Conversaciones CTXT / David Rieff. Autor de 'Elogio del olvido'
“No puedo disculparme porque haya personas de derechas que se hayan servido de mi libro”
Ignacio Echevarría / Guillem Martínez Barcelona , 14/04/2017
David Rieff, en la feria del libro de Miami de 2015.
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El pasado mes de marzo se publicó en la editorial Debate Elogio del olvido, de David Rieff (Boston, 1952), un ensayo que prolonga las polémicas tesis sobre la memoria histórica previamente esbozadas en Contra la memoria (Debate, 2012). El libro, que incide en un debate de máxima actualidad en la política y en la cultura españolas, viene dando lugar a significativos alineamientos y disensiones, sobre los que Rieff se desentiende, en buena medida, más preocupado en subrayar que su texto reacciona contra la pretensión de que olvidar sea un acto inmoral.
Ignacio Echevarría: Tanto la publicación, hace unos años, de Contra la memoria, como, más recientemente, la de Elogio del olvido, han despertado gran atención en España y han recabado comentarios de muy vario signo político, ya elogiosos, ya suspicaces. El asunto de la memoria histórica, en el que de lleno inciden los dos libros, constituye probablemente el eje del debate político y cultural en España desde la muerte de Franco. En la actualidad, ese tema irradia con especial intensidad desde tres focos distintos: el que, a nivel nacional, polariza el debate entre izquierda y derecha; el que articula las querellas entre los nacionalismos periféricos y el nacionalismo español, y finalmente el que plantean las políticas de reconciliación nacional en el País Vasco, tras el final de ETA. Sus argumentos parecen respaldar, en cada uno de estos problemas, posiciones antagónicas entre sí. Así, por ejemplo, los sectores antinacionalistas que ven con simpatía la crítica de las mitologías nacionales y de las “tradiciones inventadas” y victimistas aprecian menos los argumentos a favor del olvido y del perdón en una situación como la del País Vasco y la memoria de las víctimas…
Me ha tocado hablar mucho de estos tres asuntos. Sobre todo, de la Ley de Memoria Histórica. Pero también aquí, en Barcelona, me han pedido que me pronuncie sobre la situación del soberanismo. Hay que separar, sin embargo, cada una de estas cuestiones. En relación a la memoria de la Guerra Civil, pienso que la reclamación de exhumar los cuerpos e identificarlos es razonable. Me parece justo que, si en su día se exhumaron y honraron los cuerpos de los asesinados por el bando “rojo”, se haga lo mismo con las víctimas del fascismo. Pero cuando hablamos de cambiar nombres de calles o sobre el futuro del Valle de los Caídos, por ejemplo, entramos, pienso yo, en una problemática distinta. Reemplazar o simplemente borrar un sector de la memoria por otro ya es más delicado, y discutible. Recientemente, en Estados Unidos, tuvo lugar un debate de estas características. En un prestigioso college, los estudiantes se manifestaron a favor de cambiarle el nombre que lleva, que es el de un destacado político de la Confederación, un gran defensor del sistema de la esclavitud. Ahora bien, ¿cuál poner en su lugar? Aquí en España, el nombre de una calle dedicada a los caídos de la División Azul, ¿van a sustituirlo por el de un general republicano, por el de un conde, por el de un escritor? Yo paso bastante tiempo del año en Sudáfrica y allí tuvo lugar el debate sobre Rhodes, el imperialista británico del siglo XIX… Es un tema difícil de abordar.
