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Tribuna

Al borde del acantilado

Es hora de reconocer que ninguno de los dos gobiernos está realmente comprometido con la soberanía popular. Antes bien, burlan su sentido y su alcance

Vladimir López Alcañiz 18/10/2017

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Malagón

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“Al borde del acantilado” es la imagen que escogió el historiador Roger Chartier para describir las tentativas intelectuales que tratan de elucidar el vínculo entre discursos y prácticas sociales, una tarea vacilante amenazada por la tentación de asimilar las lógicas que modulan los enunciados y las que rigen los actos. “Al borde del acantilado” es también la metáfora que juzgo apropiada para reflejar la sensación de vértigo ante el carácter y el destino de nuestro presente, donde la gravedad del momento contrasta con la ingravidez del tiempo suspendido. El mañana está en el aire.

Nuestra suerte, en España y Catalunya, se debe en parte al desmoronamiento de las narrativas subyacentes a las dos identidades encontradas, desencadenado por la gran recesión. Por varias razones, España carece de una descripción densa de su idea de nación. Desde la Transición confiaba en un relato heredero del “desarrollismo” franquista, el de la modernización y la convergencia europea, que hoy está hecho trizas. A la vez, también se ha quebrado la tradición que sostenía todo el espectro del catalanismo político desde sus orígenes. El vacío resultante, en el que la letra de las leyes y el espíritu de las prácticas democráticas divergen de forma alarmante, es una arena para que los discursos pugnen por apropiarse de la legitimidad política. Es el momento populista.

No es una coyuntura fácil. La transmisión de la información en la sociedad del espectáculo entorpece la reflexión sosegada y favorece que, en cualquier debate, tenga las de perder el participante racional y matizado frente a su adversario emotivo y categórico. La crítica razonada es ineficaz en un ambiente de sinsentido y sensiblería que se mueve a ritmo de “memes” sin argumentación y microconceptos sin historia. Aun así, todo historiador sabe desde Michelet que su labor es tender puentes. 

La política ―se dice a menudo― es relato, pero a veces el relato es mistificación. Si, a pesar de sus inconsistencias, el del “Procés” ha triunfado es sin duda porque ha sabido deslizar la conciencia de pérdida de derechos hacia la necesidad de autodeterminación, pero también porque lo ha hecho a sus anchas. El combate por el significado de este momento decisivo no ha tenido lugar por la ausencia de una de las partes que, encastillada en el dogma “la democracia es la ley”, no ha sabido contrarrestar el mantra no menos falaz de “la democracia es votar”. Es sorprendente la inseguridad con que el Estado afronta los desafíos de la sociedad moderna. ¿Por qué se comporta así?

La nación tardía   

José Luis Villacañas arroja luz al respecto. España ―sostiene el filósofo― es una “nación tardía”, condición que conlleva grandes dificultades para configurar un poder democrático identitaria e institucionalmente estable. España no se percibió como nación política existencial hasta 1808 y aún tardó mucho más en devenir una nación constituida. De hecho, la primera constitución democrática duradera solo llegó en 1978. Pero el problema de la renovación del poder constituyente sigue abierto. Desde 1812, España nunca ha sostenido un régimen capaz de reflexionar sobre su propia constitución. Ha tenido siete constituciones, pero no ha reformado a fondo ninguna. (La alteración del artículo 135 en 2011 no es sino un hito en la infausta historia de la pérdida de la soberanía ciudadana y el socavamiento de la democracia). Así pues, ante la urgencia de este momento, no es extraño que el Estado, máxime con este gobierno conservador, haya reaccionado con rigidez extrema e incluso violencia desaforada, delatando una ansiedad insuperable ante la apertura de la historia.

Ante la urgencia de este momento, no es extraño que el Estado, máxime con este gobierno conservador, haya reaccionado con rigidez extrema e incluso violencia desaforada, delatando una ansiedad insuperable ante la apertura de la historia.

