Crónica Judicial
Gürtel, mon amour
Correa dio a entender que la normalidad del poder fáctico de los negocios ibéricos no resiste la lupa de la Justicia
Esteban Ordóñez San Fernando de Henares , 17/11/2017
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Visto para sentencia. Catorce meses, 125 jornadas. El juez Ángel Hurtado sonrió por primera vez y su toga se hizo menos negra. Los abogados, alegres, se palmoteaban y se daban besos. Algunos pedían que les hicieran fotos en la sala, para el recuerdo. Posaban frente a algún móvil y sus togas no es que perdieran negritud, sino que se hacían transparentes. La Justicia, como ente fantasmal, neutro y aséptico, de pronto, parecía no haber estado nunca entre nosotros: tal vez no exista en esos términos. Se veía en los letrados esa expectativa de fin de curso: esa forma de sentirse feliz por anticipado al saber que el tiempo pulirá el recuerdo y quedará solo la sensación de haber vivido algo histórico y el color crema de la madera de la sala y la risita junto a la máquina de café y los cuchicheos importantes y las cámaras en la puerta. Un observador imparcial se preguntará si todos los juicios terminan con este aire de celebración o si es que este proceso en concreto supone, se gane o se pierda, una victoria para los defensores. “¿Te acuerdas de cuando Gürtel?”, se dirán dos abogados que se encuentren dentro de unas décadas en alguna pescadería. “Gürtel, mon amour”, suspirarán a coro.
Lo que para los letrados es culminación feliz para los acusados es el principio del pozo. Y Francisco Correa, ante la caída definitiva al hoyo, pronunció sus últimas palabras con sosiego y afabilidad. Cosa extraña: lo que más ha mostrado el cabecilla durante todo el proceso ha sido un vaivén de rabia, abatimiento y sequedad. Esta vez fue distinto a pesar del alegato terriblemente desasosegante que vertió.
Aseguró que salvo en el caso del delito fiscal, en el resto de su actividad no tenía la sensación de estar delinquiendo. En este país, relató, los negocios se han hecho siempre como él los hacía; empresarios, ministros, presidentes y expresidentes ejercían de conseguidores o los empleaban. Correa dio a entender, en resumidas cuentas, que la normalidad del poder fáctico de los negocios ibéricos no resiste la lupa de la Justicia. No quiso mentar nombres para no recibir más querellas. “Ministros y expresidentes trabajan de esta manera en países latinoamericanos y de Oriente Medio, ¿dónde está mi falta?”, preguntó. “Que empiecen a construir prisiones en España para meter a todos los que están en paraísos fiscales”, terció, y añadió que son los mismos asesores financieros quienes proponen a los clientes, con toda tranquilidad, que guarden el dinero en islas con palmeras.
“Que empiecen a construir prisiones en España para meter a todos los que están en paraísos fiscales”
El banquillo de los acusados estaba prácticamente vacío: sólo asistieron Isabel Jordán, Teresa Gabarra y Alberto López Viejo. Crujía un silencio como de zulo antes de que Correa apareciera con su americana de botones dorados en la manga. Hay un punto de pretensión en su forma de vestir que certifica que no siempre fue marqués de Gürtel, sino que un día, allá en sus 13 años, cuando le llamaban Paquito, fue botones (o sea, un oficio parecido a la servidumbre). Tiene ese punto de exceso compensatorio (quizás en los puños de la camisa que sobresalen, desabrochados y sin gemelos) que se ve en quienes sienten sus orígenes como un escozor constante e insoportable en la nuca.
En el monitor, la imagen de soledad era total: un muerto que al ver que su velatorio está vacío se ve obligado a levantarse y honrarse a sí mismo. Nada más sentarse, miró hacia atrás, por la derecha y por la izquierda. No se fijó en las sillas vacías de los acusados, sino más al fondo, donde nos sentamos los periodistas y el público. Se diría que buscaba algo y no lo encontró.