Guillem Martínez: Lo es porque plantea cuestiones como la de la memoria histórica, la historia en general, la memoria colectiva, la construcción de recuerdos, ese je me souviens planetario que cambia cada trescientos kilómetros. A Ignacio y a mí nos ha sorprendido mucho lo que explica usted en su libro sobre las reminiscencias de la Confederación en Estados Unidos, su vigencia en el imaginario y en la vida estadounidenses. Pero lo que más nos interesa es analizar el signo de algunas lecturas que se están haciendo de su libro precisamente en España, el único país de Europa en que el fascismo ganó…
Hay otro: Portugal. Un olvido el suyo muy español, ya que estamos…
GM: ¡Yo hablaba en un sentido panibérico! (risas). Pero, volviendo a su libro: me da la impresión de que la propuesta tan explícita que en él se hace a favor del olvido está siendo muy invocada por una derecha muy satisfecha con la idea. Todos estamos de acuerdo en que la vida es olvido. Aquí mismo, Ignacio y yo pertenecemos a dos familias con tradiciones ideológicas diferentes, y eso no ha supuesto nada en contra de nuestra amistad, pues primamos otros valores por encima del recuerdo fosilizado, supongo. Pero no quiero dejar de preguntarle por la opinión que le merece esa cita tan satisfecha que se hace de su libro por parte de ciertas voces bastante afines al pensamiento local de la derecha.
IE: En la forma en que su libro viene siendo leído, en España tanto como fuera de ella, ¿reconoce cierta tendenciosidad política, por parte de quienes lo elogian o lo detractan? ¿Reconoce constantes ideológicas en los argumentos empleados, ya sea en favor o en contra de sus tesis? ¿Percibe usted alrededor de su libro cierta polarización ideológica?
Me temo que no tengo una idea muy precisa de la reacción “española” a mi libro. Piensen que acabo de llegar, llevo pocos días aquí, concediendo entrevistas y participando en actos públicos, y en este tiempo, sí, he recibido una carta bastante violenta de un representante de la Asociación para la Memoria Histórica, y otra de una persona más. Pero, aparte de estas dos cartas, no conozco bien las reacciones que el libro ha suscitado. De todos modos, no me sorprende lo que me dicen. Yo conozco bastante Argentina, un país en el que paso al menos un mes cada año, y allí no pocos de mis amigos discrepan radicalmente de mis tesis, no comparten mis argumentos. Tampoco los compartía Tzvetan Todorov, que fue amigo mío, y al que pasé el manuscrito de mi libro antes de publicarlo, sabiendo que discreparía en muchos de sus puntos. Todorov era muy crítico respecto a algunas de mis ideas sobre la memoria, pero también lo era respecto a la memoria oficial del kirchnerismo, o la de un país como Chile. Mi amiga Luisa Valenzuela, escritora, no es peronista pero es kirchnerista, y ella también manifiesta sus desacuerdos conmigo. Me consta que personas a las que me siento muy vinculado no comparten mis opiniones. Pero a mi juicio hay dos posibilidades para un escritor: la de decir lo que uno piensa, sujetándose a su punto de vista, sin hacer concesiones, con independencia de las consecuencias que ello pueda tener, incluso si beneficia a quienes uno tiene por enemigos políticos; o bien la de asumir la responsabilidad de la voz pública y atender a las consecuencias políticas y morales de lo que se dice. Ustedes conocerán el caso de Sartre, quien hacia el final de su vida, poco antes de un año de su muerte, concedió una extensa entrevista en la que, para la estupefacción del periodista que se le hacía, confesó que, durante la época del gulag soviético, él sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo allí. A la pregunta de por qué nunca “desveló” aquellos abusos, Sartre contestó: “Para no hacer más desesperada la situación de la clase trabajadora francesa”. Y bueno, fue su decisión, que soy capaz de entender pero que no comparto. El que se pueda hacer un mal uso de mis propuestas no supone para mí un imperativo de cambiarlas.
Conozco bastante Argentina, un país en el que paso al menos un mes cada año, y allí no pocos de mis amigos discrepan radicalmente de mis tesis, no comparten mis argumentos.
IE: ¿Ha constatado ese “mal uso” en el caso de sus dos libros sobre la memoria histórica?