Las naciones tardías ―como mostró el historiador alemán Reinhart Koselleck, provocativamente, ante un público francés― comprenden mejor su historia cuando esta pone de manifiesto sus procesos y estructuras federales en lugar de su supuesta homogeneidad nacional. Paradójicamente, en circunstancias críticas, su angustia existencial las empuja a poner fin a los discursos y prácticas federales para tratar de resolver los problemas como naciones homogéneas. Esto es lo que está sucediendo en España y Catalunya. Una ha olvidado la política del reconocimiento, otra ha cedido a la política del resentimiento. El resultado es una peligrosa incomprensión entre ambas que también empaña la comprensión de sí mismas.

La nación herida

Consideremos Catalunya. Según el historiador Enric Ucelay-Da Cal, desde 1880 hasta 2010 el significado del catalanismo tuvo una amplitud hoy perdida: más allá de sus diferencias, regionalismo, federalismo y soberanismo remitían a una cultura política común inspirada en la voluntad de autogobierno. El horizonte último del nacionalismo catalán, además, era la transformación de España. Tanto esa significación ambigua como esta afirmación de la excepcionalidad propia y de un proyecto compartido vertebraron la política catalana durante 130 años. Desde 2012, sin embargo, la ambivalencia se ha vuelto intolerable y la ruptura parece la única salida posible. Hay que interpretar ese cambio.

Los contornos del universo nacionalista tradicional no coinciden con los del mundo independentista actual. Este considera que la apuesta federalista de Maragall fue el último intento de trenzar un proyecto común e interpreta su fracaso como la revelación de que aquella era una promesa vacía. Desde entonces, el independentismo se ha ensanchado y ha convencido a muchos de que el agravio es incuestionable y de que el Estado español es irreformable, incapaz de encajar configuraciones políticas de geometría variable. El nacionalismo, observó Isaiah Berlin, nace siempre de una herida infligida al sentimiento colectivo.

Sobre esas bases, el independentismo se ha movido rápido. En el terreno de la práctica, ha desplegado una estrategia populista que le ha permitido contener y excitar al mismo tiempo a las multitudes y generar una aparente unanimidad. En el orden del discurso, ha impuesto una lógica dicotómica que ha dividido trágicamente el campo político, dejando en tierra de nadie a las propuestas de signo federal. 

El independentismo se ha ensanchado y ha convencido a muchos de que el agravio es incuestionable y de que el Estado español es irreformable, incapaz de encajar configuraciones políticas de geometría variable

Este doble movimiento es sumamente problemático. Bien pronto, las instituciones se hicieron con el timón del proceso, revelando la escasa autonomía de la sociedad civil respecto del poder político y soslayando a quienes deseaban dar un cariz más emancipador a la revuelta democrática. Así es como, por debajo de la pretendida unidad, ha podido librarse una batalla por recomponer la hegemonía neoliberal. Además, ha cristalizado la ilusión de que es lo mismo un pueblo unido que uno unificado, uniformado como en las demostraciones de los últimos septiembres. Asimismo, se ha olvidado que investir al colectivo de rasgos humanos suele tener el corolario de despreciar la humanidad de cada individuo, como también que una excesiva unidad de pensamiento y acción puede ser pasto de liderazgos antidemocráticos.

Y, si hablamos de democracia, es hora de reconocer que ninguno de los dos gobiernos está realmente comprometido con la soberanía popular. Antes bien, burlan su sentido y su alcance. Hay democracia más allá de la ley, pero también violencia más acá de las porras. La dinámica plebiscitaria no está pensada para favorecer la elección, sino la polarización. Si a eso sumamos la exclusión de la prudencia, la duda razonable y la autocrítica del escenario público, nos encontramos con una circunstancia muy poco propicia para enhebrar una propuesta federal o incluso para fundar una república digna de ese nombre. La ciudadanía no puede permanecer ciega a aspectos decisivos de la realidad. La ética de la convicción no puede justificar la política de la irresponsabilidad. El momento populista ha de dar paso al momento republicano.

