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Retrato de Margaret Stonborough-Wittgenstein. Gustav Klimt, 1905.
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Después de concluir el Tractatus, imprimirlo y enviarlo a las 200 personas que lo podían entender, Wittgenstein cayó en una total inacción. Seguía vestido de soldado austriaco. Y se vestía de soldado austriaco, cada mañana, para no hacer nada. Su hermana decidió sacarle de aquel estado. Estaba a punto de casarse, y estaba enfrascada en los preparativos de su boda, a los que se propuso sumar a su hermano. Ya había encargado su retrato de boda a Klimt. En lo que era otra apuesta, más arriesgada, ofreció a su hermano diseñarle su futura casa familiar. Era una apuesta de riesgo. Wittgenstein era, al parecer como cualquier otro intelectual vienés del momento, un defensor acérrimo del funcionalismo. Tenía cierto gusto, y cierta cultura arquitectónica. Pero nunca había fabricado nada con sus manos. Se puso las pilas y se lanzó a la piscina. Construyó la casa. En todos sus detalles. Diseñó, incluso, los elementos de ferretería. Vivió consagrado a esa casa. Hasta que le llegó la primera carta de un lector del Tractatus. Y, luego, otra. Y, después, el interés desmesurado de esas 200 personas en todo el planeta, momento en el que abandonó cualquier dedicación a la casa, que no concluyó. El resultado fue, en efecto, una casa inconclusa y funcional. Tan funcional que el conjunto sobrepasaba toda funcionalidad. Nada era inútil o superfluo en ella. Pero eso la hacia fea e inhabitable. Las escaleras atravesaban ventanas, las puertas, una vez hubiera mobiliario, resultaban difíciles de abrir o cerrar. La casa, en fin, no llegó a ser habitada. Su hermana le dio largas al asunto. Finalmente, tras el anschluss, se exilió en los USA, junto a su marido. No volvió. Probablemente, los primeros habitantes que tuvo la casa fueron en 1945, cuando fue ocupada por el Ejército Rojo y destinada a caballerizas. Sus primeros habitantes, en fin, no fueron humanos, fueron caballos. Debidamente reformada, eliminando y creando tabiques, acabó siendo, durante la guerra fría, una oficina comercial búlgara. Especialmente gris. Ignoro si aún lo sigue siendo. Ignoro si aun sigue en pie.
Cabe suponer que Wittgenstein fracasó en su intento de crear la casa funcional definitiva. Pero también cabe pensar lo contrario. El Tractatus es, fundamentalmente, un tratado de lógica. No creo que el autor de esa exhibición de lógica no supiera hacer una casa lógica. Es más, es posible, por tanto, que esa casa sea la lógica llevada a sus últimas consecuencias. En sus últimas consecuencias, la lógica, la razón, no permiten habitar nada. Ni a nadie.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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