Núria Espert / actriz
“Quienes critican la Transición han nacido en un tiempo feliz y democrático”
Francisco Pastor 15/01/2017
La actriz Núria Espert, en una fotografía de archivo.
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Núria Espert (Hospitalet de Llobregat, Barcelona, 1935) descansa, durante cinco días, de la gira de Incendios, la obra de Wajdi Mouawad con la que el madrileño Teatro de la Abadía vendió todas las entradas el pasado otoño. Es un trabajo coral, que mantiene la acción durante tres horas y en el que, entre otras cosas, Espert recita que “la infancia es un cuchillo clavado en la garganta”. “Bueno, pues ese monólogo es un puñal que se me clava a mí”, cuenta la actriz, por teléfono, desde su casa de Madrid: una ciudad en la que, hasta que el recorrido acabe, en abril, promete pasar poco tiempo.
El género literario del monólogo acompañó también a la intérprete, hace cinco años, en La violación de Lucrecia, de William Shakespeare, a las órdenes de Miguel del Arco, y en la que la actriz encarnó a doce personajes diferentes. También estuvo presente cuando esta recogió, el octubre pasado, el Premio Princesa de Asturias de las Artes: el mismo que guardan Pedro Almodóvar, Michael Haneke o Bob Dylan, y que reconoce toda una trayectoria. El de Espert sobre las tablas es un camino que empezó hace más de 65 años y que, al poco tiempo, se chocó de bruces con la censura franquista. También, el que la llevó, en cuanto llegó la democracia y durante dos años (1979-1981), a codirigir el Centro Dramático Nacional junto a José Luis Gómez y Ramón Tamayo.
Atrás quedan alrededor de medio centenar de montajes y un repertorio en el que se repetía, en especial, no solo el nombre de Shakespeare, sino el de Federico García Lorca: los dos autores cuyos versos declamó al recoger el premio en Oviedo. Una carrera en la que la actriz, incluso, ha montado óperas y en el que Medea, aquella asesina creada por Eurípides, nunca acaba de marcharse. El de Asturias es un reconocimiento que llega más de dos décadas después del Premio Nacional de Teatro, en 1984. O de que el Covent Garden de Londres le encargara su primera pieza como directora: La casa de Bernarda Alba. “Papel soñado, no conservo ninguno, porque cuando sueño con un papel, lo hago”, celebra Espert.
Recitó a Lorca y a Shakespeare al recoger el Princesa de Asturias. ¿Les debe mucho?
Sí, aunque eso no pague nada de todo lo que ellos me han dado a mí. Eran dos genios de la misma talla, y creía necesario traer a los poetas a la primera línea. Uno es contemporáneo y el otro clásico, y el jurado, en su fallo, se refirió a mí así: un nexo de unión entre lo contemporáneo y lo clásico. Todo lo que preparé para aquel día vino de aquel elogio. Y el discurso emocionó, porque las palabras llegaron de un modo inesperado. Si no hubiera recitado los versos de otros, nada que yo hubiera dicho habría resultado nuevo. La gente encontró poesía en un lugar donde se escuchan discursos obvios.
Aprendí de los obreros que recitaban en los nidos de arte del barrio
¿Cuál es la Núria Espert clásica y cuál la contemporánea?
Creo estar viva dentro del momento que estamos viviendo. La política me ha interesado siempre, y siempre me interesará. Mis ideas se han robustecido con los años, y lo que yo sentía de pequeña es lo que he votado de mayor. Y lo clásico: yo empecé recitando. Mis padres eran aficionados al teatro, y se casaron y dejaron de actuar porque yo estaba allí, enredando. Pero calmaron su afición enseñándome a declamar, entre otros, a Rubén Darío. Y luego aprendí de los obreros que recitaban en los nidos de arte del barrio.
Una vez contó que los nidos de arte eran un martirio.
¡Claro! Actuar en ellos. Una cosa era estar en mi barrio, un día de fiesta, encima del mostrador del carnicero, y decir un versito que me hubiera enseñado mi madre. Y otra cosa era actuar frente al público y escuchar los aplausos al final. El lunes estaba contenta. El martes, más nerviosa. Hasta que llegaba la angustia del viernes y el sábado, a sabiendas de que el domingo me tocaría recitar. Nunca me rebelé, nunca lloré y dije no, pero vivía atormentada. Cuando pasé al teatro Romea [de Barcelona] tenía 13 años, y actuaba paralizada de terror. Tardé mucho en recitar calmada mis cuatro frases, concentrada en decirlas bien. Me sentía incapaz, cada día.
¿Se acostumbra alguien al verso?
Sí, claro. Recitaba desde muy niña, esa fue una de mis armas: Calderón, Lope de Vega. Después, con el paso de los años, la vida me dio un regalo extraordinario, los centenares de recitales con Alberti. Los poetas declaman sus versos cantándolos. Lo que más les importa es la música de las palabras, no las palabras en sí. Eso lo comprendí profundamente con él: y aunque nadie, ni siquiera los actores, pueden recitar, ni deben, como los poetas, se aprende muchísimo de esa melodía interior. Y mis ganas de aprender, eso hay que reconocérmelo a mí.
