Tribuna
Ya eres un enemigo de la Constitución
Si la Carta Magna no protege los derechos fundamentales incluso de quienes quieren cambiarla o saltársela, pierde su legitimidad democrática
Joaquín Urías 27/11/2017
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En 1975 Peter Schneider publicó un libro, que alcanzó cierta fama, titulado Ya eres un enemigo de la Constitución. Narraba los excesos de la “legalidad fanática” en la República Federal Alemana de la época ejemplarizados en la persecución contra un profesor universitario, el profesor Klef. Un día éste tuvo la ocurrencia de comentar ante unos colegas que el hecho de que una ley sea aprobada por la mayoría del parlamento no significa que tenga el apoyo de la mayoría del pueblo. Parece que pone en duda un principio de la Constitución alemana y entre sus interlocutores salta la alarma. A partir de ahí se pone en marcha toda una maquinaria contra quienes dudan de la democracia. Las autoridades intentan demostrar que el profesor participa en manifestaciones no autorizadas o desarrolla cierto activismo de izquierdas y acaban por declararlo formalmente enemigo de la Constitución.
La historia se me ha venido varias veces a la cabeza estos días. Si algo nos está enseñando la crisis catalana es lo cerca que, como sociedad, estamos del precipicio. En muchos sentidos, pero sobre todo en materia de derechos. Basta cualquier chispa para que surja de la nada una masa vociferante que embiste al contrario sin moderación y, por supuesto, sin respeto a sus derechos más fundamentales. Esta dinámica es más terrible --si cabe-- cuando se hace, precisamente, en nombre de la Constitución que garantiza tales derechos.
La Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo exigen a los líderes soberanistas una lealtad a la Carta Magna que, en sí misma, supone negar el principio de democracia que sustenta todo nuestro texto constitucional
Cuando la mayoría parlamentaria catalana se lanzó por la incierta senda de la declaración de independencia irritó más a los nacionalistas españoles que a esa gran parte de la población catalana que no quiere la independencia y que tenía todo el derecho a sentirse maltratada y poco representada por sus dirigentes. Pero los ofendidos fueron los españoles. En las manifestaciones, los bares y las redes sociales de España se ha instalado desde entonces un clamor exigiendo la prisión para los líderes secesionistas, sin reparar en sus más básicos derechos. Ni siquiera en el derecho a no ser encarcelado más que en los casos previstos en la ley. Y esta cacería se hace en nombre de la Constitución.
De pronto, el nacionalismo español más visceral ha encontrado un refugio de ocasión en la Constitución de 1978. Así, la Carta Magna se ha convertido en un arma arrojadiza que puede utilizarse como garrota contra cualquier veleidad secesionista. Al hilo de este movimiento, un grupo de partidos políticos se han apropiado del calificativo de ‘constitucionalistas’ como si sólo ellos actuaran en el marco de la Constitución. Con esta cobertura tratan de imponer una interpretación de la Constitución que no es la única posible y que ni siquiera es técnicamente cierta.
Se centran en el artículo 2. En efecto, este precepto de la Constitución menciona la unidad de España (sea lo que sea tal unidad) como uno de sus fundamentos. Pero parece que algunos de esos partidos políticos dejan de leer ahí; ignoran que el mismo artículo garantiza más adelante el derecho al autogobierno de las nacionalidades que integran el Estado y algo más adelante derechos como el de la libertad de conciencia, la de expresión o el juicio justo.
Estos y otros derechos aparecen garantizados en nuestro texto constitucional precisamente para que las decisiones de la mayoría no puedan anular un espacio mínimo de libertad que gozamos todos. Los derechos protegen siempre a las minorías, a los disidentes. Y se imponen sobre cualquier voluntad de las autoridades, incluso de las más altas: en nuestros sistema, las leyes que aprueba el parlamento son nulas cuando no respetan los derechos de los ciudadanos.
