazon puede averiguar sobre su consumidor: sabe que, si compra tal producto, es más que probable que se haga también con aquel otro.
En realidad, las compañías tecnológicas de nuevo cuño del mundo de los contenidos no están haciendo nada tan exótico. El big data, que hace unos años era una suerte de término misterioso que protagonizaba eventos y conferencias de prensa a los que iban solo periodistas tecnológicos, se ha convertido casi en mainstream. Ya prácticamente todo el mundo ha recibido el impacto de algún artículo en el que le intentaron explicar por qué las grandes empresas quieren acumular información y cómo de esas grandes masas de datos se sacan conclusiones para determinar qué ofrecer.
Los datos hacen que aquel supermercado venda aquellos minoritarios cereales tan caros porque sabe que compensa atrayendo a consumidores con compras medias más elevadas, pero también que aquella firma audiovisual produzca tal y tal cinta porque sabe que llenará las salas. Los datos se han convertido no solo en la fuente de poder del siglo XXI, sino también en la fuente de riqueza.
También en Netflix
Y esto ha impactado en todos los sectores. Netflix usa algoritmos que analizan grandes cantidades de datos para determinar qué producir y también (y esto es un dato más nuevo que acaba de destapar un periodista de Business Insider) para establecer cuánto va a pagar por cada uno de esos contenidos. Marvel decide en qué superhéroe centrarse cuando acaba de relanzar a uno porque el big data le dice cuál es el que despertará mejor recepción entre los consumidores. ¿Está la tecnología tomando prisionero al mundo del arte y está haciendo que se deje de producir contenidos y crear películas, series y quién sabe si libros en el futuro para hacer lo que los algoritmos digan que hay que hacer? ¿Ha llegado el momento en el que el arte se va a producir de forma masiva por un hiperentrenado robot?
Al otro lado del Atlántico, conferencia por Skype mediante, Michael Smith y Rahul Telang ponen un cierto punto de distancia ante estos temores. Ambos son profesores en la Universidad Carnegie Mellon y autores de Streaming, Sharing, Stealing (The MIT Press, 2016), sobre el impacto que el big data está teniendo en la televisión. “Existe bastante miedo”, apunta Smith cuando se le pregunta si el big data va a cambiar por completo lo que se hace o no en series de televisión, pero puntualiza que con este cambio tecnológico no se está diciendo tanto a los creadores cómo crear sus series o cómo derivar la trama sino más bien cómo hacer que estos productos lleguen mejor al consumidor.
Las plataformas de streaming, explica, solo están usando las mismas armas que se llevan empleando en marketing desde hace años. Como añade su colega Rahul Telang, “lo que está pasando no afecta al contenido sino al tipo de contenido que se hace”. Es decir, el big data no dice cómo tiene que ser la historia y cómo debe avanzar, sino que detecta nichos para cada contenido y alerta de que alguien podría quererlo.
Hacer películas bajo un mismo patrón como churros se ha hecho siempre
“Creo que el big data está aquí para quedarse”, señala Jordi Sellas, el comisario del ciclo Hacia una nueva cultura audiovisual, del Centro Cultural-Librería Blanquerna, y recordando que el análisis de datos lo está cambiando todo en general en la sociedad, “pero todo lo que tenga un componente artístico no lo puedes fabricar”. Y Sellas también recuerda que House of Cards, el paradigma de cómo usar datos para hacer series, “tiene trampa”. “Al final es una serie con actores conocidos y un director potente. Vale que lo metieron en una coctelera, pero hay otros ejemplos que no tuvieron tanto éxito”, añade.
Tampoco es, además, que hacer productos culturales para cumplir con las expectativas exactas de lo que el espectador quiere recibir sea tan nuevo. “Hacer películas bajo un mismo patrón como churros se ha hecho siempre”, recuerda Sellas.
Los ganadores y los perdedores del big data
Netflix está presente en prácticamente todo el mundo y tiene, por tanto, un potencial de audiencia millonaria. La cuestión no es solo importante para sus cuentas de negocio sino también para la carrera del big data. Como ocurre en todos los sectores (no es lo mismo el caudal de datos que puede acumular un Carrefour que un Supermercado Manolo), los millones de potenciales espectadores son también potenciales contribuidores de datos (lo que hace que no sea lo mismo la major de Hollywood que la tele autonómica de turno o el gigante global de la edición que la pequeña editorial independiente).
“Todo el mundo está haciendo big data”, concede Jordi Sellas cuando se le pregunta si toda esta revolución es algo lejano y americano o si llega también a la tele más cercana, “lo que pasa es que al big data lo que lo hace big es el data”. Esto es, poco importa el interés por la cuestión si no se tiene un caudal completo de información para poder desde ella sacar conclusiones sobre los consumidores. “Amazon cruza datos de libros, películas, cosas que has comprado, todo”, explica.
Todo ello crea, al final, una suerte de diferentes carreteras, en las que no se puede competir en las mismas condiciones. Los grandes gigantes del audiovisual (o de los libros, o de la música, póngase aquí el arte que más interese a uno) tendrán mucha más información de la que partir para comprender al mercado de la que lo tendrán los más pequeños.