¿Es cierto que un día Armando Moreno, su marido, le dijo que ya le había enseñado todo lo que él sabía?
Mi marido era un ayudante de dirección de cine que se convirtió en un hombre muy importante de teatro, y eso ocurre muy pocas veces. Me enseñó a creer en mí. Dirigió maravillosamente tres o cuatro funciones, y él, que me veía desde el amor, sabía que había mucho camino por recorrer, y que él no era la persona que me podría hacer crecer más como actriz. Pensó que, si seguíamos creando juntos, yo me quedaría ahí. Y empecé a trabajar con otros nombres.
La censura permitía la misma obra en unos grupos sí, pero en otros, no
Con Víctor García. Y entonces, la policía franquista empezó a apostarse en la puerta del teatro.
Sí. Las comedias populares, como Un marido debajo de la cama, no encontraban ningún problema. Y tampoco algunos títulos del repertorio internacional. Pero con autores como Sartre o Brecht, nos salíamos del tiesto enseguida. La censura nos prohibió hasta a Fernando Arrabal o a Buero Vallejo. O permitían la misma obra en unos grupos, pero no en otros. Ahora: en esto no hay nada de heroico. En el extranjero, cuesta mucho explicar que no se trataba de mí, que no era ninguna Angela Davis. Toda una parte de la sociedad, contraria al Gobierno, estaba tachada: listas negras, juicios militares contra actores.
Sí se permitió Las criadas, que no gustó en Barcelona pero triunfó en el extranjero.
En el teatro Poliorama, Adolfo Marsillach estaba teniendo un éxito extraordinario, y la gente iba como loca a verle. Hacía Marat/Sade, de Peter Weiss. Un espectáculo magnífico, de los mejores que jamás había levantado. Pero, de repente, le llegó una prohibición del autor: Weiss se enteró de las atrocidades de los franquistas, y dijo que su obra no se daba en España. Adolfo trató de convencerle de lo contrario, pero no quería desobedecerle, y el teatro cerró.
A nosotros, el franquismo nos había prohibido un Arrabal en el teatro Reina Victoria, de Madrid, y estábamos desolados. Nos llamaron del Poliorama y nos dijeron: ¿tenéis algo que no os hayan censurado? Y dijimos que sí, que Las criadas, de Genet, y nos fuimos allí. Pero tuvimos muy malas críticas y la gente no vino a vernos. Nos fuimos al festival de Belgrado, de los más importantes del momento, con el aval de que Víctor había ganado el premio el año anterior, y volvimos a ganar. Mejor espectáculo y mejores actrices, Julieta [Serrano] y yo. En Madrid se nos recibió con los brazos abiertos. Y luego, vuelta a empezar: se nos prohibió irnos de gira.
Y hoy, ¿teme las malas críticas?
Los críticos son, por naturaleza, como los actores: arbitrarios. A unos les gusta un teatro y a otros, otro. Si son de contemporáneo, se aburrirán en el teatro de la comedia. Y así con cada espectáculo que montamos. Yo no leo las críticas, no por soberbia, sino porque me influyen. Si creo en algo y no gusta, eso me empequeñece. Yo le pregunto a mi hija cómo ha ido, y me da una idea, pero yo no las leo. Claro que aún hoy me encuentro algún resbalón. Los éxitos no se encadenan.
Una crítica de Incendios compara la obra con Sófocles. ¿Comparte aquello de que no se ha contado nada nuevo desde el teatro clásico?
Sí, pero hay otras miradas y otras formas de contarlo. Que el mundo cambia es una obviedad, y hoy las cosas envejecen a los dos días, cuando antes tardaban diez años. Ocurre en la política, en la literatura y, por supuesto, en el teatro. Cuando descubrí La violación de Lucrecia hace tres décadas, pensé en una interpretación muy discreta: yo vestiría un traje renacentista, el libro en las manos, en un ambiente pequeño con muy poca gente. Al final no lo hice, aunque confiaba mucho en aquel poema desconocido. Cuando lo releí, 30 años después, pensé: ¡no, qué es eso del libro y el vestido! Y montamos la obra.
Viajaba con mis espectáculos, porque yo no confiaba en que aquello saliera bien sin mí
¿Qué aprendió al empezar a dirigir?
Primero dije que no quería dirigir, muy convencida. Y no es no. Pero, igual que le ocurrió al no es no actual [ríe], me acabaron convenciendo. Glenda Jackson quería interpretar, en Londres, La casa de Bernarda Alba. Sigo creyendo que era la única obra, por su sencillez, que yo era capaz de montar entonces. Llegué hablando como un indio, pero ellos no querían mis indicaciones, sino mi ejemplo. Así que con 20 palabras de vocabulario nos entendíamos: more, more, less, less y poco más. Se me quedó el cuello enganchado para dos o tres años. Viajaba con mis espectáculos, porque yo no confiaba en que aquello saliera bien sin mí. Lo recuerdo con cariño, pero viví durante meses en la ansiedad. Hasta que empecé a cancelar contratos y dejé de dirigir, tuve una depresión fortísima.
