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La injusticia, la prevaricación, el cohecho y, en general, la corrupción, va con corbata, a tono, traje sastre a medida, vocabulario académico y chófer a la puerta. Ni un desliz en los adjetivos, ni un pelo fuera de su sitio. Ni una salida de mal gusto. Se puede mandar al paro a un millón de trabajadores, con la sonrisa en los labios, y aumentar en un euro al mes la pensión de un hombre de ochenta años, sin la mínima alteración del pulso oficial y sin dejar de exhibir la satisfacción ministerial de las relaciones públicas. Son más importantes las buenas maneras, las convenciones habituales de la gran hipocresía que un desliz lingüístico, con sabor a verdad, a indignación a tope, a rebeldía moral, apoyada en mil razones y en litros de sangre inocente. Hay que llevar el toro a la lidia de la buena educación de pago, antes de abrir el ruedo a la sinceridad de la crítica y a la verdad de la denuncia. Es mejor conocer a la gente por la pulcritud de su lenguaje que por la canallesca realidad de sus obras. Hablar bien, como vestir bien, no quiere decir pensar bien y menos obrar bien. Habrá que cambiar el viejo refrán de “por sus obras los conoceréis”, por otro que nos recuerde que un “mal hablado nunca tiene razón”. Prohibido blasfemar, pero permitido matar. Los problemas no se resuelven, se ocultan con bonitas palabras. He oído decir al antiguo ministro de Educación, que podría denominarse de Mala Educación, Sr. Wert, que sus propuestas soluciones para el problema de la enseñanza pública eran “subóptimas”. Quería decir que todavía queda mucho por hacer para alcanzar los antiguos niveles del 80 % de analfabetos en el país. La cagamos.