La nación laica

Sería imprudente que un historiador extrajera recetas de la historia. Pero sí puede elaborar la experiencia histórica y ponerla al servicio del juicio político. Por eso me permito aludir a un pasado lejano que guarda cierto vínculo con el presente. Si hoy, en Europa, no vivimos envueltos en guerras de religión, persecución de herejes, quema de libros y procesos inquisitoriales se debe, entre otras cosas, a los múltiples combates que se han librado en nombre de la tolerancia, la libertad religiosa, la separación entre Iglesia y Estado y la laicidad. Hemos aprendido que la religión, sin frenos, tiende a colonizar la sociedad; bien encauzada, sin embargo, contribuye a su vitalidad.

¿Acaso no detectamos que, demasiadas veces, nuestros Estados se comportan como lo hacían las religiones cuando acentúan las políticas identitarias ante la diversidad social?

La laicidad postula que es necesaria la distancia entre política y religión para que ambas puedan desarrollarse. Esa distancia, como nos enseña Daniel Gamper, no solo protege al Estado de las iglesias, sino también a las iglesias del Estado. La laicidad es pues imprescindible para salvaguardar la libertad religiosa, puesto que la confesionalidad única es opresiva y donde la fe es obligatoria, no puede ser sincera.

Ahora volvamos al presente. ¿Acaso no detectamos que, demasiadas veces, nuestros Estados se comportan como lo hacían las religiones cuando acentúan las políticas identitarias ante la diversidad social? ¿No percibimos que la presión homogeneizadora, como la persecución religiosa, alimenta su opuesto, la radicalización y la exhibición de la diferencia? Una guerra de banderas solo puede complacer a los insensatos. La herencia de la laicidad nos conmina a explorar formas políticas donde las identidades puedan realizarse sin excluirse: los perímetros de la identidad, la nación, la soberanía y el Estado no tienen por qué coincidir. La historia del federalismo es una buena prueba de ello. Eso sí, estamos ante una larga marcha reñida con el autoritarismo y la impaciencia.

El primer paso es pensar históricamente, no histéricamente: revisar las narrativas de la identidad y rescatar toda la diversidad silenciada, perseguida, proscrita, eliminada y a la postre olvidada. Quizá así cada uno de nosotros aprenda a verse a sí mismo como otro y a los otros como un sí mismo. Quizá así, desde el borde del acantilado, podamos dar un salto hacia el futuro sin sentir vértigo por no tener un pasado donde apoyarnos.

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Vladimir López Alcañiz

Es doctor en Historia. Sin haber vivido nunca en ella, aunque casi siempre cerca, considera Barcelona la patria de su espíritu

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10 comentario(s)

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  1. Gekokujo

    Creo que Martín está cerca de la verdad, no dudo de la voluntad de personas y juristas (no rían) proponiendo soluciones que sean válidas para el conjunto de España. El problema es que si gobierna una banda que utiliza el enfrentamiento entre sus partes como política estándar, pues todo lo demás son brindis al sol. Por cierto, quiero sumarme al coro que va aporreando a los equidistantes, me pregunto si han pensado en lo diferente del tratamiento de la "minoría" castellanohablante en Catalunya respecto de la minoría catalanohablante en España. Siendo honestos hay que reconocer que las hay.

    Hace 7 años

  2. Martín Patrocinio

    Marodeto: sí, jurídicamente hablando la aprobación de la ley de transitoriedad tiene algo de chapuza, pero sin el contexto no puede entenderse el texto. Los partidos estuvieron invitados a las comisiones parlamentarias, pero PP, C's y parte de Podemos fueron bloqueando todo espacio de diálogo. ¿Qué se puede hacer en esta situación? ¿Otra vez elecciones? ¿Que la minoría parlamentaria domine a la mayoría -si bien no cualificada de 2/3, cierto es-? No fue todo tan fácil. En fin... Ante el bloqueo institucional, en catalán tenemos una frase hecha: "tirar pel dret". Así se hizo, lástima que no se pudiera hacer de forma pactada y dialogada.

