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Aquel parque estaba en un país raro del Norte. Era verano, pero casi cada día llovía. Por eso, al poco que saliera el sol, el parque se llenaba. Y se llenaba de personas con otra lógica del sol y del parque. Del Norte. Se comportaban en el parque como, se diría, si estuvieran en sus casas. Las mujeres de avanzada edad, por ejemplo, si les sorprendía el sol de vuelta de la compra, se desnudaban sobre la hierba. Tomaban el sol en posturas extrañas, que uno sólo modula en soledad, tras cuatro paredes. En contrapartida a toda esa exhibición colectiva, nadie se miraba, de manera que no se llegaba a producir ningún tipo de exhibición. Pero para un extranjero como yo, todo ello le permitía ver y mirar a todo el mundo en su más absoluta intimidad. Ir al parque era, para mí, como tener mirada de rayos X y atravesar las paredes de unos domicilios que, de hecho, en el parque eran transparentes.
Un día, mientras estaba estirado sobre una manta, vi una familia abandonada a su más absoluta intimidad. Estaba compuesta por un padre y una madre, un hijo de unos 12 años y otro de unos 5. Avanzaban por el parque, es decir, por un pasillo privado de su domicilio, sin ser vistos. Pero yo les veía. Y lo que vi era sorprendente hasta la emoción. Era un capítulo inconexo de una historia que venía de muy atrás, y que se arrastraría toda la vida. La familia no se hablaba, pero estaba completamente copada por sí misma en una actividad que sólo ellos comprendían. Al hijo mayor, con pantalones cortos, le faltaba una pierna. Caminaba, dolorosamente, con una prótesis que, suponía, estrenaba en ese momento. Tal vez era el primer paseo. Empezar a caminar con una prótesis es muy doloroso. Cada paso es una pesadilla. El niño lo hacía con decisión, mirando al frente. Sin ver a nadie más de su familia. Lloraba copiosamente, pero en completo silencio. De vez en cuando se paraba. Parecía que iba a caer, pero no caía. Seguía caminando. La sensación es que estaba furioso. A su lado iba su padre que, sin decir nada, le daba ánimos. Lo hacía con una mirada que no era percibida por nadie más de su familia. Sufría con cada paso de su hijo, y su energía se le iba en no demostrarlo. Un poco más atrás iba la madre, también lloraba. Parecía superada por la presión, que no era otra cosa que dolor. A su lado, el pequeño parecía ver un paisaje por primera vez. O verlo con otra inteligencia. Era el único que miraba los rostros de todos los demás. Tal vez veía a su hermano, caminando por primera vez en mucho tiempo. Tal vez la expresión de sus padres. Que era nueva o que, en todo caso, parecía golpearle la frente tanto como a mí. Parecía que miraba a su hermano, por cierto, con admiración.
Aquel grupo, concentrado en un solo dolor, que aparentemente no se miraba, pero que no paraban de comprenderse, que vivía aquel momento con distintas actitudes y sin palabras, me recordó a mi familia. Durante unos segundos. Luego me recordó a cualquier familia, esa lógica, ese mismo tatuaje diferente en cada cerebro. Una serie de personajes -el débil, el fuerte, el que se desmorona, el que lo ve todo-, unidos por una herida invisible. Esa incapacidad para verbalizar debilidad o fortaleza. Para hablar del dolor. Para decir lo que está pasando. Para reconocer que una pierna no existe.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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