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Dénia, 7 de febrero de 2017
Querido compañero:
Te escribo para decirte que al final no iré a Vistalegre.
Hace días que no hablamos. Te imagino apenado y hasta avergonzado como yo lo estoy por todo a lo que estamos asistiendo en Podemos. Creo que te dije hace ya unos días que estaba escribiendo un artículo sobre Podemos y sus debates. Tras unas cuantas notas, lo dejé sin terminar más por una esperanza remota que por la confianza ya menguada en el buen juicio de en quienes millones de personas como tú y como yo, pusimos precisamente tanto de una cosa como de la otra.
"Podemos o cómo (no) hablar de nosotros", creo que iba a titularlo. Tenía tres estrategias posibles e iba a ensayarlas todas y decidirme al final por la que resultara mejor, o a combinarlas tal vez. Una posibilidad era articular el argumento a través de Casa de muñecas de Ibsen, deteniéndome en ese momento en el que Nora dice a su marido aquello de "Helmer, tenemos que hablar". Se me ocurrió también, casi como un ejercicio de estilo, usar luego otras obras del dramaturgo noruego, El pato salvaje y Un enemigo del pueblo. Las tres tratan el tema de la verdad y de aquello que se puede o no se puede decir, de qué se debe hablar y de cómo el silencio, el fingimiento del "aquí no pasa nada", lejos de evitar el drama (o la tragedia), lo desencadena.
Sin embargo, esto sí estoy seguro de que no llegué a contártelo, temí que me saliera una pieza demasiado literaria y que ello fuera en contra de su eficacia persuasiva. Además, me preocupaba que se identificara mecánicamente a algún personaje con algún personaje. Como sabes, aquí no tengo preferencias personales, que parecen ser las que cuentan, y tampoco mi argumento requiere de héroes ni antihéroes.
Lo que me interesaba era esa trama de medias verdades y mentiras completas con las que han estado regalándose entre ellos y compartiendo obsequiosamente, lo mismo en formato digital que analógico, por tierra, mar y aire. En particular, había dos falacias sobre las que llevamos tiempo quejándonos: la del muñeco de paja (atribuir falsamente un argumento a la otra parte para a continuación refutarlo, generalmente con gran regocijo de la parroquia virtual) y la contradicción performativa que consiste en hablar durante meses de nosotros mismos para explicar que hay que dejar de hablar de nosotros mismos, a ser posible justo cuando ése que está hablando decida callarse y termine él de hablar de nosotros mismos. Cuestión resuelta. Estas dos formas de intentar quitar la voz al otro han sido practicadas por ambos bandos (o sectores o gentes o no sé qué palabra utilizar para eso que no existía pero sí existe). Y ambos están convencidos (y lo piensan de verdad, estoy seguro) de haberlo hecho como una respuesta legítima a la manipulación previa del adversario. Y a mí eso me sonaba, y me sigue sonando a las estructuras de doble vínculo, y éste era un hilo interesante del que tirar porque, como poco, los mensajes contradictorios de este tipo se relacionan también con la esquizofrenia y la dominación psicológica del otro (llámale maltrato y no pasa nada). Creí que esta perspectiva tenía su interés, pues evitaba consideraciones morales y juicios de intención. No hablaría de los individuos, sino de tipos de comportamiento en un contexto comunicativo específico que se ha vuelto proclive a trastornos tan peligrosos para las organizaciones como el delirio paranoico y el brote psicótico. Pero, claro, unos entenderán que los locos son los otros y, como yo no he dicho eso, habrá también quien se moleste y diga con razón que quién soy yo, con qué capacidad clínica me permito hablar de una dinámica política sostenida en el tiempo que termina generando una pérdida de contacto con la realidad.
