GASTROLOGÍA
Grasas, fritangas, tocinos y otras posturas sexuales
En Suiza, Islandia o Dinamarca están prohibidas las trans, pero en España no es obligatorio señalar en la etiqueta el porcentaje de grasas hidrogenadas que lleva un alimento
Ramón J. Soria 31/05/2017
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Vamos a hablar de sexo. En la extinta dieta mediterránea las grasas vegetales y animales tenían un papel estelar: las frituras con aceite de oliva, la grasa entreverada del jamón, la nata de la leche tras cocerla o el tocino de papada eran una parte fundamental de los sueños eróticos de los españoles y las españolas considerando además, hasta antes de ayer, que ciertas gorduras masculinas y femeninas eran un signo inequívoco de salud, felicidad, bienvivir y pesetas. Por el contrario estar delgado hacía sospechar tisis, pobreza y otras angustias equinocciales. Además estas grasas eran el combustible imprescindible para una máquina humana rural que solía hacer mucha actividad laboral física y hacerlo además a la intemperie. Claro que había afortunados rentistas y asalariados de cuello blanco que apenas movían otra cosa que el cerebro y dos dedos de la mano (uno con la uña larga), pero la mayoría de la gente trabajaba de sol a sol, en el campo, con mucho frío y con mucho calor. A pesar de ingerir muchas grasas estaban delgados, “secos”, “enjutos” se decía entonces.
La cosa comenzó a cambiar en los años sesenta del siglo XX, se torció bastante en las dos últimas décadas del citado siglo y ahora ni la vida laboral, ni las grasas, ni las posturas sexuales tienen nada que ver con las de aquellos duros tiempos agrícolas y dictatoriales. Hoy la mayoría de los trabajadores casi ni movemos los dedos y apenas el cerebro así que ya no necesitamos la cantidad de grasas que degustaban en humildes y baratísimos guisos nuestros abuelos. Las fritangas comienzan a tener mala prensa, solemos quitar “lo blanco” del jamón, incluso del ibérico, y el tocino de papada, hasta en el más tradicional de los cocidos de rumbosos restaurantes, es apenas un mini dado blanco que casi nadie toca, y mucho menos pringa, no vaya a ser que nos explote luego dentro de las arterias y nos de un infarto o dos.
Las frituras con aceite de oliva, la grasa entreverada del jamón, la nata de la leche tras cocerla o el tocino de papada eran una parte fundamental de los sueños eróticos de los españoles y las españolas
Pero no, esto que acabo de contar es un “hecho alternativo”, otro “hecho verité” es que seguimos tomando grasas a tituplén, incluso en mayor cantidad que hace un siglo, invisibles y menos saludables. No soy nutricionista así que no voy a explicar ahora qué son las grasas saturadas, monoinsaturadas y polisaturadas o las infames grasas trans. Pero hay que saber que cientos de alimentos industriales, desde un precocinado a una galleta, desde un batido a unos inocentes snacks utilizan grasas saturadas y grasas trans por la sencilla razón de que son grasas baratísimas, sólidas y se enrancian poco. Tenemos ahora en el candelabro el famoso aceite de palma (a veces pone en la etiqueta, a modo de fina erudición humboltiana: “aceite de palmiste” o incluso de “aeis guinensis”, para que luego digan que el latín es lengua muerta) La OCDE calcula que cada ciudadano europeo puede estar consumiendo al año 60 kilogramos de aceite de palma sin saberlo. Hace unas semanas ERC llevó al Congreso una proposición no de ley para instar al Gobierno a controlar y evitar el consumo del aceite de palma. La FDA norteamericana empieza a restringir el uso de las grasas trans y la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria y la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición comienzan a decir que “trans, caca”.