La revolución digital democratiza, pero lo que sigue siendo visto de forma masiva sigue estando concentrado
Igualmente, también se podría ver la lucha desde un punto de vista distinto, el que enfrenta a los de siempre con los recién llegados. ¿Puede por ejemplo la televisión tradicional competir, partiendo de sus audímetros con décadas de vida y datos poco sofisticados, con los nuevos jugadores de la tecnología? La televisión está, de hecho, viendo no solo cómo están cambiando las maneras de producir y de comprender el mercado sino también cómo los hábitos sociales lo están modificando. De ver la tele cuando la tele decidía que debía ser vista se ha pasado a la multipantalla y al visionado bajo demanda. Sus cifras de audiencia están en retroceso y las generaciones más jóvenes ya dedican muchas más horas a ver contenidos en Internet que en la televisión.
La televisión posiblemente no muera mañana ni pasado ni quizás dentro de unos cuantos años. Ahí está la radio tradicional, que lleva muriéndose décadas para ver lo que puede ocurrir. Sellas recuerda que se lleva anunciando la muerte de la tele ya tanto tiempo que ya no es una noticia nueva. Y Rahul Telang indica que más que una desaparición lo que va a cambiar es el epicentro del poder. Los modelos de distribución de contenidos seguirán existiendo de forma paralela, pero el centro de poder no estará en las mismas manos que lo tienen ahora en su poder.
No será el único cambio: como explican los expertos estadounidenses, se modificará también la forma en la que se produce el contenido y los modelos económicos. En Estados Unidos ya se ve de forma bastante clara. En lugar de los grandes paquetes de cable, el espectador busca el vídeo bajo demanda, que es además más barato. Las grandes de la tele podrán sobrevivir, pero lo harán si logran, como apunta Michael Smith, acumular ellas también datos, quizás optando también por modelos de visionado online paralelos a la tele tradicional, al estilo de Hulu.
Y, quizás, en vez de preocuparse tanto por cómo el big data puede cambiar o no la producción de contenidos, habría que preocuparse por otras cosas. “Los sistemas continúan igual de concentrados que antes”, apunta Jordi Sellas, señalando que incluso ahora se podría estar produciendo una mayor concentración de las grandes en menos manos. Al fin y al cabo, en los últimos tiempos las grandes compañías de telecomunicaciones han ido comprando más y más firmas de contenidos. “La revolución digital es un arma de doble filo. Por un lado, democratiza y todo el mundo puede producir vídeo de calidad, pero por otro lado lo que sigue siendo visto de forma masiva sigue estando concentrado”, añade.
Un camino de doble sentido
El big data es la más analizada de las tecnologías que tienen un impacto en el arte, aunque lo cierto es que el potencial es mucho más amplio y abarca muchos campos. La realidad virtual y la inteligencia artificial también cambiarán cómo se producen libros, películas o series, aunque, en estos terrenos, se está produciendo también una suerte de camino inverso. No es solo que la tecnología cambie el arte, sino que el arte cambia la tecnología. Cada vez es más fácil encontrar artículos sobre nuevas profesiones culturetas del mundo tech. La prensa estadounidense está llena de ellos. Se podría pensar que todos esos artistas que se incorporan a las filas de esos gigantes son algo cosmético, pero lo cierto es que no lo son. Para avanzar en ese nuevo terreno de la revolución tecnológica, las grandes empresas ya no solo necesitan ingenieros, también necesitan escritores, periodistas o poetas.
Queremos que suene cercana, pero no tan humana como para que suene raro
Estos fichajes son necesarios porque las nuevas áreas en las que trabajan van un poco más allá de las líneas de código. El desarrollo de la inteligencia artificial y sobre todo de sus aplicaciones comerciales hace que sea necesario optar por el menos estructurado trabajo de los artistas. Los asistentes personales (la actual cara visible de la inteligencia artificial) tienen detrás el trabajo de muchos de ellos. En Microsoft, por ejemplo, tienen un equipo de escritores, poetas, periodistas, community managers o periodistas para trabajar en Cortana. “Queríamos que todos fueran personas que pudiesen plasmar una personalidad, la personalidad de un personaje a lo largo del tiempo”, explica Alejandro Campoy, responsable de Cortana, el asistente personal de Microsoft para mercados internacionales.
Lo de la personalidad no es un tema baladí, al menos en lo que a este desarrollo tecnológico corresponde. Los humanos sienten, de entrada, cierto rechazo a hablar con una máquina, lo que hace que sea mucho más decisivo cómo resultan esas primeras impresiones. El asistente tiene que resultar natural y cercano, pero no tanto que resulte inquietante. “Queremos que suene cercana, pero no tan humana como para que suene raro. Se hace trabajo fino un para que suene lo más natural posible, pero no tan natural”, apunta Campoy, explicando que intentan que lo haga bien pero no tan bien como para que pueda parecer un ser humano (para lo que no solo necesitan artistas sino también especialistas en sonido y filólogos
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Raquel C. Pico
Periodista, especializada en tecnología por casualidad, y en literatura por pasión.
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