Tendría que pensarlo
Contra la brocha gorda
Bárbara Arena 4/05/2018
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Como a España entera, el caso de la violación de los sanfermines me ha interesado de forma particular. Imposible no sentirme asqueada, desde el primer minuto, por ese conjunto de hombres cuya idiosincrasia representa todo lo que odio; imposible no detestar su modus operandi, su estética, su machirulismo grupal (ese que a la legua huele a fragilidad no asumida). Sospecho que, si hace un año hubiera tenido que dibujar un retrato robot de aquel a quien considero enemigo natural del feminismo, el resultado no habría estado a la altura del Prenda y sus colegas: pavos que llevan tatuajes de LOBOS y se hacen llamar MANADA, que necesitan reafirmarse mediante la pertenencia a una estúpida pandilla; adultos infantilizados que buscan virilizarse humillando a chicas indefensas (porque, no nos equivoquemos, esto no va sobre sexo –o sólo sobre sexo–, sino sobre deshumanización, poder, vejación, sometimiento); tíos con trabajos y parejas, integrados en el mundo y que –no obstante– permanecen ciegos a su propia crueldad; burdos, obvios: tan machistas que parecen caricaturas del machismo.
A lo largo de los meses, el caso ha propiciado que se pusieran sobre la mesa temas relevantes que, gracias al clima actual, han copado espacio en los medios de comunicación (aunque deberemos seguir tratándolos, habida cuenta de los comentarios que todavía se oyen). Se ha hablado mucho de consentimiento, del espectro de grises, de cómo funciona el retraimiento silente cuando una se encuentra frente a figuras percibidas como fuertes. Se ha hablado, también, de la fetichización de la violencia; de por qué alguien consideraría más plausible que una muchacha quisiera ser penetrada vaginal, anal y bucalmente por cinco extraños (a altas horas, en un portal) que que no; se ha hablado del imaginario colectivo, de cómo una pornografía concebida por hombres y para hombres afecta la noción de lo que resulta placentero. Se ha hablado de las manadas que cada una conocemos, de los depredadores, de las agresiones; se ha hablado, sobre todo, del dolor.
Lo destacable aquí es que la ausencia de no no significa sí
El día que se publicó la sentencia, nuestro país entró en un frenesí confuso (mezcla de odio, tristeza e indignación) que se ha prolongado y sigue vivo; frenesí en el que han participado políticos importantes y en el que, tengo la humilde impresión, se están solapando numerosas cuestiones. Mi Instagram, por ejemplo, se llenó pronto de los hashtags #noesno y #yosítecreo. Confieso que me sorprendió que esas fueran las consignas enarboladas en las manifestaciones que surgieron, puesto que lo distintivo de este caso (e ilustrativo para comprender en profundidad lo que significa una violación) es que la víctima no verbalizó una negativa contundente y explícita. No es no, efectivamente, pero lo destacable aquí es que la ausencia de no no significa sí. En cuanto al #yosítecreo: lo frustrante de la resolución no fue que los magistrados no creyeran a la víctima, sino que, aun a pesar de creerla a pies juntillas (salvo el juez discrepante del fallo), el lenguaje oficial no reflejara la gravedad del asunto. La Razón se preguntaba en una celebradísima portada cómo un suceso de semejantes características no era tildado de violación. En realidad, la sentencia no niega que lo fuera: el problema es que dicho término no figura en el Código Penal.
Soy feminista, pero no me gusta que se señale con fotografía, nombre y apellido a un magistrado; tampoco que un ministro se pase por el forro la separación de poderes. Me desagrada cómo algunas cadenas de televisión están enfocando sus entrevistas al abogado de los acusados (un señor irritante hasta la náusea que –sin embargo– está ejerciendo su profesión, garantizando así un derecho fundamental). Me incomoda el perpetuo apelar a las hijas de unos y otros a golpe de ZASCA, rascar votos o clicks y capitalizar lo concupiscible. Soy feminista, pero no me gusta la brocha gorda.
Conocí el contenido de la sentencia mientras atravesaba la sierra de Grazalema. Lloré junto a mi amigo, que conducía, y lo hice porque sentí que el relato –preciso, pertinente, razonable– abandonaba a la víctima. Esa es la paradoja, compleja y sutil. ¿Qué cabe ahora, entonces? Lo que yo espero es que, en futuras instancias, el margen de interpretación se amplíe y la intimidación juegue un papel. Lo que yo deseo es que, en el futuro, hallemos la manera de que el campo semántico procesal describa los hechos acaecidos con una fidelidad que atienda a la connotación además de al significado técnico. Confío en que el Poder Judicial se sirva de sus procesos internos para evaluar la aptitud de los integrantes de su gremio de cara al desarrollo de su labor. Lucharé, por último, para ganar terreno al mar: ni una más.
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