El respeto no se enuncia, se muestra; el respeto por la gente se muestra diciéndole la verdad; no es decir la verdad hacer pasar por propuestas del otro lo que son las conclusiones de uno sobre aquéllas
Así que mejor no. Mejor llevarlo a un terreno mucho más convencional y en el que todo mundo pueda reconocerse. Cosas obvias, supongo: que el respeto no se enuncia, se muestra; que el respeto por la gente se muestra diciéndole la verdad; que no es decir la verdad hacer pasar por propuestas del otro lo que son las conclusiones de uno sobre aquéllas; que respetar a los compañeros y las reglas mínimas de cualquier debate que se precie implica no torcer los argumentos del adversario; que en un debate de ideas no hay trampa más grande que fingir el debate (lo hablamos hace tiempo: hay diferencia de ideas, pero no es eso lo que está llegando y no llega porque, sin perjuicio de que esté en juego, eso es marginal y suplementario en esta disputa); que nos sobran besos, abrazos, campechanía y declaraciones con nombres de pila; que Podemos no es suyo, que es de la gente, que debe ser de la gente, y que, por eso mismo, se tiene que ser mucho más cuidadoso, mucho más responsable, otra vez, mucho más respetuoso; que esto no va de amistad, sino de fraternidad y no nos importa si son o han sido, si siguen siendo o podrán volver a ser lo que quieran entre ellos, sino lo que está en trance de dejar de ser para mucha gente en este país, y en otros. Cosas así pensaba explicar, cosas que muchos les habrán dicho ya. Ocasiones, desde la Guerra de los Tuits (2016-¿?) hasta el enganchón en plena sesión parlamentaria el otro día, desde los excesos propios a los de los propios (poco importa si espontáneos o comisionados), nos han dado a todos para recordarles lo elemental.
¿Pero para qué? Hemos quedado en que no están locos y saben perfectamente lo que están haciendo. Somos los demás, los que estamos fuera, sobre todo fuera de Madrid, en provincias como yo o en el extranjero como tú, sin ninguna aspiración orgánica, los de la periferia de la periferia, los que llevamos meses preguntándonoslo. Y, como otros, nos hemos pasado horas y horas leyendo, escuchando, dándole vueltas, para ver si entendíamos algo distinto a aquello que a simple vista parecía y podíamos explicárselo a otros y ser más. Si el gesto de Carolina Bescansa y Nacho Álvarez no ha podido parar esto, ¿qué podemos hacer nosotros? Fuera de sus núcleos de confianza, han dejado de atender, todo es amenaza y sospecha. Habrá quien diga que en esto consiste lo político y que así son las luchas por el poder, y que tomar parte y vencer en éstas es necesario para la acción política posterior. Pero al menos, si es que se quiere nuestra participación o se hace en nuestro nombre, podrían tener la cortesía de avisarnos del porqué y el para qué de esta guerra partisana entre compañeros.
Nos hemos pasado horas y horas leyendo, escuchando, dándole vueltas, para ver si entendíamos algo distinto a aquello que a simple vista parecía y podíamos explicárselo a otros y ser más
Gane quien gane Podemos, habrá perdido ya a la gente. Se nos dejaron olvidados no sé exactamente cuándo, durante qué partida de realismo político. A la gente no nos ha cansado hablar de Podemos o escucharles a ellos hablar de Podemos: lo que nos ha cansado es oírles hablar de sí mismos cuando están hablando de Podemos; lo que nos ha cansado es lo poco que toda esta cháchara de consumo interno tiene que ver con Podemos, con la gente por y para la que, se supone, seguimos suponiendo, nació Podemos. Siendo esto así, pierda quien pierda, la gente perderemos un poco más ese día. Pero, eso sí, habrá quien en breve pueda satisfacerse, esta vez para siempre y sin riesgo, de la precisión de su pronóstico ante el primer traspié del adversario y de ese placer tan académico que es saber que uno tenía razón. Por mi parte, más que nunca, preferiría ser yo el equivocado.
En fin, te dejo ya, es tarde. Sólo quería decirte que al final no voy a Vistalegre y que tampoco he escrito ese artículo, que no me apetece, que estoy cansado y no le veo utilidad. Pero, ya ves, llevo un buen rato escribiéndote a ti, otra vez sobre lo mismo. Será que si hablamos tanto de Podemos es porque nos importa y seguimos considerándolo fundamental para la transformación social de este país, y de otros. Y, si lo hacemos con cuidado, es porque respetamos no sólo al interlocutor, sino también a todos esos que tal vez nos escuchen… y a los que acaso no lleguen a nunca a hacerlo. Porque esto es cosa de todos.
Seguimos
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Javier López Alós es doctor en Filosofía e investigador especializado en la historia de las ideas políticas en España, área en la que destaca su libro Entre el trono y el escaño. El pensamiento reaccionario español frente a la Revolución liberal (1808-1823).
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Aram Aharonian. alainet.org
¿De qué estamos hablando cuando reclamamos la democratización de la comunicación y de la información? ¿Hablamos solo de redistribución de frecuencias radioeléctricas para garantizar el derecho humano a la información y la comunicación? ¿De qué forma la redistribución equitativa de frecuencias –éstas patrimonio de la humanidad- entre los sectores comercial, estatal o público, y popular (comunitario, alternativo, etc.) puede garantizar la democratización de la comunicación e impedir la concentración mediática?
