RELATO
El alto secreto del Comandante
Cuando murió Fidel volví a arrepentirme de mi silencio. ¿Por qué no le habría pedido un cargamento de las pastillas que devuelven la memoria?
Manuel Rivas 21/12/2016
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La noticia de la muerte de Fidel me la dio una periodista italiana en México. Le pregunté de inmediato: “¿Y eso que dices está confirmado por él, por el Comandante?”.
Fue un comentario espontáneo, una broma prescindible, pero me salió de dentro con un tono serio, de ventrílocuo por libre. Al principio, ella quedó algo desconcertada, analizando mi reacción. ¿Eso que acababa de decir expresaba simpatía o antipatía histórica por el personaje? Le expliqué entonces que Fidel y yo éramos gallegos y que seguramente el difunto entendería mi ironía sobre la muerte. El recurso etnográfico a la complicidad tribal no tuvo el efecto Lévi-Strauss que yo esperaba. “¡Es una noticia triste!”, subrayó ella, y me miró fijamente de una forma tal que pensé que era la mismísima Clío, la musa de la Historia, la que me interpelaba. Y entonces asentí. Todavía más, personalicé: “Yo estoy triste. Lo que pasa es que solo hago bromas cuando estoy triste”.
Y era cierto que sentía tristeza. Por lo que pudo ser Cuba, por lo que fue, por lo que no le dejaron ser y por lo que no fue. Así es que sabemos mucho, o eso parece, de líderes como Fidel, pero sabemos muy poco de lo que Cuba es y de la vida real de la gente. Pero también sentía tristeza porque a mí me interesaba mucho la metamorfosis de Fidel. Esa deriva del mito que en lugar de alejarse de lo humano, baja del Olimpo en chándal. Este Castro viejo, que concentraba la expresión en la mirada, un brillo inconformista en la cueva de los ojos, como suelen hacer ante lo extraordinario los seres que se vuelven vulnerables. El viejo Fidel que escribía artículos vanguardistas sobre la destrucción ecológica del planeta, que hacía autocrítica del maltrato a los homosexuales en los tiempos del machismo-leninismo, y que incluso despedía a los últimos entrevistadores como un pionero hippy en la playa Camagüey de la isla de Ons: “Paz y amor, compañeros”. El joven que había sido príncipe de los Jesuitas antes que comandante de la Revolución tenía ahora la apariencia del monje del milagro de Armenteira, que fue a asaltar el cielo y acabó dormido sobre la tierra, subyugado por el canto de un petirrojo y cuando despertó ya habían pasado trescientos años.
Trescientos años. Calculo que, más o menos, ese era el peso de la extraordinaria memoria de Fidel cuando falleció a los 90. Porque yo tengo un secreto que revelar sobre la memoria de Castro. Todos los analistas y biógrafos coinciden en destacar que era una potencia prodigiosa en el recordar, mas desconocen lo que yo y Maruxa Calvo sabemos.
Fue en el viaje de Manuel Fraga a Cuba en septiembre de 1991. Un viaje sorprendente, que hizo tambalear durante unos días las coordenadas de la geopolítica establecida, que hoy parece una conexión galaica con el universo Macondo. No irreal, sino propio de una trans-realidad. El caso es que Fraga entrevió en ese momento que hay giros históricos, propios de la izquierda, que en España solo pueden hacer las derechas. Le pasó a Adolfo Suárez, cuando legalizó en Semana Santa el Partido Comunista de España. Y le pasó también a Aznar, cuando abolió el servicio militar obligatorio. Creo que pudieron hacer eso porque los tres tenían pedigrí franquista. Las mismas iniciativas promovidas por personas de escuela democrática provocarían tremendas avalanchas reaccionarias. No hay más que recordar a la Conferencia Episcopal en pleno organizando cada domingo un auto de fe contra la Educación para la Ciudadanía y otras demoníacas herejías zapateristas. ¡Y eso que el demonio de León era un buey de Belén!
Quería contar el secreto de la memoria de Castro. Esas cosas que solo se saben por un sortilegio de las clases subalternas
Pese a las presiones externas e internas, se llevó a cabo el viaje. Fraga, el hombre que llevaba el Estado (de excepción) en la cabeza, hizo por fin una cosa excepcional. Una decisión de política internacional que parecía inspirada por un surrealismo ancestral. Galicia como vanguardia en la superación diplomática de la ‘guerra fría’. Una alborada de gaitas en el aeropuerto de La Habana acabó con toda la chatarra teórica de la teoría del Desastre. El Desastre no había sido la pérdida de Cuba. El verdadero desastre fue la política imperial española, incapacitada para otra cosa que no fuese embestir y mantener la embestida.