    Hace 7 años 1 mes

  3. Vladimir López Alcañiz

    Gracias, Marodeto, por tu interés. Respondiendo a tu pregunta a la espera de otras voces, vaya esta consideración general: todas las leyes escritas gozan de un consenso sobre su letra, pero también de un margen de disenso sobre su significado, con lo cual su interpretación no es científica, sino política. Dicho esto, en este caso sí parece existir un problema jurídico. Por si puede interesarte, así es como contó lo ocurrido ese día, en estas mismas páginas, el impagable Guillem Martínez: https://goo.gl/o7kGDv. A partir del punto 15 del texto se aborda este asunto en concreto. Asimismo, en el penúltimo párrafo de esta crónica de eldiario.es, https://goo.gl/i9qUbB, puedes leer en torno a qué diferían la mayoría parlamentaria y la oposición. Además, parece que hay acuerdo en que el referéndum catalán no cumplió con todas las directrices de la Comisión de Venecia, comúnmente aceptadas. Si todo esto es así, y aunque siempre hay excepciones, conviene recordar que, desde antiguo, la teoría política nos dice que los regímenes que ponen a la gente por encima de las leyes suelen servir a los gobernantes y no a los gobernados ―lo que podría abrir otro debate, por cierto―. Un saludo cordial.

    Hace 7 años 1 mes

  4. Marodeto

    Me ha encantado tu comentario "Martín Patrocinio". Estoy tratando de tener una idea más precisa de lo acontecido estos últimos años y asi poder posicionarme más cómodamente. Quería aprovechar para hacer una consulta a los lectores, al autor del artículo y sobretodo al autor del comentario: - Como debemos interpretar el procedimiento que siguieron JxS + CUP para aprova la ley de referendum y transitoriedad? Coscubiela dijo que era una falta muy grave a al democrácia, entiendo que 1. por aprovarse por la vía de urgencia (tas modificar el reglamento), 2. Por hacerse sin el beneplácito del consell de garanties y 3. por hacerse por mayoria absoluta(50+1) y no por mayoria cualificada (2/3) como se presupone de un tema tan importante. Es esto cierto jurídicamete hablando? Gracias.

    Hace 7 años 1 mes

  5. Vladimir López Alcañiz

    Hay discrepancias con las que habremos de convivir. Es bueno que así sea para que el debate no cese. Pero no hay desliz alguno, solo asumía el punto de vista de quienes se expresan en esos términos. Y, claro, tampoco una sola manera de reconstruir la confianza ―fides― para sellar un pacto entre iguales ―foedus―: no otras son las bases del federalismo. Un abrazo más.

    Hace 7 años 1 mes

  6. Martín Patrocinio

    Por cierto, que la pulla no sea confundida con la puya. Paz ante todo y rectificar el error ortográfico.

    Hace 7 años 1 mes

  7. Martín Patrocinio

    Lejos de mi intención rebajar la obra para elevar la crítica. Repase mis palabras el autor y verá los elogios (y alguna puya que otra, pero eso ya es de uso interno). Discrepo de la idea que se sostiene en la crítica de la crítica; sí que puede la enumeración de los hechos recientes desmentir algunas interpretaciones de la larga duración, pues es en el más acá donde desemboca todo lo del más allá. Los hechos recientes pueden falsar popperianamente las interpretaciones. De eso debería tratar la ciencia histórica, entre otros menesteres. Que hay argumentos que sonrojan en ambas partes es bien cierto. En eso no discreparemos. Pero no logro observar con claridad que el movimiento independentista sea una reacción al inmovilismo de Madrid. Que la antigua CiU se apuntó al carro para tapar sus vergüenzas está fuera de toda duda, si bien el apoyo electoral del que antaño gozaba ha ido mermando a pasos de gigante. Acepto que aquí, en Catalunya, también hay corrupción. Que el peso de la ley caiga sobre ellos, pero no olvidemos que Artur Mas, heredero de la peor tradición del catalanismo y del pujolismo, fue obligado a bajarse del tren gracias a la presión de la CUP. No ha habido un hecho de este calado en el Estado. Se afirma en la crítica de la crítica lo siguiente: “Ellos lo han hecho muy mal, de acuerdo. Pero nosotros ¿estamos obrando bien?”. Pues bien: ¿quienes son, estimado doctor López, “ellos” y “nosotros”? Que maravilloso desliz… Diálogo, paz y las porras solamente para desayunar en Madrid. Quizás no hay más alternativa que el federalismo. Pero desconfía de quienes sostienen que solo hay una alternativa buena para resolver los conflictos. Un abrazo fraternal (en el sentido del añorado Antoni Domènech).