A veces pienso que nos instan, nos empujan a pelear en campos de batalla equivocados o permitidos, mientras se desarrollan estrategias, tácticas y ofensivas en nuevos campos de batalla. El mundo avanza, la tecnología avanza… y pareciera que nosotros –desde lo que llamamos el campo popular- seguimos aferrados a los mismos reclamos, reivindicaciones de un mundo que ya (casi) no existe.
El mundo cambia sí, pero el tema de la comunicación, de los medios de comunicación social, sigue siendo, como en 1980 cuando el Informe McBride, fundamental para el futuro de nuestras democracias. El problema de hoy es la concentración oligopólica: 1500 periódicos, 1100 revistas, 9000 estaciones de radio, 1500 televisoras, 2400 editoriales están controlados por sólo seis trasnacionales. Pero ese no es el único problema.
Hoy los temas de la agenda mediática tienen que ver con la integración vertical de proveedores de servicios de comunicación con compañías que producen contenido, la llegada directa de los contenidos a los dispositivos móviles, la transnacionalización de la comunicación y su cortocircuitos con los medios hegemónicos locales, los temas de la vigilancia, manipulación, transparencia y gobernanza en internet, el "ruido" en las redes y el video como formato a reinar en los próximos años.
Estos son, hoy en día, juntos al largamente anunciado ocaso de la prensa gráfica y la vigencia de la guerra de cuarta generación y el terrorismo mediático, los vértices fundamentales para reflexionar sobre el tema de la democracia de la comunicación, mirando no hacia el pasado, sino hacia el futuro que nos invade.
Hipotéticamente, si realmente en nuestra región, el 33 por ciento de las frecuencias fueran concedidas a los medios populares, ¿quién abastecería de contenidos a tal cantidad de canales y radios? Entonces, ¿de qué estamos hablando cuando reclamamos la democratización de la comunicación y de la información?
Los que controlan los sistemas de difusión, cada vez más inalámbricos, satelitales, eligen, producen y disponen cuáles serán los contenidos, en una planificada apuesta por monopolizar mercados y hegemonizar la información-formación del ciudadano.
¿Adiós televisión? Controlar los contenidos
Pasaron 140 años desde que Alexander Graham Bell utilizó por primera vez su teléfono experimental para decirle a su asistente de laboratorio: “Señor Watson, venga, quiero verlo”. Su invención transformaría la comunicación humana y el mundo. La empresa creada por Bell creció hasta transformarse en un inmenso monopolio: AT&T.
El gobierno estadounidense consideró luego que era demasiado poderosa y dispuso la desintegración de la gigante de las telecomunicaciones en 1982… pero AT&T ha regresado, anunciando la adquisición de Time Warner, una de las principales compañías de medios de comunicación y producción de contenidos a nivel mundial, para conformar así uno de los más grandes conglomerados del entretenimiento y las comunicaciones del planeta.
La fusión propuesta, que aún debe ser sometida a estudio por las autoridades, representa desde ya no solo una significativa amenaza a la privacidad y a la libertad básica de comunicarse, sino también un cambio paradigmático en lo que a lo que hoy entendemos como comunicación. Sería la mayor adquisición hasta la fecha y llegaría un año después de que AT&T comprara a DirecTV.
AT&T es hoy la décima entre las 500 compañías más grandes de Estados Unidos y si adquiriera Time Warner, que ocupa el lugar 99 de la lista Forbes, se crearía una enorme corporación, integrada verticalmente que controlaría no solo una amplia cantidad de contenidos audiovisuales, sino o la forma en que la población accedería a esos contenidos.
Según Candace Clement, de Free Press, esta fusión generaría un imperio mediático nunca antes visto. AT&T controlaría el acceso a Internet móvil y por cableado, canales de televisión por cable, franquicias de películas, un estudio de cine y televisión y otras empresas de la industria. Eso significa que AT&T controlaría el acceso a Internet de cientos de millones de personas, así como el contenido que miran, lo que le permitiría dar prioridad a su propia oferta y hacer uso de recursos engañosos que socavarían la neutralidad de la red.
