GASTROLOGÍA
Tres guisos para Arturo Barea y los hombres de La Nueve (que tienen por fin plaza y jardín en Madrid)
Ramón J. Soria 19/04/2017
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Chipirones encebollados. Nos alojamos en el Hôtel Delambre en pleno Montparnasse, un tres estrellas coqueto y barato. Mientras callejeamos de nuevo por París buscando la placa voy tarareando la canción de Zaz, de Isabelle Geffroy, su voz de musgo e intemperie es pegadiza y suena encima de mis palabras: Donnez moi une suite au Ritz, je n'en veux pas / Des bijoux de chez Chanel, je n'en veux pas / Donnez moi une limousine, j'en ferais quoi? / Papa lapa papa… Recuerdo el anterior viaje, hace ya algunos años. Hemos subido al norte a los festejos en memoria del Desembarco de Normandía. Mi hijo pequeño se baña en el agua helada de Omaha Beach. Pero yo ando buscando a los que desembarcaron días después, a la 9.ª Compañía de la 2.ª División Blindada de la Francia Libre. A esos 146 españoles. Llevo siguiendo mucho tiempo al camión semioruga al que han puesto el nombre de Guadalajara. A los otros half-track los han escrito delante, con pintura blanca, los nombres de Brunete, Don Quichotte, L`Ebre, Madrid, Guadalajara, Cap Serrat, Les Cosaques, Guernika, Resistance, España Cañí…Combaten sin miedo, no se retiran nunca, rompen una y otra vez las líneas alemanas, capturan cientos de prisioneros, revientan Panzers, nunca obedecen las órdenes porque sí, antes su capitán Raymond Dronne, con mucha paciencia, les tiene que explicar y detallar los porqués, las razones, la necesidad de esa maniobra o de ese riesgo.
Luego, ante el fuego, tienen un “valor insensato”, no son soldados corrientes, nadie tiene tanta experiencia, llevan siempre muchas granadas, cajas de munición de más, raciones de comida, combustible, ametralladoras de grueso calibre, bazookas… Desprecian los Garand del treinta, temen quedarse sin munición o sin armas o sin repuestos como les pasó en España. Lucharán siempre en vanguardia en Rennes, Le Mans, Alençon, Écouché, la liberación de París... El general Von Choltitz es arrestado por tres españoles en el Hotel Meurice. Son un extremeño llamado Antonio Gutiérrez, Antonio Navarro que es de Aragón y el sevillano Francisco Sánchez. Escribo sus nombres temiendo que se borren, que se olviden de nuevo, que nadie sepa. Hay muchas fotos del desfile en París, unos pocos buenos libros cuentan por fin su historia. Luego seguirán luchando y ganando: Andelot, Badonviller, Saverne, Strasbourg. Cruzarán el Rin, el invierno a 20 grados bajo cero y no pararán nunca hasta la captura final del Nido del Águila de Hitler en Berchtesgaden. ¿Han ganado la guerra? Si hubieran sido yanquis ya les habrían hecho veinte películas. En Madrid no tienen ni el nombre de una calle.
Los cuatro hermanos García Noblejas participaron en el golpe de Estado del 36 contra la República, tres eran falangistas y uno carlista
Sigue cantando Zaz en mi cabeza: Dadme una suite en el Ritz, ¡no es lo que quiero! / Joyas de Chanel, ¡no es lo que quiero! / Dadme una limusina, ¿qué haría con ella? / Papa lapa papa. Por fin encuentro la pequeña placa blanca. Pone: “Aux Républicains Espagnols Composante Principale de la Colonne Dronne”. El primer oruga blindado que entra en la plaza del Ayuntamiento de París es el Guadalajara, sus soldados son todos libertarios extremeños. Hombres de la CNT, la FAI y la UGT que llevan una bandera de la España republicana cantan ¡A las Barricadas! y ¡Ay Carmela!,en la foto se ve muy bien al extremeño Domingo Baños, escribo su nombre también aquí, temiendo que se olvide, que nadie recuerde el quién, el porqué, el cómo de su gesta. Desfilarán luego orgullosos, disfrazados de soldados yankis, escoltan a De Gaulle, se diría que el General sólo se fía de estos españoles en esa ciudad recién liberada, aún insegura y llena de nazis emboscados. Al acabar la guerra de los 146 españoles que desembarcaron en Normandía solo quedan vivos 16. ¿Sabemos sus nombres? En 2015 la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, puso una placa azul en un pequeño jardín lleno de rosales junto al Hôtel de Ville. En Madrid nada les recordaba hasta este 20 de abril. Manuela Carmena y Anne Hidalgo pondrán flores a un monolito en la calle Hermanos García Noblejas: "Jardín de los Combatientes de La Nueve”. Ironías del destino, los cuatro hermanos García Noblejas participaron en el golpe de Estado del 36 contra la República, tres eran falangistas y uno carlista. Uno murió en los combates del Cuartel de la Montaña y otro tras ser herido en Brunete. Dos se fueron a luchar luego con los nazis en la División Azul.