    Hace 7 años 1 mes

  8. Vladimir López Alcañiz

    Cuando un lector dedica tanto espacio a responder elaboradamente un texto, su autor no puede sino estar agradecido, incluso si esa respuesta incurre a veces en el vicio ―típicamente hispánico por cierto― de rebajar la obra para elevar la crítica. Cuando ese lector es además un amigo, la oportunidad de prolongar el debate en el ágora no puede ser desatendida. Puntualizaré, pues, algunos aspectos de mi trabajo y señalaré, después, el que me parece la principal ―y sintomática― debilidad de la crítica. No hay, por mi parte, desconsideración de los hechos alguna, antes al contrario. Trato de fijar una perspectiva de larga duración que, aunque objetable, no puede ser desmentida mediante la enumeración de hechos concretos recientes. Son dos puntos de vista distintos y compatibles. Tampoco distingo entre la razón federalista y el corazón nacionalista, sino entre formas de defender una posición política: vengan de donde vengan, hay argumentos que sonrojan. Poco discutible me parece que la cuestión nacional ha ensombrecido las cuestiones social y moral, con la consecuencia de que los partidos más corruptos y que han hecho más dolorosa la crisis siguen en sus gobiernos. Por último, peor que explorar tarde una propuesta emancipadora es seguir apoyando una dinámica que puede conducirnos a no tener más que malas decisiones por tomar. La desesperación ante el inmovilismo que ha llevado a muchos a la vía independentista está justificada, pero no basta para sustentar una apuesta esperanzadora de futuro. Quizá sea justo ahora cuando veamos que tenemos que tomarnos en serio la imaginación federal. Con esto enlazo con mi objeción a la crítica. En ella se habla con detalle de los agravios cometidos contra el autogobierno de Catalunya, bien ciertos, pero no se dedica ni una palabra a juzgar la bondad del curso de acción del gobierno catalán. Ellos lo han hecho muy mal, de acuerdo. Pero nosotros ¿estamos obrando bien? La propuesta federal llega tarde, de acuerdo. Pero la independencia ¿nos lleva a alguna parte? La respuesta en ningún caso puede ser que “no hay alternativa”: eso es lo que decían los secuaces de la austeridad y recordará el lector cómo nos indignaba. Lo sintomático del tiempo que vivimos, en fin, es la ceguera deliberada. Desde un lado y desde el otro se cuenta el mismo relato de buenos y malos, de ofensores y humillados, de demócratas y golpistas, pero con los papeles cambiados. Sin autocrítica, sin alejarnos del resentimiento y sin unas ideas más duraderas que las circunstancias es como nos dejamos arrastrar por la inercia que nos lleva, a unos y a otros, al precipicio. Hoy estamos un poquito más cerca. Un abrazo fraterno.

