“La política consiste en horadar lenta y profundamente unas tablas duras con pasión y distanciamiento al mismo tiempo”, decía Weber en el final de su monumental y conmovedora conferencia de 1919 sobre el sentido de la política como actividad humana.

Esta idea, enmarcada en su noción de la política como lucha de valores, permite pensar qué es y cómo se construye la vida colectiva. Remite en definitiva a la noción de hegemonía, esa capacidad de hacer general un punto de vista que inicialmente no puede sino ser particular, puesto que no hay valores objetivamente mejores que otros.

Las “tablas duras” aluden a ese sentido cristalizado que toda sociedad posee, aquello que la convierte en “sociedad” en tanto posee algo en común, socializado. “Lenta y profundamente”, porque ese sentido compartido no es un problema de mentira o verdad, sino que simplemente es y, como tal, resiste, no es objeto de desvelamiento ni de revelación. Arraiga, y por eso no se deja remover como si fuera de cartón piedra. De ahí la necesidad del distanciamiento, de considerar las probabilidades de que la propia acción acabe modificando lo dado. Y por supuesto la pasión, requisito para una tarea necesariamente prolongada, difícil, que a menudo nos pondrá al borde de la rendición. Y pasión también para ser capaces de luchar por valores sobre los cuales no es posible tener certezas ni de su contenido en sí, ni de las consecuencias de las acciones para consagrarlos.

Aunque esté siempre cambiando, una comunidad no se construye de la noche a la mañana. Ni siquiera cuando es “fundada”, “liberada” o “revolucionada”. Voluntad no es voluntarismo: la pasión debe compensarse con el distanciamiento, porque no se opera a campo abierto. Todo es de algún modo sedimentación: “pasado” en el “presente”, pero también “presente” que resignifica el “pasado”. Fluidez, pero no de cualquier elemento en cualquier momento. Como la gota que horada.

La hegemonía neoliberal ha sustituido, desde fines de los 70, aunque no completamente —porque la gota estalla para horadar— la hegemonía del Estado de Bienestar de la segunda posguerra. Esa construcción neoliberal ha sido, desde el punto de vista político —es decir, de producción de sentidos compartidos— una gran obra, de la que las fuerzas transformadoras tienen mucho que aprender. En efecto, el neoliberalismo partió de una posición mucho más débil que la de la izquierda actual respecto de la globalización neoliberal. Los neoliberales entendieron, entre otras cosas gracias a Gramsci, que la política es una lucha por el sentido, que nada es imposible a priori, pero que tampoco todo es posible en cualquier momento o a voluntad.

Lo que quisiera remarcar es que nada parece haber perjudicado más a fuerzas como Podemos que el relativo éxito inicial de su “guerra relámpago”. Eso parece haber creado un pronunciado cortoplacismo, que las distancia de la lógica hegemónica de la política, como si en lugar de horadar esperaran siempre romper lo sedimentado de un solo y certero golpe.

Raúl Alfonsín, primero en derrotar al peronismo en las urnas —y alcanzando el 52%— en 1983, decía de los neoliberales (y peronistas) de los 90 que si la sociedad argentina se derechizaba, su partido debía prepararse… para perder elecciones, no para seguir encuestas. Era un modo de confirmar que la lucha por la hegemonía continuaba.

Cada cambio de humor político, como parece ahora marcar la elección de Vox en Andalucía, no debe operar como un llamamiento a reformar la propia agenda para representar mejor que —en este caso— Vox aquello que éstos presuntamente encarnan. Tampoco se trata de ignorar toda novedad, como hacen las sectas políticas, imbuidas de la verdad histórica. En esa negociación entre lo que parece nuevo, lo dado y lo que se quiere conseguir, en ese hiato, está la política, que no se reduce a las próximas elecciones: por eso convoca a una pasión y a un distanciamiento de largo aliento.