Aquel viaje tuvo algo de cósmico, en el más genial sentido de la palabra. Desequilibró la hipócrita puesta en escena. Galicia no era un Estado. Pero en ese instante era algo más importante: un país y una diáspora. Lástima que no se potenciase esa visión. La potencialidad del país portátil. Un magín psico-geográfico que traspasa el viejo espacio-tiempo de las fronteras. Aquel viaje debería figurar entre las mejores heterodoxias diplomáticas de la historia del Estado español. Una materia sugerente para un gran filme documental, como aquella otra expedición impar que fue la del convoy de ayuda a Rumania que partió de la estación de Compostela con cuarenta vagones repletos de mercancías y alimentos y llegó a Bucarest con dos vagones, uno de ellos con un gigantesco cruceiro de piedra, y otro con ropa arrugada de Adolfo Domínguez. ¿Dónde está la TVG? Un documental sobre esa historia arrasaría en el mundo entero.
Pero, volviendo a Cuba, lo que yo quería contar era el secreto de la memoria de Castro. Esas cosas que solo se saben por filtración de un servicio secreto o por un sortilegio de las clases subalternas. Y esto último fue lo que pasó.
Y pasó en el Palacio de la Revolución.
A altas horas de la mañana, cuando la mayoría de enviados estábamos durmiendo en los hoteles, los heraldos del Comandante llegaron avisando de que por fin se iba a producir la esperada recepción en el lugar emblemático del poder revolucionario. Somnolientos, a medio vestir, subimos a los autocares. Era un espacio exuberante, con un magnífico mural de Pontecorvo alumbrando de colores insumisos la noche. Ese mural que Brezhnev había considerado “degenerado” y que Fidel defendió, una disputa artística que estuvo a punto de romper la férrea alianza. En fin. La vegetación de grandes helechos nos hacía sentir que nos movíamos en una realidad anfibia. Hasta que apareció el Comandante, fresco, exuberante también él de presencia y palabra. Aquella noche nunca imaginé que iba a participar en una conversación íntima con el mito invencible, superviviente a todas las variantes de atentado.
Mañana le envían sin falta para la mamá de Maruxa esas medicinas que tenemos para recuperar la memoria
Yo estaba hablando con Maruxa Calvo, una cantante lírica de origen gallego. Me contó la saga familiar. Esa odisea que hay detrás de cada familia emigrante, pero en su caso llena de aventuras y desafíos. Había sido una artista de mucha fama en La Habana. Me dijo que había dos canciones que la hacían llorar siempre, a ella y al público cubano: Dous amores y Negra sombra. No era una mujer de belleza espectacular. Al principio, parecía muy discreta y con intención de anonimato. Pero a medida que ibas hablando con ella, iba desvelándose una persona maravillosa. Una belleza escondida.
Y fue entonces cuando llegó el Comandante. Él solo. Se acercó, claro, no por mí, sino por Maruxa, a quien saludó con dos besos y con cariñosa confianza en el hablar. No hizo falta mucho tiempo para darse cuenta de que en esa relación había habido mucho fuego. Bastaba con fijarse en los ojos de uno y del otro.
Quise alejarme, pero Maruxa dijo: “¡Tú espera!”.
El Comandante le preguntó entonces por su madre: “¿Qué tal tu mamá?”.
Y ahí Maruxa se hundió. Con las lágrimas en el acantilado de los ojos. Comprendí que algo grave pasaba y que quizás esa era la razón de su presencia en aquella recepción a aquellas horas.
—Mi mamá está muy mal, Comandante. Está perdiendo por completo la memoria.
Y entonces Fidel se giró hacia los miembros de su Gobierno, levantó la mano y llamó a uno. Acudió corriendo. Era el ministro de Sanidad. Fidel le presentó a Maruxa y le dijo en tono educado, pero imperativo:
—Mañana le envían sin falta para la mamá de Maruxa esas medicinas que tenemos para recuperar la memoria.
No pude dormir aquella noche. Y cuando murió Fidel volví a arrepentirme de mi silencio: ¿Por qué no le habría pedido al Comandante un cargamento de las pastillas que devuelven la memoria? No me explico cómo perdí aquella oportunidad. Si no un cargamento, al menos una. La pastilla de la saudade de La Habana.
El artículo original está publicado en la revista Luzes. @revistaluzes
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Manuel Rivas
Es escritor y periodista. Premio Nacional de Narrativa por su libro de relatos “¿Qué me quieres amor?”. Su última obra publicada es “La tierra oculta” (Alfaguara, 2023). Es co-director de la revista mensual en lengua gallega "Luzes".
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