No. Pero es que no sigo tanto la situación española…
IE: Hablo en general, tanto dentro como fuera de España…
En Australia, donde fue originalmente publicado el libro Contra la memoria (pues se trató, conviene recordarlo, de un libro de encargo, de la propuesta de una editorial australiana, en el contexto de una serie de pequeños libros sobre asuntos más o menos controvertidos), en Australia, digo, el libro tuvo una importante repercusión, y me consta que los conservadores australianos simpatizaban con él bastante más que sus opositores, los representantes de la “izquierda” australiana, que ofrece bastantes semejanzas con la estadounidense…
GM: En las entrevistas que le han hecho en España sobre su libro, ¿detecta usted alguna relación particular con la memoria histórica? ¿O son entrevistas similares a las que le puedan hacer en cualquier otro país?
Bueno, algunas entrevistas me han sorprendido un poco. Pero tengo 64 años y he escrito diez libros y centenares de artículos, y mi capacidad de sorpresa es bastante limitada. Además, soy hijo de dos escritores, los dos bastante conocidos en sus respectivos ámbitos, y ser escritor viene a ser para mí algo así como dedicarme al negocio familiar. Lo digo porque acepto con bastante tranquilidad que mis libros despierten suspicacias y rechazos. Es así, forma parte del negocio.
GM: ¿Pero no detecta ninguna originalidad en el caso español, nada peculiar en su modo de plantear las entrevistas sobre su libro?
No, no. Sólo recuerdo el caso de una entrevista con una persona que me tachó de negacionista. Pero no me acuerdo de quién era, ni del medio al que representaba. Me decía que mi manera de abogar por el olvido venía a ser una variedad del negacionismo. Por supuesto, no estoy de acuerdo, pero ése era su punto de vista.
IE: Usted mismo asume ese riesgo al poner a su libro un título tan provocador. Uno comienza a leerlo ya con cierta suspicacia, en actitud polémica…
Soy escritor. ¿Qué otra alternativa tenía? ¿Titular mi libro Elogio del olvido en unos casos específicos pero no en otros? (risas). No creo que la editorial lo hubiera aceptado.
IE: Creo que todos aplaudimos esa actitud abiertamente polémica, arrojadiza incluso, de su libro. Pero me permito insistir en ese peligro, que sin duda debió de considerar usted desde el principio, de que el libro hiciera el juego a las posiciones más reaccionarias dentro del debate sobre la memoria histórica. Al fin y al cabo, ya en las primeras páginas, se reflexiona sobre el olvido como algo que termina por producirse inevitablemente, por grande que sea la resistencia que se le oponga. Ni siquiera los más colosales monumentos aseguran la memoria de aquellos en cuyo nombre se levantan. Todo está condenado al olvido, que sería, pues, lo dado, lo indefectible. Lo que entendemos por cultura, sin embargo, es precisamente cuanto se rebela contra esta fatalidad y le opone resistencia. Muchas de las suspicacias que su libro levanta tienen su fundamento en la actitud acomodaticia que parece entrañar el ponerse a favor del olvido, de lo previamente dado. Desde este punto de vista, se diría que la izquierda cultural asume la responsabilidad de preservar la memoria en cuanto agente de resistencia al orden constituido. Es esa izquierda cultural la que recibiría con alarma, pienso yo, las tesis de su libro.
No estoy tan seguro. Cuando se publicó en España Contra la memoria, escritores como Fernando Savater, Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas o Vicente Molina Foix hablaron muy bien del libro. Y no me parecen nombres representativos de una derecha reaccionaria. Yo estoy muy satisfecho de su aceptación, y no me representa un problema que ciertos sectores de la izquierda más dura manifiesten su disgusto. Digan lo que digan, yo no me considero de derechas. Eso sí, me posiciono resueltamente en contra de las utopías. Toda mi obra, tanto esos diez libros a los que ya he aludido como los centenares de artículos que he escrito, tiene un mismo denominador común: el rechazo de las utopías. Sólo en este sentido muy restringido podría ser acusado de antiprogresista. En este aspecto quedo superado por un gran amigo mío, con el que bromeamos diciendo que hemos formado un partido político de dos personas…
Cuando se publicó en España Contra la memoria, escritores como Fernando Savater, Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas o Vicente Molina Foix hablaron muy bien del libro. Y no me parecen nombres de la derecha reaccionaria.