Vuelvo al hotel Delambre, hoy confortable, limpio, anodino. Vuelvo al hotel “del hambre” de muchos años antes. Antes de que La Nueve liberase París y antes de que los nazis la ocuparan. Arturo Barea e Ilsa pasarán casi un año de pobreza aquí, de precariedad, de incertidumbre, de miedo, enfermos en este hotel, luego en una habitación mínima. “A menudo pasábamos hambre”, escribe Arturo. No tienen dinero. A veces cobran un artículo o una traducción comercial, apenas unos francos, siempre muy pocos. Francia se va deshaciendo. Barea descubre que al final del día, en los puestos de pescado del mercado cercano, casi le venden regalados los chipirones que sobran porque se van a estropear. Les han prestado un infiernillo eléctrico, compran una sartén pequeña y honda. Ilsa arruga la nariz con algo de asco y mira cómo Arturo va limpiando con delicadeza los bichos viscosos y oscuros en el lavabo de la pequeña habitación, luego sofríe un ajo, echa una cebolla bien picada, después los chipirones, algo de vino barato. Una hora después está hecho el milagro, es una delicia como huele el guiso, mojan pan hasta en la última gota de la salsa. Pasan hambre y miedo pero siguen vivos, juntos, un día más. Me gustaría decirles al oído que aguanten, que vendrán tiempos mejores. Pero se van de París, la guerra pronto arrasará Europa, aún faltan años hasta que Domingo Baños llegué con el half-track Guadalajara hasta allí y mire sorprendido al fotógrafo ante los agasajos y alegría de los parisinos que quieren abrazarle ese veinticinco de agosto.
Faisán guisado. Llevamos a los niños a Londres de viaje de museos, creo que tenemos suerte, los dos hijos son adictos a los museos, casi todos les asombran y les encantan, salvo la Tate Gallery, nadie es perfecto. También les entusiasman los aviones así que nos vamos en tren hasta el museo de la RAF en la ciudad de Hendon. Si eres aficionado sabes que el Spitfire es el avión más bonito del mundo y a todos los niños les encanta meterse en la cabina de uno y jugar con los mandos. Barea admiraba a esos jóvenes aviadores sin experiencia que en la Batalla de Inglaterra vencieron a la modernísima aviación alemana entrenada y experta gracias a los cielos de España. Luego alquilamos un coche para ir a la mansión Buscot Park a las afueras de Faringdon al oeste de Oxford. Pongo la radio y suena Sad de los Immaculate Fools, Protect every fading truth; brave hearts may touch their dreams/ I will always be this way. Es un típico palacio familiar de finales del XVIII que se puede visitar. Con la entrada de los turistas los dueños mantienen la casona. Pero lo que buscamos es la casita de campo Middle Lodge en Eaton Hastings en la que vivieron Barea e Ilsa casi 18 años de exilio. Allí escribió La forja de un rebeldey los guiones de los más de 800 programas para el servicio latinoamericano de la BBC. Allí se convirtió por fin en un escritor y un locutor de éxito.