    Hace 7 años 1 mes

  9. Martín Patrocinio

    Cargado de buenas intenciones, nuestro autor propone —otro brindis al Sol— replantear una resolución federal al problema. Si bien es una salida del atolladero, parece que se quiera obviar que ese momento ya pasó. Uno no puede dejar de estar perplejo ante un texto como este; un doctor en Historia que tiene muy poco en cuenta los hechos y que se enmaraña en conceptos, cual filósofo del lenguaje. Como si todo significado ya llevara implícito su referente. Pocos datos se nos ofrecen para defender el “momento federal” que se reclama. Parafraseando de manera un poco tosca a Kant, podemos decir que las interpretaciones históricas sin hechos son vacías, y los hechos sin interpretación son ciegos. Un ejemplo: se olvida —todo olvido es freudianamente sospechoso— que ya hubo una suerte de referéndum en 2014 —otra reunión de “castellets” (sic), citando a esa estimulante figura intelectual que es el ministro de Justicia actual—. Allí se planteó, por presiones de ICV, que se dejara una opción para optar por un estado catalán sin necesariamente ser independiente. Así lo propuso el president Mas guiado por alguien poco sospechoso de no conocer el federalismo como Ferran Requejo. El desprecio de PP y PSOE ante tal “performance” es conocido. El pasado es terco, aunque se abuse de él en tanto que barandilla de la identidad. En 2006, el president Maragall propuso un nuevo Estatut para encauzar el malestar catalán; otra vez se despreció la voluntad de la ciudadanía catalana. Se le pasó “el cepillo” (Guerra dixit) a un texto constitucionalmente impecable, que pasó por todos los controles del Parlament, por todas las comisiones de juristas e, incluso, por el Congreso de los diputados. La sombra del Tribunal Constitucional (órgano político en toda regla) apareció en escena. Se impugnaron pornográficamente artículos válidos para los valencianos y para los andaluces, pero no así para alguien de Corbera de Llobregat, por ejemplo. Los hechos son así, tercos como una mula. Autodefinirse, como hace nuestro autor, como “un participante racional y matizado” frente a un “adversario emotivo y categórico” no deja de ser sonrojante. El papel de la razón y de las emociones en las decisiones políticas está más que tratado; revísese la filosofía política contemporánea para ello. El cerebro frío federalista frente al corazón henchido nacionalista no deja de ser una ilusión (como la independencia de Catalunya, ¡quién sabe!). Las dos partes (y la tercera en concordia, la federal, como quisiera el doctor) tienen sus razones y sus emociones. Colocar en situación de igualdad la falacia “democracia es ley” frente a “democracia es votar” forma parte de la ya clásica equidistancia que tanto gusta a los gourmets del pensamiento. Olvida el doctor López que en el votar está incluido el “NO” con el mismo grosor tipográfico que el “SÍ”. Sostiene el doctor López que la impuesta dicotomía (el desgarro social, dirán otros) de los independentistas ha dejado “en tierra de nadie las propuestas de signo federal”. No sé si en tierra de nadie, pero sí sin que haya casi nadie en tierra que las sostenga. ¿Dónde están los federalistas? Podemos, sin duda, ha hecho buenas sugerencias al respecto, pero el peso demográfico que las sostiene no es suficiente. (Las encuestas, por otro lado, no les son favorables a este respecto). ¿Puede un PSOE a la deriva defender con una mano la aplicación del 155 y con la otra mano hacer un propuesta de remodelación territorial? Se habla de una reforma constitucional, como si se diera por supuesto que esto fuera necesariamente bueno para las aspiraciones catalanas (y independentistas, no vaya a ser que se me insulte por apropiarme de las aspiraciones de “todos los catalanes”). Las remodelaciones constitucionales son como las revisiones de exámenes en la Universidad: se sabe cómo se entra, pero no cómo se sale. El impulso recentralizador clama por todos los rincones de la derecha más extrema. Se defiende en este bellamente escrito texto —no así esta humilde respuesta, ¡qué se la va a hacer!— que la sociedad civil tiene “escasa autonomía” respecto del poder político. Quizás por eso los presidentes de Òmnium Cultural y de la Assemblea Nacional de Catalunya duermen en Soto del Real rodeados de banderines de España —como si de un "tendío taurino" se tratara— y no hay ni un solo político “processista” en la cárcel —mientras se escriben estas líneas, al menos—. ¿Alguien recuerda el mantra “sin violencia se puede hablar de todo”? Como decía el filósofo alemán Schuster, “no hace falta decir nada más”. Y, para ir acabando, se habla del Procés —perdón por la mayúscula— como una reconstrucción del proyecto neoliberal. Una breve enumeración, si se me permite: neoliberal es que el Tribunal Constitucional (TC en adelante, para no cansar al improbable lector) tumbe la ley de impuestos sobre los pisos vacíos aprobado en el Parlament de Catalunya (PC, para no cansar al ya imposible lector, y con perdón de los comunistas); neoliberal es que el TC tumbe la ley antifracking aprobada por el PC; neoliberal es que el TC tumbe la prohibición de construir grandes superficies comerciales fuera de las ciudades; neoliberal es que el TC tumbe el decreto-ley aprobado sobre los impuestos a los bancos; neoliberal es que el TC tumbe el decreto-ley para luchar contra la pobreza energética (por cierto, “the winter is coming” y no hemos arreglado nada gracias a sus magistrados); neoliberal es que se haya tumbado el impuesto sobre la producción de energía nuclear (Fukushima, je t’aime); y neoliberal —no me quiero cansar ya a mí mismo, aunque soy más terco que los hechos— es que se tumbe la ley antidesahucios. A pesar de todo, Vladimir (perdón que te tutee), buen texto, aunque debería haberse escrito en 2005. Se me dirá que las buenas ideas no caducan. ¡Cierto! Quizás el federalismo sea como el buen vino, que gana con los años, pero lo dionisíaco siempre ha sido más atractivo que lo apolíneo. Un abrazo sincero.