GM: ¡Un partido español! (risas).
¿Conoce usted ese chiste judío que dice que donde hay dos judíos hay tres partidos políticos? (risas). Mi amigo está, como yo, contra la narrativa del progreso humano, aunque él emplea términos más duros que yo, hasta el punto de que, a su lado, yo paso por moderado. Constituyo, de hecho, la facción moderada del partido que formamos los dos (risas). En cualquier caso, es mi rechazo de toda utopía lo que me distancia más radicalmente de cierta izquierda cuyo programa comparto en buena medida pero con cuya narrativa, en parte heredada del cristianismo, no estoy de acuerdo. No creo en el hombre nuevo. Y si desde la izquierda alguien piensa que con eso ayudo a la derecha, o que yo mismo soy de derechas, qué le voy a hacer. Mi visión del mundo y de la historia del mundo es bastante más pesimista. Creo que era Kant quien decía que la Historia es un matadero, y me temo que he de darle la razón.
IE: Tanto en su libro, como en los debates a que da lugar, aparecen en tensión dos conceptos en principio afines, como son los de la memoria histórica y la historia misma. De hecho, de su libro se desprende cierta divergencia entre ambos, hasta el extremo de sugerir que el tratamiento riguroso de la historia es el mejor correctivo de la memoria histórica, de sus malentendidos y de sus abusos. Sin embargo, es precisamente el trabajo de algunos historiadores particularmente rigurosos el que en muchos casos exhuma datos, realidades sepultadas, “olvidadas”, que terminan por convertirse en otros tantos agravios en que se ceba la memoria histórica…
Así es.
IE: Recuerdo a este propósito las célebres tesis sobre la filosofía de la historia de Walter Benjamin, que sin duda conoce. Allí es donde Benjamin representa la Historia subida al carro de los vencedores, llevando como trofeo lo que él mismo llama “el patrimonio cultural”. Es en esa tesis donde dice Benjamin aquello tan terrible de que “todo patrimonio de cultura es un patrimonio de barbarie”. Como sea, en el concepto benjaminiano de la historia, ésta trabaja siempre a favor de los vencedores, y es el deber del historiador rescatar la memoria de los vencidos. En el marco de las tesis sobre la historia de Benjamin, ésta fabrica tendenciosamente el olvido en perjuicio de los vencidos, de los aplastados por su carro, y la memoria cobra así un papel redentor, que es el que suscriben ciertas posiciones de izquierda…
Creo que esas tesis de Benjamin responden bien a la situación histórica en que fueron escritas, pero me parece que nuestra época es muy distinta de la suya. En la actualidad, la memoria colectiva sirve mucho antes a una narrativa “victimaria”, vamos a llamarla así, que a una narrativa, digamos, “del orgullo del Estado”. En nuestra época, toda historia oficial aparece cuestionada por las reivindicaciones de las víctimas, que son las que hoy determinan, como digo, la memoria colectiva. De ahí que, aun pareciéndome un gran texto, las tesis de Benjamin se me antojen bastante anacrónicas en el presente. Por otro lado, yo no creo en la memoria colectiva. De hecho, pienso que no existe. Existen narrativas, más o menos contestadas, basadas en la historia. Pero, en primer lugar, no se trata propiamente de memoria. La única memoria es la memoria individual. Y ni siquiera ella resulta muy fiable. Nosotros tres no recordamos la guerra civil española; hablar de “nuestro” recuerdo de la Guerra Civil es una tontería. Lo que tenemos son opiniones, más o menos fundadas, sobre la Guerra Civil, como las tenemos de nuestros propios recuerdos, de las lecturas que hemos hecho, de las películas que hemos visto, de las cosas que nos han ocurrido. Pero nada de todo eso es la historia. Para empezar, pues, la memoria histórica, en cuanto tal, es una falacia. Existen, sin duda, narrativas, mitos, pensamientos sobre la historia… Eso es obvio, pero poco más. Por mi parte, estudié Historia en la universidad, creo conocer un poco el problema al que me refiero, el de la historia de la Historia, por así decirlo, y me consta que, como los artistas, los historiadores han servido al poder; me consta asimismo que, tratándose de la historia, la objetividad