En su repertorio como intérprete, tiende a la tragedia.
Quizá por el éxito de la primera que interpreté: Medea. Nadie sabía quién era yo, entonces. Ni siquiera yo me conocía bien. Decían que no llegaría sana hasta el final de la función, porque las tragedias griegas necesitan unas facultades muy especiales. Pero yo, por inconsciencia, ellos, por desesperación, nos lanzamos. La prueba consistía en que yo debía alejarme y gritar. Y salió: descubrimos que yo era una trágica. Nos quedamos impresionados. Luego, al estudiar en Madrid, fui acudiendo más al drama, a Ibsen y a Chéjov.
¿Es una descubridora de textos, como le dicen?
No, no. Desde luego, no he hecho todo el teatro contemporáneo que debía. Siempre me pregunto, si en su día me hubieran entregado El público, de Lorca, ¿cómo hubiera reaccionado? ¿Lo habría visto claro, o habría dicho cualquier tontería? Esa obra es como un libro de texto, digamos, porque sigue siendo igual de misteriosa y atractiva, igual de incomprensible para mí. Han pasado años hasta que los espectadores han llenado las salas donde lo representaban. Si algún visionario hubiera montado aquello en los años 40, ¿quién habría ido?
¿Hay una brecha entre la alta cultura y la cultura popular?
A veces, sí. Cuando el arte culto es muy elitista, y el popular es muy chabacano y de baile agarrao, hay una brecha enorme. Si el gran arte consigue comunicarse con la gente, ahí las experiencias se cierran. Vemos comedia, y sabemos adónde vamos, y luego, Todos eran mis hijos, de Miller, y también. Yo soy capaz de disfrutar de las dos cosas: aunque me gustaría tener más gracia y ser más apta para la comedia.
¿Es responsabilidad del artista cerrar esa brecha?
Nos echan encima muchas responsabilidades a los actores y a la gente de las artes, cuando la cultura empieza en la escuela y sigue en la casa de las personas, en las amistades. Y después, uno elige, y todo el mundo elige el fútbol. Mucha gente de mi gremio, también, aunque no sea mi caso. Y están los libros, la ópera, los conciertos. Hacemos todo lo que se puede hacer para acercarnos a la cultura popular. Lo hacemos los artistas, no los gobiernos. De hecho, no oigo que los políticos hablen de cultura, ¡cuando hemos estado empapándonos de escucharles todos estos meses!
Pero, decía, la política siempre le interesará.
Sí, pero el PSOE, ese partido al que yo he votado siempre, en todos los comicios, está hecho añicos. Les diría que empezaran desde cero, pero tampoco creo ver a las personas que puedan hacer ese trabajo. No me inspiran esa confianza. Ahora, también creo que estoy hablando como lo hago yo, desde fuera, sabiendo que nadie espera nada de mí.
El PSOE, ese partido al que yo he votado siempre, está hecho añicos
Dirigió el Centro Dramático Nacional durante la Transición. ¿Entiende a quienes, hoy, desmerecen lo que ocurrió aquellos años?
En absoluto. Quienes critican la Transición han nacido en un tiempo feliz y democrático y se permiten pensar en los hubieras y hubieses. Y quienes la vivimos la defendemos. ¡Menudo descubrimiento, que la Transición fue mejorable! Mejorables somos todos, también quienes dicen estas cosas. Sí, supongo que, de habernos dejado matar por Franco, hoy nos verían como héroes, pero en lugar de eso decidimos que perdíamos todos, y sacrificamos nuestra ideología. Lo hicimos para congeniar con gentes con las que antes nos matábamos. Ese libro de nuestra historia está muy bien escrito y nos ha hecho progresar mucho. No entiendo que se desprecie hoy nuestra democracia. Estamos en un momento político muy feo.
El monólogo de Lorca que declamó al recoger el Princesa de Asturias, Doña Rosita, habla del paso del tiempo. ¿Aludía a la realidad, más que a la ficción?
No, no. Su personaje cuenta los 45 años, que sería la edad que yo tendría cuando la interpreté por primera vez. Y ya entonces era ella, Rosita, la que hablaba. No era yo. El espejo solo me aterra en el cine, porque sé que detrás de él se encuentra el villano. En la realidad no hay ningún temor, ni ninguna sorpresa. Me dice cómo estoy cada día de mi vida, y no hay ninguna reflexión que hacer al respecto. En Oviedo [al recoger el premio], yo recité a Lorca cumplidos los 81 años. Pero era Rosita la que hablaba, de nuevo. Solo ella.
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Autor >
Francisco Pastor
Publiqué un libro muy, muy aburrido. En la ficción escribí para el 'Crónica' y soñé con Mulholland Drive.
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