En Suiza, Islandia o Dinamarca están prohibidas las trans, pero en España no es obligatorio señalar en la etiqueta el porcentaje de grasas hidrogenadas que lleva un alimento. Sin embargo, a pesar de la mierda grasuna trans, a los españoles y las españolas nos sigue amparando el olivo y su lluvia dorada. El uso masivo de esta grasa es lo que aún nos salva. Así lo dicen algunas minuciosas investigaciones realizadas sobre nuestra dieta. Pero, aviso a navegantes: las patatas fritas procedentes de establecimientos de comida rápida tienen un montón de trans (33% del total de grasas), seguidas por algunas croquetas precocinadas (25%), patatas prefritas congeladas (21%), algunos panes de molde (19%), una marca de margarina (16%), una marca de caldo en cubos (16%), pasteles y tartas (15%), pasta de hojaldre congelada (12%), pasta de cacao y avellanas (12%). Por grupos de alimentos, contienen la mayor cantidad de trans las carnes y productos cárnicos (29%) seguidos por la leche y derivados (23%). Repito que en España nos salva el utilizar para casi todo, incluidos las fritangas, el aceite de oliva refinado (0,11% de trans), seguido por el aceite de girasol (0,27%). El grupo de aceites y grasas que consumimos apenas supone el 9% de toda la grasa trans que ingerimos [1].
La OCDE calcula que cada ciudadano europeo puede estar consumiendo al año 60 kilogramos de aceite de palma sin saberlo
Confieso que mi militancia política se inclina hacia la fritanga. No puedo evitarlo, soy hijo del sur, descendiente de aceituneros altivos y la fritura está en mi ADN gastrológico. También el tocino a pesar de mis ancestros judíos o por eso y porque en casi todos los guisotes pobres de legumbres un pequeño pedazo de tocino de papada les aporta una untuosidad exquisita o porque un bocadillo de finas lonchas de jamón ibérico en medio de una excursión por la montaña es una delicia que conecta el pecado más oscuro con el placer sexual más deseable. Nadie es perfecto.
Así que ahora pasemos al publirreportaje, al anuncio emboscado, al storytelling malicioso:
“Por eso recuerdas ahora, tras soltar todos esos datos tan pringosos, su acento suave, como filtrado por la brisa del mar que llegaba hasta el olivar de sus antepasados. Ella se remontaba muy lejos, te enseñaba las piedras, las ruinas, los vestigios de aquellos tiempos remotos que tú sólo conocías por los libros. Nombraba lo antiguo y te llevaba a ver las pozas excavadas en la piedra viva donde fermentaban los salazones romanos, te pedía que tocaras las piedras cónicas muy pulidas del molino en la que los griegos prensaban las olivas, os sentabais junto a los símbolos mágicos donde los tartessos recordaban la Atlántida perdida y te dejabas besar, cuando las chicharras recogían sus carracas, recostado en los cimientos restaurados del pequeño templo fenicio, con ojos cerrados, la cabeza apoyada en su muslo y la boca muy cerca del origen del mundo.
Te contaba todo aquello de los antiguos aceituneros como si hablase de abuelos cercanos con los que hubiera paseado cogida de la mano junto al muro de piedra que rodeaba la finca. Los nombraba a todos, a los remotos, a los antiguos, pero también a cierto comerciante árabe, amigo de Ibn Jaldún, que tuvo allí su casa y al último judío que escapó entre las sombras del arroyo lindero durante la última de las cien persecuciones o al pastor que le enseñó a tu padre los secretos remotos de inventar el aceite. Me nombraste también a una madre inglesa y buceadora temeraria que robó al Mediterráneo ánforas y monedas de plata que duermen hoy en el museo de la capital mientras ella reposa en lo profundo del mar.
Habías gastado todo en la finca, vendido herencias y casas, ahorros de trotamunda y créditos de usura por los que gustosa hubieras vendido tu alma si el bancario hubiera encontrado en el contrato la cláusula adecuada. Nada valía más que tu pequeño cortijo, la almazara nueva con su almacén, su laboratorio, su envasadora y los dos mil centenarios olivos que te convertían en una treintañera terrateniente o mejor aceitunera altiva porque nadie podría distinguirte, en tiempo de cosecha, del resto de jornaleros que colocaban redes, vareaban o acarreaban cestas llenas de olivas cornicabra, hojiblanca, lechín y picual.