no existe, es otra utopía, de modo que la única historia que para mí tiene valor, que tiene interés, es una historia crítica. Ahora bien, me parece que la historia crítica es completamente inconciliable con lo que entendemos por memoria colectiva. La historia crítica sirve para poner en relevancia la complejidad del pasado, y sirve además para “alejarnos” de ese pasado. En mi libro cito a una escritora inglesa que comienza la más conocida de sus novelas con la frase: “El pasado es otro país. Las cosas se hacen allí de una manera completamente diferente”. La tarea del historiador no es otra que poner de manifiesto la extrañeza de ese país, haciéndolo inaceptable para quienes pretenden instalarse en él. El pasado no es un prólogo del presente. Los seres humanos que nos preceden no son un prólogo de nosotros mismos, como nosotros mismos no somos el prólogo de quienes nos sucederán. Para mí, la memoria colectiva es un uso –mejor o peor, eso depende– que se hace del pasado en función de los fines del presente. Recordar a los norteamericanos el genocidio de los pueblos indígenas, por ejemplo, o celebrar, como hacen actualmente los chinos, el orgullo de la nación, no es propiamente historia. Es un uso más o menos legítimo –eso no me corresponde decirlo a mí– de la historia, pero no es la historia. Es en eso en lo que yo insisto.
la historia crítica es completamente inconciliable con lo que entendemos por memoria colectiva.
GM: Dice que las tesis de Benjamin resultan en la actualidad anacrónicas, pero ¿quién construía la memoria colectiva en tiempos de Benjamin y quién piensa que la construye ahora?
Pienso que en la época de Benjamin, los años de entreguerras del siglo pasado, la memoria colectiva sirvió, en su casi totalidad, a lo que, empleando los términos de Ernest Renan, podríamos llamar la glorificación del Estado. En nuestra época, por el contrario, la memoria histórica sirve con más frecuencia, no digo en todos los casos, a las narrativas victimarias. Así es en el caso de Estados Unidos y así me parece que es también en el caso, sin ir más lejos, de Cataluña. Baste pensar en 1714, en la idea de una Cataluña víctima del Estado español. O, en otro plano, en las minorías sexuales, en los homosexuales víctimas de la Iglesia…
IE: Pero eso no deja de ser peligrosísimo, si consideramos que, por mucho que sea en ellas en las que la memoria histórica fija su atención, esas minorías nacionales, o sexuales, por ejemplo, no dejan de ser eso mismo: víctimas de la historia tal y como nos viene impuesta. Hablamos de causas abiertas, de luchas pendientes. En el caso de los homosexuales, por ejemplo, ocurre que algunos de ellos se enfrentan a diario a actitudes machistas, homofóbicas, que sustentan su “victimismo”...
El paradigma de la memoria histórica la postula como una herramienta de solidaridad, de orgullo, de restitución, de desagravio. Y bueno, probablemente todo eso es necesario, pero que no me digan que es historia. Es otra cosa. Podemos debatir la utilidad o no de la memoria histórica, su potencial más o menos emancipador, pero desde el punto de vista de la historia la narrativa victimaria es una distorsión tan grande como la que celebra orgullosamente la gloria del Estado. Esa es mi única propuesta. No dudo de que la memoria colectiva pueda jugar un papel positivo en determinados casos, pero insisto en que ni es memoria ni es historia. Es un mito, no me importa ahora si al servicio de la militancia victimaria o estatal. Un mito, insisto, con toda la idealización que ello conlleva. También con todos los maniqueísmos a los que da lugar. Es cierto que cultivo un cierto escepticismo respecto a la narrativa victimaria, debido seguramente a que cuando trabajé como corresponsal de guerra, durante diecinueve años, vi la rapidez con la que las víctimas se convierten en verdugos. En Ruanda, por ejemplo, las víctimas del genocidio, cuando tomaron el poder, mataron a cientos de miles de personas. Y ahí está la historia del comunismo…
IE: Dice que Contra la memoria surgió de un encargo. Previamente, la cuestión que aborda en ese libro, como ahora en Elogio del olvido, ¿le preocupaba especialmente?