    Hace 7 años 1 mes

  10. Martín Patrocinio

    Cargado de buenas intenciones, nuestro autor propone —otro brindis al Sol— replantear una resolución federal al problema. Si bien es una salida del atolladero, parece que se quiera obviar que ese momento ya pasó. Uno no puede dejar de estar perplejo ante un texto como este; un doctor en Historia que tiene muy poco en cuenta los hechos y que se enmaraña en conceptos, cual filósofo del lenguaje. Como si todo significado ya llevara implícito su referente. Pocos datos se nos ofrecen para defender el “momento federal” que se reclama. Parafraseando de manera un poco tosca a Kant, podemos decir que las interpretaciones históricas sin hechos son vacías, y los hechos sin interpretación son ciegos. Un ejemplo: se olvida —todo olvido es freudianamente sospechoso— que ya hubo una suerte de referéndum en 2014 —otra reunión de “castellets” (sic), citando a esa estimulante figura intelectual que es el ministro de Justicia actual—. Allí se planteó, por presiones de ICV, que se dejara una opción para optar por un estado catalán sin necesariamente ser independiente. Así lo propuso el president Mas guiado por alguien poco sospechoso de no conocer el federalismo como Ferran Requejo. El desprecio de PP y PSOE ante tal “performance” es conocido. El pasado es terco, aunque se abuse de él en tanto que barandilla de la identidad. En 2006, el president Maragall propuso un nuevo Estatut para encauzar el malestar catalán; otra vez se despreció la voluntad de la ciudadanía catalana. Se le pasó “el cepillo” (Guerra dixit) a un texto constitucionalmente impecable, que pasó por todos los controles del Parlament, por todas las comisiones de juristas e, incluso, por el Congreso de los diputados. La sombra del Tribunal Constitucional (órgano político en toda regla) apareció en escena. Se impugnaron pornográficamente artículos válidos para los valencianos y para los andaluces, pero no así para alguien de Corbera de Llobregat, por ejemplo. Los hechos son así, tercos como una mula. Autodefinirse, como hace nuestro autor, como “un participante racional y matizado” frente a un “adversario emotivo y categórico” no deja de ser sonrojante. El papel de la razón y de las emociones en las decisiones políticas está más que tratado; revísese la filosofía política contemporánea para ello. El cerebro frío federalista frente al corazón henchido nacionalista no deja de ser una ilusión (como la independencia de Catalunya, ¡quién sabe!). Las dos partes (y la tercera en concordia, la federal, como quisiera el doctor) tienen sus razones y sus emociones. Colocar en situación de igualdad la falacia “democracia es ley” frente a “democracia es votar” forma parte de la ya clásica equidistancia que tanto gusta a los gourmets del pensamiento. Olvida el doctor López que en el votar está incluido el “NO” con el mismo grosor tipográfico que el “SÍ”. Sostiene el doctor López que la impuesta dicotomía (el desgarro social, dirán otros) de los independentistas ha dejado “en tierra de nadie las propuestas