El día anterior habían terminado los informes finales de las defensas con el abogado del PP, procesado como responsable a título lucrativo. Jesús Santos, el representante en la sala del partido por cuya sede genovesa Correa se había paseado cómodamente, casi en batín y alpargatas, volvía a negar los hechos, es decir, volvía a negarlo a él. Santos respondió al “abrumadoramente contrastado” de la Fiscalía diciendo que, en esta causa, lo “abrumador” era el “vacío probatorio”.
El PP enfrentaba otra de sus semanas negras en medio del conflicto catalán (juicio de Púnica, audios de Lezo, el anuncio del procesamiento al propio partido y apertura de juicio contra Rato) y Santos tuvo que hacer malabares. A saber: tenía que desautorizar a la justicia gurteliana, por politizada, y a la vez mantener el mantra de la independencia sin mácula de la Fiscalía tras el que se ha parapetado para gestionar el conflicto territorial. Cosa insalvable. Santos bebía mucho de un vasito de plástico opaco, no sabemos si café o tila.
La relación de Correa con el PP, según resumió él mismo en sus últimas palabras, fue el resultado de una “estrategia comercial”. “Yo dije, me interesa trabajar con ellos porque organizan mítines y actos diarios. Luego existieron irregularidades, pero la relación no se creó para delinquir”. Asimismo, aseguró que nunca sobornó al PP para que adjudicara contratos a distintas empresas, sino que cobraba del empresario que, por conseguirle el negocio, le pagaba una comisión. El pedía factura de eso, dijo, pero no se la daban.
“Mi gente no éramos políticos, éramos una empresa privada y trabajábamos con estilo de empresa privada”
El presunto cabecilla empezó, al fin, a honrarse a sí mismo. Lo hizo con estructura elegíaca: apenándose por su final, rebelándose, dulcificándose con el recuerdo de épocas pasadas y, por último, fantaseando con una suerte de resurrección. El dolor: “No se sostiene el riesgo de fuga, he asistido al juzgado diariamente. Nosotros somos los únicos en estas circunstancias que estamos en prisión sin sentencia firme”. La rebelión: “¿Por qué tenemos que pagar un castigo? ¿Por qué estamos tratados como si fuéramos peores que los terroristas? No tiene sentido”. Orgullo del pasado: “Mi gente no éramos políticos, éramos una empresa privada y trabajábamos con estilo de empresa privada”. Y, por último, una resurrección que no era tanto de vida o libertad como de tono moral y dialéctica del sacrificio: “Quiero ofrecer mi total colaboración a la Fiscalía en adelante, si tengo que estar dos o tres semanas reuniéndome con ustedes estoy dispuesto. Voy a decir toda la verdad, no tengo nada que ocultar ni que perder, me da igual que me metan 200 o 300 años”.
En un momento, cortó su línea argumental y proclamó: “Solicito, como ciudadano español, el indulto del juez Baltasar Garzón. Este señor ha sido injustamente inhabilitado”. Vasallo, abogado de Álvaro Pérez El Bigotes, se echó la mano a la cabeza y miró Alberto López Viejo, que le devolvió la risa desde su silla. Fue uno de esos intercambios cómplices que se dan entre pasajeros de un autobús cuando entra algún pobre loco delirando… Quiero decir que se percibían unos gramos de sentimiento de superioridad.
Correa, sin embargo, también tuvo su momento de ternura. Agradeció a Edmundo Bal, abogado del Estado, sus palabras durante el informe final de la semana anterior. “Si no eran cariñosas, sí muy agradables”, ablandó los pómulos el acusado. Bal asentía y no. En realidad, no había sido tan así. Bal había reconocido la voluntad de colaboración del acusado y su deseo de proteger a sus trabajadores, pero, al mismo tiempo, acabó solicitando una “condena ejemplar”. O sea: fue más duro que la Fiscalía. Al ver a Correa agradeciendo aquella miga de pan como si fuera toda la panadería, se repitió en mi cabeza la escena vivida pocos minutos antes, cuando el acusado tomó asiento nada más llegar: Paquito el botones volviéndose y buscando, en el fondo de la sala, algo que no encontró.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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