Yo había escrito ya mucho sobre el tema. Tanto en un libro como en otro hablo de mis experiencias en Bosnia, y termino ambos libros con los dos poemas de Wislawa Szymborska sobre la necesidad del olvido para conseguir un futuro en paz. Asimismo, en muchos artículos y ensayos he criticado ciertas perspectivas del movimiento de los derechos humanos y la vinculación que suelen establecer entre paz y justicia, insistiendo en que fuera de la justicia no puede haber paz. Una perspectiva que yo estimo por completo equivocada.
GM: Allá está Sudáfrica…
Sí, es un buen ejemplo de paz sin justicia. Y la decisión en ese caso fue completamente lúcida. Mandela decía muchas veces, de puertas adentro, aunque nunca en público, que era más importante evitar una segunda guerra con los afrikáneres que imponer la justicia.
GM. Una originalidad española, dentro de Europa, es la capacidad que ha tenido aquí el Estado para construir memoria histórica. Una capacidad superior a la de casi cualquier otra democracia, y no sé si superior a la de Hungría y Polonia en estos últimos años. Los autores que antes ha citado usted –Muñoz Molina, Cercas…— son aquí los emisores de la memoria histórica oficial. Curiosamente, son estos autores quienes aplauden su libro, en lo que me parece una flagrante contradicción, al menos aparente, con lo que usted señala...
Una novela como El impostor tiene mucho que ver con mi tema, sin duda…
GM. ¿No le parece paradójico que sean quienes cultivan la memoria histórica, y no los que hacen historia crítica, quienes en España saludan con más alborozo su libro?
La recepción de mi libro no es algo que yo pueda controlar.
GM. Pero puede tratar de analizarla.
Bueno, no puedo decirle por qué a Savater le ha gustado mi libro. Esa es una pregunta para él, no para mí. Ya he dicho que he escrito mi libro sin atender al uso que pueda hacerse de él. Por supuesto, he tratado de escribir un libro intelectual y moralmente válido. Pero la verdad me interesa tanto como la moral. Y creo que mis propuestas contienen una verdad. No sé si la verdad, pero sí una verdad. No puedo disculparme porque haya personas de derechas que se hayan servido de mi libro.
IE. Sería muy interesante, sin duda, un debate entre usted y Fernando Savater sobre la situación actual en el País Vasco y las actitudes con que cabe afrontar el abandono de las armas por parte de ETA y una política de “reconciliación nacional”.
Sí, sospecho que nuestras posiciones en este asunto no son coincidentes. En cualquier caso, ¿no le han gustado a usted libros con los que no estaba de acuerdo? Las personas a quienes mi libro ha gustado no son comisarios. Pueden pensar distintamente de mí y sin embargo apreciarlo. No veo eso como un enigma. Me ocurre a mí mismo. No veo el problema, seriamente.
GM. ¿Se le ocurre algún ejemplo de país en el que una política del olvido haya funcionado, haya sido útil? Le hablo de experiencias más o menos recientes. A mí se me ocurre Finlandia. Después de una guerra brutal, casi como la guerra civil española, se hizo tabla rasa y todo el mundo actuó de una manera inesperada, la derecha hizo el Estado del bienestar, la izquierda lo asumió, y se olvidaron los crímenes perpetrados. ¿Se le ocurre algún otro caso?