Pelear guerras que ya no existen
El mundo no es el mismo de antes (tampoco el del 1980 cuando el Informe McBride), aunque tanto derecha como izquierda crean que seguimos en 1990. Es difícil, a quienes como uno vienen de la época de la tipografía y la linotipia, de los télex y teletipos -o del dogmatismo y la repetición de consignas-, asimilar los cambios tecnológicos y la realidad del mundo actual, del big data, de la inteligencia artificial, de la plutocracia…
Según los últimos cálculos, en el mundo hay unos 10 zetabytes de información (un zetabyte es un 1 con 21 ceros detrás), que si se ponen en libros se pueden hacer nueve mil pilas que lleguen hasta el sol. Desde 2014 hasta hoy, creamos tanta información como desde la prehistoria hasta el 2014. Y la única manera de interpretarlos es con máquinas.
El Deep Learning es la manera como se hace la Inteligencia Artificial desde hace cinco años: son redes neuronales que funcionan de manera muy similar al cerebro, con muchas jerarquías. Apple y Google y todas las Siri en el teléfono, todos lo usan.
El Big Data permite a la información interpretarse a sí misma y adelantarse a nuestras intenciones, cuánto saben las grandes empresas de nosotros, y lo que más le preocupa: lo fácil que está siendo convertir la democracia en una dictadura de la información, haciendo de cada ciudadano una burbuja distinta.
Si uno tiene Gmail en su celular con wifi, puede ver en Google Maps un mapa mundial que muestra dónde estuvo cada día, a cada hora, durante los últimos dos o tres años (no tiene por qué creerme: vea www.google.com/maps/timeline). Es una información que uno les permites coleccionar al aceptar los términos de licencia cuando instala la aplicación.
También las empresas telefónicas, que uno supone que sólo nos cobran el plan, hacen buenos negocios con nuestros datos. Por ejemplo, Smart Steps es la empresa de Telefónica que vende los datos de los celulares Movistar. De la noche a la mañana, la gente pasó a tener un sensor de sí mismo 24 horas al día. Hoy se puede saber dónde están las personas, pero también qué compran, qué comen, cuándo duermen, cuáles son sus amigos, sus ideas políticas, su vida social.
El alemán Martin Hilbert, asesor tecnológico de la Biblioteca del Congreso de EE.UU. señala que algunos estudios ya han logrado predecir un montón de cosas a partir de nuestra conducta en Facebook. “Se puede abusar también, como Barack Obama y Donald Trump lo hicieron en sus campañas, como Hillary Clinton no lo hizo, y perdió. Esos son los datos que Trump usó. Teniendo entre 100 y 250 likes (me gusta) tuyos en Facebook, se puede predecir tu orientación sexual, tu origen étnico, tus opiniones religiosas y políticas, tu nivel de inteligencia y de felicidad, si usas drogas, si tus papás son separados o no”, señala el científico.
Y “con 150 likes, los algoritmos pueden predecir el resultado de tu test de personalidad mejor que tu pareja. Y con 250 likes, mejor que tú mismo. Este estudio lo hizo Kosinski en Cambridge, luego un empresario que tomó esto creó Cambridge Analytica y Trump contrató a Cambridge Analytica para la elección”.
“Usaron esa base de datos y esa metodología para crear los perfiles de cada ciudadano que puede votar. Casi 250 millones de perfiles. Obama, que también manipuló mucho a la ciudadanía, en 2012 tenía 16 millones de perfiles, pero acá estaban todos. En promedio, tú tienes unos 5000 puntos de datos de cada estadounidense. Y una vez que clasificaron a cada individuo según esos datos, los empezaron a atacar”, señala Hilbert.
Por ejemplo, si Trump dice “estoy por el derecho a tener armas”, algunos reciben esa frase con la imagen de un criminal que entra a una casa, porque es gente más miedosa, y otros que son más patriotas la reciben con la imagen de un tipo que va a cazar con su hijo. Es la misma frase de Trump y ahí tienes dos versiones, pero aquí crearon 175 mil. Claro, te lavan el cerebro. No tiene nada que ver con democracia. Es populismo puro, te dicen exactamente lo que quieres escuchar”. Lo más delicado es que no sólo pueden mandar el mensaje como más le va a gustar a esa persona, sino también pueden mostrarle sólo aquello con lo que va a estar de acuerdo.
Al final, el juego con la tecnología siempre ha sido ver cuáles tareas se pueden automatizar y cuáles no. Si un robot reconoce células de cáncer, uno se ahorra al médico. Más del 50% de los actuales empleos son digitalizables, afirma Hilbert. Y ya no hablamos de reemplazar a los obreros, como en la revolución industrial, sino también los trabajos de la clase más educada: médicos, contadores. El 99% de las decisiones de la red de electricidad en EEUU son tomadas por IA que localiza en tiempo real quién necesita energía.