Con hambre, luego, tras la llamarada del goce, nos chupábamos las gotas del aceite que hacían relucir nuestra piel e intercalábamos los lametones nutricios con unos picos de pan
Habías nomadeado por el mundo en busca de quién sabe qué tesoros y fuiste durante un tiempo una conocida botánica experta en yagés y cocas, discípula de Schultes y amiga de Davis, pero nunca olvidaste el aceite, ni la locura de tu padre, empeñado, en los tiempos del reinado del aceite de girasol y de las venenosas margarinas, en recuperar el oro líquido con el que se ungían los atletas, los guerreros, las diosas libertinas, los heridos, los dioses rabiosos, los poetas lúbricos o los niños espartanos de aquella antigüedad de cuento que me susurrabas tantas veces al oído. Él fracasó, no pudo ver este éxito, pero tú lo lograste y tu aceite de agricultura biodinámica produce un orgasmo en la campanilla resabiada de los gastrónomos más eminentes y sádicos, perfuma las mesas y los guisos tecnoemocionales de los chefs más ilustres y deleita el descanso de tu gente sobre un tomate rajado y una rebanada de pan tostado al fuego.
Recuerdo el acento de tu voz, pero también tus formas: el perfil griego de tu culo, las redondeces árabes de tus pechos, las suave ola de tu vientre romano y el negrísimo pelo de tu venus que no me importa de quién heredaste. Lo recuerdo bien porque no hubo lugar de tu cuerpo por el que no pasase mi lengua mil veces saboreando el aceite con el que nos acariciábamos. Elegías el mejor para el amor, de variedad lechín, que me sabía a manzanas verdes o a hierbaluisa con miel o tal vez eras tú quien daba ese sabor. Los atardeceres de abril y de mayo, cuando el sol comenzaba a enredarse en el horizonte verde del olivar, por los ventanales de tu buhardilla abiertos de par en par, entraba una brisa que llegaba del mar a veces caliente y a veces muy fresca. En el suelo antiguo que cubrías con una sábana de lino gozoso, nos embadurnábamos la piel de ese aceite precioso. Y, con hambre, luego, tras la llamarada del goce, nos chupábamos las gotas del aceite que hacían relucir nuestra piel e intercalábamos los lametones nutricios con unos picos de pan que tú habías colocado cerca en un plato de vieja porcelana y nos refrescábamos el alma con buenos tragos de fino que bebíamos a morro de una botella que descansaba sobre una cubitera inglesa, de plata, lo único que no fundiste de tu herencia.
Hoy he recordado todo eso mientras escribía de las trans y al verte en una gran foto en la prensa, una esas revistas presuntuosas de gastronomía, lujo y arrogancia. Recogías el premio al mejor aceite de Europa, tu cabello ahora es blanco, no te tiñes, pero podía imaginar perfectamente cada centímetro de piel que se escondía detrás de la seda negra de tu vestido. No me fijé entonces y ahora me doy cuenta, mirando de cerca una de las fotografías de esa revista, que el color de tus ojos no era el verde de los olivos ni el marrón claro de tu tierra sino ese color cambiante de las aceitunas casi maduras. Uno se da cuenta después, destilando la vida en la almazara de la memoria, de lo que fue sólo hojarasca, alpechines, huesillos, orujo y lo que era de verdad oro líquido, rico aceite de oro·”
Se acabó el anuncio. Consuma aceite de oliva.
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1. Tomo los datos de: Ingesta de ácidos grasos “trans” vía dieta total del conjunto de la población española y de cuatro Comunidades Autónomas: Andalucía, Galicia, Madrid y Valencia. Memoria presentada para optar al grado de doctor por María Gloria Toledano Díaz. Universidad Complutense de Madrid. Facultad de Farmacia Departamento de Nutrición.
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Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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