Y entre esos derechos que asegura la Constitución destaca justamente el derecho a discrepar con la Constitución y a defender esa discrepancia en público. El sistema español no es de democracia militante, de modo que no se puede perseguir a nadie por el mero hecho de defender en público y con su acción cotidiana ideas contrarias a la Constitución. No existe un delito de deslealtad constitucional e incluso el Tribunal Constitucional ha declarado que la obligación de juramento o promesa de la Constitución que se exige para el acceso a determinados cargos públicos es sólo un requisito formal, que podrá tener consecuencias morales pero no crea ninguna obligación jurídica. El acatamiento de la Constitución es sólo eso, un acto formal simbólico, desprovisto de cualquier contenido vinculante.
Así pues, no puede castigarse a ningún cargo público por el mero hecho de declarar públicamente su rechazo a la Constitución española y su adhesión a un proyecto de república independiente para Cataluña. Tampoco se le puede exigir un compromiso público de respeto a la Constitución como condición para librarse de la prisión provisional o cualquier otra penalización. Más allá, la actuación política fuera del marco constitucional no puede ser en sí misma considerada delito. Cabe imaginar conductas delictivas como la desobediencia, la malversación u otras que tengan lugar en el marco de determinadas opciones políticas. Pero el mero hecho actuar políticamente contra la Constitución no puede ser penable. Por ello, una declaración de independencia meramente simbólica podrá ser inconstitucional, pero no es delictiva. Forma parte del derecho de la ciudadanía a declararse contrario a la Constitución vigente.
Los Autos de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo relativos a la prisión provisional de altos cargos del gobierno y el Parlamento de Cataluña son, en este sentido, una auténtica vulneración del derecho fundamental más básico: el de discrepar del poder; utilizan el tremendo poder de los tribunales de justicia para decidir, incluso provisionalmente, sobre la libertad de los ciudadanos con objeto de impedir determinadas acciones políticas. De ese modo no sólo amenazan a los independentistas catalanes sino a todos los que puedan sentir de alguna manera que hay preceptos constitucionales que no comparten y contra los que quieren luchar.
Resulta especialmente llamativo el Auto del Tribunal Supremo que acordó la libertad para la Presidenta Forcadell. En su fundamentación, el magistrado del Tribunal Supremo deja constancia de su convencimiento de que la próxima legislatura del Parlamento de Cataluña podría transformarse en un proceso constituyente ilegal que propiciara la actuación de determinados políticos fuera del marco constitucional. En ese contexto, tiene la osadía de exigir un pronunciamiento de los miembros de la mesa en el sentido de que de seguir en política lo harán renunciando a cualquier actuación ajena al marco constitucional.
De ese modo, el juez ha vulnerado entre otros el derecho a la defensa y a no declarar contra sí mismo (art. 24 CE) de los inculpados, así como el derecho a no tener que manifestar en público las propias convicciones ideológicas (art. 16 CE). Todo vale para lanzar un aviso muy politizado: “Si lideráis movimientos políticos en contra del orden establecido, vais a acabar en prisión”. Nuestro sistema de garantías no puede utilizar el silencio de un acusado como argumento para justificar la prisión, ni puede forzar bajo la amenaza de privar a alguien de la libertad que manifieste cómo será su acción política futura. Es una barbaridad. Les exigen a los líderes soberanistas una lealtad a la Constitución que, en sí misma, supone negar el principio de democracia que sustenta todo nuestro texto constitucional.
Esta idea de que quienes actúan contra la Constitución no gozan de su protección es el camino más directo hacia el totalitarismo. Más allá, esta manera de obligar a alguien a anunciar que su acción política futura se desarrollará en determinado marco es propio de sistemas inquisitoriales y sólo sirve para debilitar la Constitución que se dice defender.
Y no se trata de tecnicismos. Más allá de este caso concreto, lo relevante es destacar que la Constitución tiene valor sólo como garantía de la democracia y de los derechos. La Constitución en sí misma no es más que un papel. Incluso un papel que puede estar plagado de disparates. Su fuerza moral deriva exclusivamente de su contenido y eficacia. Sólo una Constitución democrática y que asegure espacio suficiente para desarrollar ideas políticas muy dispares puede ser defendida como norma básica de convivencia. Si la Constitución no protege los derechos fundamentales incluso de quienes quieren cambiarla o saltársela, pierde su legitimidad democrática. Y si es así, yo también soy un enemigo de la Constitución.
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Joaquín Urías es profesor de Derecho Constitucional, exletrado del Tribunal Constitucional.
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Joaquín Urías
Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.
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