de signo federal”. No sé si en tierra de nadie, pero sí sin que haya casi nadie en tierra que las sostenga. ¿Dónde están los federalistas? Podemos, sin duda, ha hecho buenas sugerencias al respecto, pero el peso demográfico que las sostiene no es suficiente. (Las encuestas, por otro lado, no les son favorables a este respecto). ¿Puede un PSOE a la deriva defender con una mano la aplicación del 155 y con la otra mano hacer un propuesta de remodelación territorial? Se habla de una reforma constitucional, como si se diera por supuesto que esto fuera necesariamente bueno para las aspiraciones catalanas (y independentistas, no vaya a ser que se me insulte por apropiarme de las aspiraciones de “todos los catalanes”). Las remodelaciones constitucionales son como las revisiones de exámenes en la Universidad: se sabe cómo se entra, pero no cómo se sale. El impulso recentralizador clama por todos los rincones de la derecha más extrema. Se defiende en este bellamente escrito texto —no así esta humilde respuesta, ¡qué se la va a hacer!— que la sociedad civil tiene “escasa autonomía” respecto del poder político. Quizás por eso los presidentes de Òmnium Cultural y de la Assemblea Nacional de Catalunya duermen en Soto del Real rodeados de banderines de España —como si de un "tendío taurino" se tratara— y no hay ni un solo político “processista” en la cárcel —mientras se escriben estas líneas, al menos—. ¿Alguien recuerda el mantra “sin violencia se puede hablar de todo”? Como decía el filósofo alemán Schuster, “no hace falta decir nada más”. Y, para ir acabando, se habla del Procés —perdón por la mayúscula— como una reconstrucción del proyecto neoliberal. Una breve enumeración, si se me permite: neoliberal es que el Tribunal Constitucional (TC en adelante, para no cansar al improbable lector) tumbe la ley de impuestos sobre los pisos vacíos aprobado en el Parlament de Catalunya (PC, para no cansar al ya imposible lector, y con perdón de los comunistas); neoliberal es que el TC tumbe la ley antifracking aprobada por el PC; neoliberal es que el TC tumbe la prohibición de construir grandes superficies comerciales fuera de las ciudades; neoliberal es que el TC tumbe el decreto-ley aprobado sobre los impuestos a los bancos; neoliberal es que el TC tumbe el decreto-ley para luchar contra la pobreza energética (por cierto, “the winter is coming” y no hemos arreglado nada gracias a sus magistrados); neoliberal es que se haya tumbado el impuesto sobre la producción de energía nuclear (Fukushima, je t’aime); y neoliberal —no me quiero cansar ya a mí mismo, aunque soy más terco que los hechos— es que se tumbe la ley antidesahucios. A pesar de todo, Vladimir (perdón que te tutee), buen texto, aunque debería haberse escrito en 2005. Se me dirá que las buenas ideas no caducan. ¡Cierto! Quizás el federalismo sea como el buen vino, que gana con los años, pero lo dionisíaco siempre ha sido más atractivo que lo apolíneo. Un abrazo sincero.

    Hace 7 años 1 mes

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