Los viernes Barea iba a Londres para grabar su programa de radio y comía en el restaurante de Brewer street Majorca, en el Soho, llevado por anarquistas españoles
Los viernes Barea iba a Londres para grabar su programa de radio y comía en el restaurante de Brewer street Majorca, en el Soho, llevado por anarquistas españoles. Era un local muy bonito y moderno, con unos murales pintados por el diseñador alemán exiliado Hans Aufseeser, presidía el comedor un dibujo de la isla sobre un campo de estrellas y las siluetas de unos músicos dentro. Le encantaban los guisos del local, pero sobre todo discutir y beber Valdepeñas con sus compatriotas. También le gustaba invitar a sus amigos a comer a su casa de Faringdon. Escritores, intelectuales y jóvenes políticos laboristas admiraban sus dotes de cocinero. Hacía comidas típicas de España que maravillaban a los ingleses. Él guisaba siempre pero nunca fregaba los platos. Eran célebres sus enormes tortillas de patata, su delicioso pollo guisado con tomate o unos barrocos asados bien salseados que en nada se parecían a los simples y secos asados ingleses. También le encantaba salir a cazar faisanes por las tierras y bosques de Faringdon con un perro negro peludo y luego hacer guisos con las aves. El niño pobre, hijo de una lavandera, invitaba a comer faisán estofado estilo manchego a todo un milord, un faisán abatido en las mismas tierras del noble y luego, para más inri, el mismo lord les lavaba los platos. Pero el lord amigo que les ha dejado la casa y en la que vivirán los años más felices y productivos de sus vidas es nada menos que Gavin Henderson, segundo barón Faringdon, un pijo de Eton y Oxford, elegante y de refinadas maneras, dicen que “algo afeminado”, socialista y pacifista, que también conoció el dolor de la guerra de España, no apoyó la cobarde y traidora neutralidad del Gobierno inglés y no dudó en arrancar las preciosas tapicerías de cuero blanco de su enorme Rolls Royce, cambiar por completo la carrocería y dotarlo del más moderno equipamiento sanitario para convertido en ambulancia, conducirlo él mismo hasta el frente de Aragón para que sirviera de hospital. Un gran tipo este lord,que no se nos olvide su nombre.
Le regalaron besos, aplausos y elogios en una cantidad que le sorprendió y le hizo muy feliz. La gira fue un éxito incondicional desde el principio
Arturo Barea es un escritor español de muchísimo éxito esos años. Dicen que hasta estuvo nominado para el Nobel. En el 52 le invitan a los EEUU para dar clases durante seis meses en el Pennsylvania State College de Pittsburg, ¡y eso que dejó la escuela con sólo trece años para ponerse a trabajar! Luego viajará a Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, Santiago de Chile, Montevideo, en una gira apoteósica. Le regalaron besos, aplausos y elogios en una cantidad que le sorprendió y le hizo muy feliz. La gira fue un éxito incondicional desde el principio. Lectores de su libro y escuchantes de sus charlas hablan con él como quien recupera a un padre, a un hijo que vuelve, a un amigo muy íntimo de la infancia, un exiliado que ha rehecho su vida en otro lado, un país que ahora es también el suyo porque le han dado la nacionalidad inglesa. Para las autoridades españolas de la época era “ese escritor inglés, el Arturo Beria”. Pero ya sabemos que en España entonces y durante muchas décadas gobernará con mentiras y mano de hierro la infamia.
De vuelta a Londres salimos a cenar por ahí. Buscamos con los niños el Majorca, pero ya no existe o no damos con él. Nos conformamos con unos bocadillos. Entramos luego en una librería. Lo encuentro con facilidad, como no: The Forging of a Rebel junto a Homage to Catalonia. Siento que está en buena compañía.
Se me ha quedado pegada la canción de la radio de los Immaculate Fools: Los corazones valientes pueden tocar sus sueños. / Siempre será así.
Callos con tomate. Hemos salido en la boca de metro de la Glorieta de Embajadores llena de ruido, tráfico y contaminación. Poco queda en este paisaje del Madrid que describió con tanto cariño y precisión Arturo. Pero siento que en cuanto piso la calle Mesón de Paredes la ciudad casi es la misma. Su ciudad. Su barrio. Seguro que ahora le gustaría más porque se ha llenado de colores y sabores distintos. Huele a África, India, Marruecos, Pakistán… Pero del bar de la esquina se escapa una canción de Lou Reed y a Laurie Anderson, sus voces me suenan enamoradas: Gentle breeze / flying through the sunset / gentle rain / carrying you away / Scoop me up / and fly me through the city / hold me tight/ let's fly away. Sigue siendo el barrio más vivo, el más resistente a la gentrificación, a la elitización residencial, aunque ese aséptico y lento tsunami ya comienza a empujar desde algunas calles periféricas de Lavapiés y del Rastro. Le digo a mi hijo que cuando yo vivía en la calle Ministriles el barrio estaba lleno de los últimos de Filipinas de la droga, chavales apenas cinco o diez años mayores que parecían ancianos y buscaban rincones tranquilos para pincharse o se sentaban al solecito cálido de la plaza a ver pasar los últimos días de su vida. No estaban de paso, eran gente del barrio, hijos de los dueños de los pequeños comercios y tiendas que habían vuelto a sus casas para morir. Y se murieron todos por el sida y el veneno mientras yo me libraba y leía La forja de un rebelde en la edición argentina de Losada que me prestó un agricultor que había sido camillero republicano y que luchó en la batalla del Jarama y que nos contó como murió en su camilla un general tanquista ruso. Leí aquel libro deslumbrado y enamorado de la mujer que es hoy tu madre, ella guarda aún ese libro. Mi hijo me mira perplejo, como quien escucha una historia borrosa, remota y poco creíble.
