Tribuna
El legado de Francia
Los ciudadanos franceses, y de la Europa alumbrada por la Revolución de 1789, deben saber que solo podrán defender sus derechos si defienden también los de quienes no son ciudadanos
Vladimir López Alcañiz 19/04/2017
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Uno de cada tres franceses está de acuerdo con las ideas del Front National, según una encuesta reciente. Tal vez aún no sea una proporción peligrosa, pero ya es alarmante. La influencia de la extrema derecha sobre la sociedad francesa es un síntoma de la crisis política y cultural que atraviesa nuestro país vecino, puesto que echa por tierra lo mejor de su herencia, cuya esencia está contenida en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, símbolo imperecedero de 1789.
¿Por qué nos conviene recordar hoy un texto de hace dos siglos? La razón es bien sencilla. Si consideramos la evolución de Francia a vista de pájaro, como sugirió el insigne historiador Maurice Agulhon, constatamos que todas las libertades democráticas de las que gozan sus ciudadanos han sido establecidas por los regímenes que han reclamado expresamente el legado de la Revolución. Cada vez que un poder político ha sido hostil a ese acontecimiento fundacional, por el contrario, las libertades ciudadanas se han visto amenazadas. Por eso Marine Le Pen no se priva de la referencia a los valores de 1789. Pero su uso es del todo espurio.
Cada vez que un poder político ha sido hostil a ese acontecimiento fundacional, la revolución de 1789, las libertades ciudadanas se han visto amenazadas
Aunque la lengua de los revolucionarios ya no es enteramente audible, todavía podemos traducirla, comprenderla. Es lo que hace el filósofo Jean-Claude Milner en Relire la Révolution, donde ilumina la actualidad de la Declaración y, con ella, el sentido de la Revolución. En esa obra maestra se inspiran estas palabras.
Fruto de una profunda reflexión sobre el absolutismo y el siglo de Luis XIV, los derechos de la Declaración son ante todo los múltiples derechos que hasta entonces se han negado a los individuos. Su enunciación marca la verdadera cesura entre el antiguo régimen y la democracia en Francia, que se condensa en la invención de la figura del ciudadano. Es una operación en apariencia paradójica, pero de muy hondo calado.
En efecto, en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano hay una ausencia significativa. Solo se enumeran los derechos del hombre: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión. El ciudadano aparece, pero sus derechos no se precisan. El conjunto de códigos y leyes que se escriba a continuación se encargará de sustanciarlos. No se explicitan sus derechos, pero se da un paso trascendental: entre los derechos del hombre, se incluye el de convertirse en ciudadano. Un derecho que no se declara, pero que está inscrito en el título de la propia Declaración, en la conjunción que une y separa los nombres del hombre y del ciudadano. Se sella así un doble contrato: el hombre tiene el derecho a devenir ciudadano y el ciudadano tiene el derecho a no dejar de ser hombre al hacerlo.
Pero eso no es todo. Al consagrar a la vez los derechos del hombre y del ciudadano, los constituyentes franceses abren la puerta a los derechos del no ciudadano. Pues el hombre no es otra cosa que el no ciudadano, así como aquello que el ciudadano tiene en común con quien no lo es. En esta conjunción, a veces olvidada, reside el mayor hallazgo del republicanismo francés. La Declaración proclama los derechos del hombre y del ciudadano, pero alcanza su cumplimiento en los derechos del no ciudadano. Y, si admitimos que sin la Revolución ni la Declaración la tradición republicana francesa pierde todo sentido, entonces reconoceremos que el trato que reciba el no ciudadano ―el extranjero, que diría Camus― es la piedra de toque de la República. Y también juzgaremos que “la xenofobia es la pasión antirrepublicana por excelencia”, como sentencia Milner. Porque no solo excluye a los no ciudadanos, sino que separa a los ciudadanos de sí mismos, los corrompe, y a la postre los destruye. Esta debería ser razón suficiente para no dejarse seducir por el discurso del Front National. El comunitarismo no representa la salvación de la República, sino su naufragio.
Insistamos en esto con la rotundidad con que lo ha hecho el historiador Ferran Gallego: Marine Le Pen carece de un discurso republicano, en primer lugar, porque “para la República no hay inmigrantes”. Esto nos sitúa ante una demanda ética infinita que, históricamente, muchos han considerado desorbitada. No es de extrañar, por tanto, que desde su misma formulación en 1789 se acusara a los derechos humanos de ser un sueño de la razón. Al respecto, de sobra conocida es la observación del contemporáneo Joseph de Maistre según la cual existen franceses, italianos, rusos o persas, pero no esos hombres de los que habla la Declaración.
Bien mirado, sin embargo, esa es una conclusión apresurada. Ni ese hombre es una abstracción ni la universalidad de los derechos deriva de ninguna ilusión ideológica. Es cierto que, por quererse universales, los derechos del hombre deben fundarse en una instancia que escape a la historia y la geografía y apoyarse en un soporte asimismo independiente del tiempo y el espacio, pero ese no es otro que el cuerpo humano y sus facultades. Los derechos del hombre son, ante todo, derechos del cuerpo. Aristotélicamente hablando, no hay aquí metafísica alguna, sino pura física.
Marine Le Pen carece de un discurso republicano, en primer lugar, porque “para la República no hay inmigrantes”
Y, si en el siglo dieciocho esos derechos respondían a lo que hasta entonces se había negado a los individuos, hoy podemos rescatarlos atendiendo a lo que ahora se niega a los refugiados. La grandeza de la Revolución es que entendió que las libertades formales, de reunión, pensamiento o expresión, no significan nada si están vacías de su sustancia corporal, si los cuerpos no están liberados del hambre, la miseria, la ignorancia y el miedo. Hagamos nosotros también un esfuerzo de comprensión. Para entender qué es la propiedad, nos conmina Milner, pensemos en lo que ocurre cuando alguien no puede decir de nada, ni siquiera de sí mismo o de sus órganos, “esto es mío”. Para entender qué es la seguridad, pongámonos en el lugar de quienes tienen que arriesgar su vida en el Mediterráneo para salvarla de la desesperanza y la guerra, porque una Unión Europea heredera de Talleyrand y no de Robespierre rehúsa facilitar pasajes seguros. Para entender qué es la resistencia a la opresión, en fin, acordémonos de los levantamientos del gueto de Varsovia y de los prisioneros en los campos de exterminio. Y miremos de nuevo nuestro paisaje alambrado.
Los ciudadanos de Francia, de la Europa alumbrada por la Revolución, tenemos que saber que solo podemos defender nuestros derechos si defendemos también los de quienes no son ciudadanos. Justamente porque no todos los hombres y mujeres son ciudadanos, los ciudadanos tenemos que proteger los derechos de todos los hombres y mujeres. No por solidaridad, sino por definición.
En resumidas cuentas, este domingo ante las urnas el ciudadano francés hará bien en meditar sobre los primeros artículos de la Declaración: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”, “el fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre”; y en preguntarse qué candidato está hoy a la altura de la exigencia de la Declaración. De su respuesta depende la suerte del legado de Francia.
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Vladimir López Alcañiz
Es doctor en Historia. Sin haber vivido nunca en ella, aunque casi siempre cerca, considera Barcelona la patria de su espíritu
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