No es en ningún caso el fin de la humanidad, es la evolución que sigue su camino. Y lo más importantes es entender en qué mundo vivimos. Por eso llama la atención que operadores mediáticos, que se autodefinen como radicales de izquierda, sigan insistiendo en la necesidad de pelear en escenarios que ya no existen, con léxicos que no corresponden a las realidades reales y tampoco a las virtuales, en aferrarse al pasado, lo cual es por demás retrógrado.
La dictadura y la posverdad
Hoy más que nunca la dictadura mediática, en manos de cada vez menos “generales” de las corporaciones, busca las formas novedosas de implantar hegemónicamente imaginarios colectivos, narrativas, discursos, verdades e imágenes únicas. Es el lanzamiento global de la guerra de cuarta generación, directamente a los usuarios digitalizados de todo el mundo.
Si hace cinco décadas la lucha política, la batalla por la imposición de imaginarios, se dilucidaba en la calle, en las fábricas, en los partidos políticos y movimientos, en los parlamentos (o en la guerrilla), hoy las grandes corporaciones de transmisión preparan una ofensiva que saltean los medios tradicionales para llegar directamente, con sus propios contenidos de realidades virtuales, a los nuevos dispositivos móviles de los ciudadanos.
¿De qué estamos hablando cuando reclamamos la democratización de la comunicación y de la información? ¿Hablamos de redistribución de frecuencias radioeléctricas cuando hoy el control emerge de la conjunción de medio y contenido? Los que controlan los sistemas de difusión, cada vez más inalámbricos, satelitales, eligen, producen y disponen cuáles serán los contenidos, en una planificada apuesta por monopolizar mercados y hegemonizar la información-formación del ciudadano.
Cambia la radio. Bajo la mirada vigilante de otras naciones, Noruega se ha convertido desde el enero de 2017, en el primer país del mundo en apagar su señal de Frecuencia Modulada (FM), considerando que tiene 22 estaciones nacionales de radio digital, y aún hay espacio en su plataforma digital para otras 20.
La tendencia mundial –y latinoamericana- demuestra que los jóvenes televidentes ya están pasando del uso lineal de televisión hacia un consumo en diferido y a la carta, que bien puede optar el dispositivo fijo (el televisor) y optar por una segunda pantalla (computadora, tablet, teléfonos inteligentes).
Para los comunicólogos optimistas, de receptores pasivos, los ciudadanos están pasando a ser, mediante el uso masivo de las redes sociales, productores-difusores, o productores-consumidores (prosumidores). Para los menos optimistas, si bien esa es una posibilidad teórica, la práctica demuestra que la producción y difusión quedarán en manos de grandes corporaciones, en especial estadounidenses, y los ciudadanos podrán ocupar la casilla de consumidores, en una arremetida del pensamiento, el mensaje, la imagen únicos.
Quizá aquellos que estamos desde hace años en la lucha creemos que la discusión sobre la democratización de las comunicaciones está socializada/masificada en nuestras sociedades. No lo está siquiera en aquellos donde se han hecho esfuerzos de esclarecimiento en este campo, como Argentina y Ecuador. Hay quienes sostienen que aún se trata de una discusión elitesca, entre los militantes políticos, de la comunicación y allegados.
¿De qué estamos hablando cuando reclamamos la democratización de la comunicación y de la información en la que ahora se da en llamar la época de la posverdad, donde los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones, los imaginarios y las creencias personales?
Hoy, la posverdad es el arma de desorientación masiva de la opinión pública que emplean los grandes medios de comunicación y todos los líderes políticos. La sociedad es hoy un monumental simulacro, un plexo cuasi-infinito de significaciones sin referente ni realidad que las apoye, una especie de monumental ciencia-ficción que nos domina, dijera Baudrillard.
En 2016, The Economist hablaba del arte de la mentira, y señalaba que Trump es el principal exponente de la política de la posverdad, que se basa en frases que se sienten verdaderas, pero que no tienen ninguna base real. Una cosa es exagerar u ocultar, y otra, mentir descarada y continuadamente sobre los hechos. Y lo peor es que esas mentiras se van imponiendo en el imaginario colectivo.
Hoy se manipulan, se omiten, se tergiversan o se falsifican desde las cifras de la desocupación o del costo de la vida, mientras opinadores muy mediatizados predican distintas variantes del there is no alternative (no hay alternativa) thatcheriano.
Disculpe, entonces, ¿de qué estamos hablando cuando reclamamos la democratización de la comunicación y de la información?
Hace 7 años 11 meses
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