Seguimos paseando hasta la plaza que hoy lleva por fin su nombre gracias a la voluntad ciudadana de sus miles de lectores a los que les importó una mierda que Arturo Barea fuera considerado un autor menor
Ya se pierde la canción de Lou Reed. Brisa suave / que sopla en la puesta del sol / lluvia suave / que te lleva lejos / Recógeme, tómame / llévame volando por la ciudad / agárrame fuerte / vamos a volar. Seguimos caminando. Cuando yo estaba en el instituto y tenía tu edad, Barea no aparecía en los libros de Literatura, apenas algún profe progre citaba de pasada La forja. Sin embargo no podemos entender este Madrid de hoy sin haber bebido del otro, de esa ciudad recién salida del siglo XIX que aún no sospechaba el espanto que sería el XX. Seguimos paseando hasta la plaza que hoy lleva por fin su nombre gracias a la voluntad ciudadana de sus miles de lectores a los que les importó una mierda que Arturo Barea fuera considerado un autor menor, “poco literario, parcial, socialista”. Dos de esas lectoras, Yolanda Sánchez Fernández e Isabel Fernández Suárez, quiero escribir sus nombres para que no se olviden, se conmovieron, lloraron, rieron, sintieron miedo, amor y tristeza con sus palabras, con unas historias que hoy nos siguen sonando frescas, auténticas y palpitantes. Ellas son las responsables de que hoy yo hable aquí de Arturo y de Ilsa, de que esta bonita plaza que pisamos lleve el nombre de Barea, de que Manuela Carmena, otra alcaldesa, derramase unas emocionadas palabras y no como alcaldesa sino como lectora.
Pero nuestro homenaje a Barea y a los soldados de La Nueve no es literario, ni memorialístico (ya hay muchos así, por fin, en la prensa de estos días), sino gastronómico. Le cuento a mi hijo que su querida madre, la señora Leonor Ogazón Romo, se ganaba la vida de lavandera en el Río Manzanares y un guiso habitual en aquellos años eran los callos que entonces eran una pieza de casquería baratísima. En el Madrid de entonces había mucha hambre. ¿Te puedes creer que el hambre era una de las principales causas de muerte en España? ¿sabes que la esperanza de vida en la España de 1930 era de 50 años? ¿y era de menos de 35 años a principios de siglo? ¿entiendes lo que significaba para un republicano como Barea o para todos esos hombres de la columna Dronne, las palabras progreso, justicia, despensa y escuela? Entre los pobres los callos no se guisaban con la suntuosidad del guiso “a la madrileña” que lleva morcilla, chorizo o jamón. La madre de Arturo era de Méntrida y vivió en Badajoz, donde nació Arturo, en esos lugares los callos se guisan, tras lavarlos y cocerlos bien, con un fresco y ligero sofrito de cebolla, tomate y guindilla. Nada más. No tienen nada que ver con los callos a la madrileña. Entramos en la tasca que conozco, un pequeño bar que aún no ha caído bajo las garras de los decoradores de interior o las franquicias y pedimos, “dos chatos de tinto y una ración de callos”. Podría ser la taberna de Serafín de la que se habla en La forja o los que le gustaban tanto a ese soldado extremeño llamado Domingo Baños, vuelvo a repetir su nombre, que mira sorprendido al fotógrafo desde el half-track Guadalajara mientras todas las parisinas quieren besarle. No se si han probado alguna vez los callos con tomate. Porque en los humildes callos, los pobres chipirones encebollados o el fastuoso faisán guisado a la manchega también estaba Arturo Barea. Dicen que era un buen cocinero, estoy seguro de que sí. Hoy por fin tiene una plaza con su nombre en Lavapiés y sus libros siguen vendiéndose en las librerías de Madrid, de París y de Londres. Y hoy por fin tienen un lugar los hombres de La Nueve. Vuelvo a repetir el número, de los 146 españoles que desembarcaron en Normandía solo quedaban vivos 16 al acabar la II Guerra Mundial. Sus cuerpos están por ahí, en los cementerios de media Europa y su memoria tiene por fin un lugar aquí en Madrid. Gracias Evelyne, gracias Anne, gracias Manuela.
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Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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