La independencia de Cataluña
El movimiento independentista se ha estancado en un atolladero sin salida porque los políticos catalanes desean que una afectuosa comunidad internacional obligue a España a permitir que se celebre un referéndum vinculante
Alfons López Tena 1/03/2017
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Hace diez años el malestar creciente que iba causando en los catalanes el vaciado de su autonomía alcanzó el punto clave y, a partir de ese momento, cada vez más personas se inclinaron por la independencia, una decisión sin duda rompedora puesto que el autogobierno dentro de España había sido el único objetivo de Cataluña desde hacía cinco siglos, con la excepción de dos períodos de independencia bajo la tutela de Francia (1641-1659, 1810-1812).
Surgió un poderoso movimiento popular independentista que asustó a los partidos catalanistas convencionales, ya que no lo controlaban y afectaba a un número creciente de sus votantes, que sentían la tentación de buscar alternativas políticas.
Los partidos catalanistas intentaron entonces obtener algunas concesiones económicas de España, pero sin éxito; así que retomaron el control haciendo que los independentistas se desfogaran por medio de GONGOs (Organizaciones No Gubernamentales Organizadas por el Gobierno) para hacer creer a la gente que esos partidos habían adoptado la independencia
como un verdadero objetivo, y no únicamente como un sueño, e intentaron permanecer en el poder subiéndose a lomos del tigre independentista para reducirlo a una mascota amaestrada, extirpándole los dientes y las garras.
De esta manera, estos partidos decidieron desempolvar la centenaria táctica catalana de amenazar con la independencia para que España les hiciera una mejor oferta: un burdo chantaje para obtener concesiones en el que la independencia no supone un objetivo, sino que se degrada a mero instrumento de extorsión.
Un farol sólo gana si el adversario se lo cree, pero España no se dejó impresionar y no cedió, lo vió, y ganó la mano con sólo aplicar las leyes por los jueces.
Este juego de a ver quién pestañea primero alcanzó su punto culminante en noviembre de 2014, cuando los partidos catalanistas dieron marcha atrás en su intento de celebrar el referéndum que habían prometido y que el Tribunal Constitucional había declarado ilegal, y en su lugar organizaron un llamado “proceso participativo”, mero zangoloteo. Quedó demostrado que los catalanes temblaban mientras los españoles se mantenían firmes, y esto acabó con la credibilidad que le quedaba a Cataluña en España y en el exterior.
Cuando alguien ve tu farol, hay que redoblar la apuesta para evitar que la derrota sea completa, y desde entonces esos partidos han adoptado una cínica estrategia política que pospone toda acción hasta la llegada de un evento milenarista que acabe concediendo la independencia como un regalo de la comunidad internacional y les evite una confrontación directa con España: “Vamos despacio porque vamos lejos”, afirman.
El evento que prometen que acercará ese lejano horizonte lo invocan con astutos conjuros y añagazas hechiceras con la pretensión de provocar que España se deslegitime a sí misma ante la comunidad internacional mientras ellos dignifican su proyecto escenificando desafíos simbólicos de retórica cursi y bravucona, exhibiéndose como la buena gente por antonomasia, cuya valía moral se apresurarán a reconocer los demás países, que terminarán coronando a una Cataluña soberana a costa de una España degradada, en bancarrota moral.
Se induce a los catalanes a verse a sí mismos como personas buenas, sencillas, y confiadas, nutridos por un brebaje de santurronería arrogante y rotundo desprecio por el pensamiento, no digamos ya la crítica; una gente realmente convencida de su misión de mostrar al mundo el modelo perfecto de bondad y superioridad moral: ellos mismos.
Sólo una cosa es necesaria: creer a ciegas cualquier cosa que digan sus abnegados y amorosos dirigentes, y desacreditar a todo disidente motejándole de enemigo del pueblo, orate traidor guiado por el resentimiento. Este comunitarismo sofocante para mantenerlos firmemente juntos, y un complejo de superioridad que compensa con creces la triste y cruda realidad, juntos impiden que los catalanes actúen de manera clara y consigan algún resultado. Lo único de lo que son capaces es de escenificar pantomimas trapaceras.
Es sin duda una hilarante y enrevesada farsa que necesita alimentarse con zarandeos cada vez mayores del orden constitucional para sacar a España de quicio en sus reacciones políticas y legales.
Esta estrategia de deslegitimación ha tomado un inconfundible cariz Trumpista, al adoptar una actitud populista y antiliberal que sostiene que la voluntad del pueblo es primordial y está por encima de las leyes y de los jueces, lo que convierte a los políticos catalanes en la viva encarnación de esa supuesta voluntad del pueblo y los sitúa, por tanto, por encima de las leyes ilegítimas y los jueces serviles que ellos mismos designan para el oprobio.
Una postura ciertamente llamativa que desafía los principios mismos del Estado de Derecho y la división de poderes, que ha entrado en un terreno peligroso al negar la revisión judicial de los actos legislativos y ejecutivos, y al calificar a los jueces y fiscales de simples títeres y mamporreros del gobierno español.
Poner la “voluntad del pueblo” por encima de la ley, atacar a la judicatura, sembrar el desprecio por los expertos y los argumentos racionales, y acosar a los disidentes—el populismo reina desenfrenado en Cataluña.
Convertido finalmente en un tigre sin dientes ni garras, el movimiento independentista se ha estancado en un atolladero sin salida porque los catalanes y sus principales políticos desean que una afectuosa comunidad internacional les regale la independencia y obligue a España a permitir que se celebre un referéndum vinculante sobre la independencia catalana: una completa ridiculez.
Como son incapaces de hacerse con el poder por ellos mismos mediante un enfrentamiento con España que, aunque fuera pacífico, sacaría a los catalanes de su zona de confort de supremacía moral de ser la buena gente por antonomasia, carecen de la voluntad y la actitud temeraria imprescindible para convertir sus deseos en realidad.
Los catalanes prefieren la ilusión antes que la realidad y lo satisfacen votando insistentemente a políticos débiles, de una vulgaridad supina, para que calmen sus miedos y elogien sus pretendidas virtudes, que les garantizan que nunca conseguirán nada, pudiendo así refocilarse, políticos y votantes juntos, en compartir cálidas sesiones de terapia en grupo para lamerse las heridas.
No obstante, la realidad es tozuda: a nadie le importa un bledo cómo de maligno haya sido el gobierno español denegando a los catalanes su referéndum de independencia, que las Tribunales Constitucionales de Alemania e Italia también han negado a Baviera y Venecia en estos últimos meses.
De ahí que el escenario más probable durante las próximas décadas sea un extremadamente aburrido y enconado desfile de catalanes irritados y españoles molestos, con estos últimos reacios a dejar irse a los catalanes, y con los primeros reacios a marcharse, como un cuento que cuenta la perturbada Blanche DuBois dependiente de la amabilidad de los extraños, lleno de ruido y de inmundicia, que no significa nada.
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Traducción del inglés: Álvaro San José.
Este texto se publicó originalmente en The Jerusalem Post.
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Alfons López Tena
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