Bueno, exagera un poco… (risas). Su pregunta es algo retórica. Solicita un ejemplo ideal, y no existen los casos ideales. Pero sí, puedo proponerle uno, en mi libro lo hago: me refiero al caso de Irlanda del Norte. Pienso que la decisión de no tratar de imponer una versión sobre lo ocurrido fue la correcta, y cada año se alejan allá cada vez más de los traumas del pasado. El olvido ha formado parte del proceso de pacificación. Otros ejemplos no son tan afortunados. O no pudieron llegar a buen fin, por el rechazo de algunos. Depende de cada caso. El libro es un argumento contra la sacralización de la memoria y la imputación de que el olvido sea un acto inmoral. Esa es mi propuesta fundamental, salvadas todas las excepciones. Ello no me priva de decir que hay situaciones en las que el olvido es imposible. En las posguerras, a menudo. Pero muchos de mis ejemplos vienen de situaciones en las que no hay supervivientes de los hechos. El genocidio armenio, sin ir más lejos. Y lo que yo me pregunto, en estos casos, es hasta dónde alcanza el estatuto de víctima. ¿Hasta la tercera generación? ¿La quinta? ¿La décima? Imagino que hay un límite, o que debería haberlo. En el año 2250, ¿tiene sentido que uno quiera hablar de su identidad de víctima del franquismo? ¿Le parecería a usted intelectualmente defendible?
El libro es un argumento contra la sacralización de la memoria y la imputación de que el olvido sea un acto inmoral. Ello no me priva de decir que hay situaciones en las que el olvido es imposible.
GM. Sería un buen espectáculo, en cualquier caso…
Sí, sin duda (risas).
IE. Un último aspecto, que se aparta de lo tratado hasta ahora. En la presentación de su libro en Barcelona, hace pocos días, Valentí Puig apuntó una idea que me pareció que recibía usted bien, y era la de que, entre las dianas de su libro, se encontraba, en el fondo, la vulgata psicoanalítica, el prestigio que el psicoanálisis ha concedido a la memoria, a sus reminiscencias, a los significados del olvido. ¿Fue una cortesía de su parte, aprobar este apunte, o lo comparte plenamente? ¿Mantiene una polémica particular con la cultura psicoanalítica?
Bueno, tengo un escepticismo bastante radical sobre el proyecto psicoanalítico. Simpatizo más con el punto de vista conductista de la naturaleza humana. Para mí Freud es un gran moralista, pero no un gran científico. Lacan es aún peor.
IE. Eso en Argentina le puede costar caro… (risas).
Sí, es muy divertido pasar allí una cena rodeado de psicoanalistas lacanianos. Pero, bromas aparte, estoy totalmente de acuerdo con el punto de vista de Valentí. No veo base empírica para la propuesta de Santayana de que los países que olvidan su pasado están condenados a repetirlo. Creo que empíricamente es falsa. Y no acepto la prioridad de la visión psicoanalítica del mundo. En este sentido, mi libro probablemente sea tan antipsicoanalítico como antiutopista.
La idea de que la memoria es moral y el olvido inmoral me parece una distorsión absoluta de la realidad.
IE. ¿Y establece alguna relación causal entre la fortuna de la vulgata psicoanalítica y la consagración presente de la memoria histórica, la condena del olvido?
Sí, porque son muchos los que han asumido como un hecho la idea de lo reprimido como un daño existencial. Y se establece un vínculo entre represión y olvido al que yo me opongo. Esta es mi principal objeción al psicoanálisis: no veo ese vínculo en muchos casos. El olvido, en nuestras vidas privadas, tiene a menudo efectos liberadores y positivos. Si una mujer que ha sido madre ya una vez recordara los dolores del parto, difícilmente se expondría a padecerlos otra vez. Nadie querría tener hijos. Una amiga mía de Irlanda del Norte decía –lo cito en el libro– que los irlandeses deberían erigir un monumento al olvido y después olvidar dónde lo han puesto. En efecto, hay casos en que es mejor olvidar. Eso es lo que digo en mi libro. La idea de que la memoria es moral y el olvido inmoral me parece una distorsión absoluta de la realidad.
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Ignacio Echevarría
Es editor, crítico literario y articulista.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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