Santos inocentes 1936
Capítulo de ‘Pólvora, tabaco y cuero’, la nueva novela de Javier Valenzuela
Javier Valenzuela 27/02/2019

Ilustración de la novela La de Navidad 1936.
Fernando García RealEn CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
¡Hola! El proceso al procés arranca en el Supremo y CTXT tira la casa through the window. El relator Guillem Martínez se desplaza tres meses a vivir a Madrid. ¿Nos ayudas a sufragar sus largas y merecidas noches de fiesta? Pincha ahí: agora.ctxt.es/donaciones
Los guasones madrileños llamaban Avenida de los Obuses a la Gran Vía, aunque algunos precisaban más y empleaban la fórmula de Avenida del Quince y Medio por el calibre exacto de los proyectiles que tiraban contra ella los sublevados. En el corazón de esta arteria, el edificio de la Telefónica, el más alto de la ciudad, era el objetivo predilecto del cañoneo franquista procedente del Cerro de Garabitas.
La Telefónica era crucial para los sitiados como puesto de observación de los movimientos de tropas en el Parque del Oeste y la Ciudad Universitaria, como nudo de comunicaciones con el exterior y como el lugar desde donde transmitían sus despachos los corresponsales extranjeros. Allí trabajaba Arturo Barea, el jefe de la Oficina de Prensa Extranjera gubernamental que facilitaba el trabajo de los periodistas internacionales y también intentaba censurar sus informaciones.
Sentado al otro lado del escritorio de Barea, Ramón Toral lo examinó con curiosidad. El burócrata era alto, delgado, de tez cetrina y aspecto elegante. La sombría luz de una lamparita acentuaba las arrugas de su frente y confería a su rostro un aspecto cadavérico. Tendría unos cuarenta años pero parecía tan exhausto como si ya hubiera cumplido un siglo.
Barea agitó en el aire el grueso lápiz de punta roja que llevaba en su mano derecha y dijo:
—Toral, ¿tú sabes cuantas veces he tenido que tachar crónicas enteras que afirmaban que Franco había comulgado al amanecer en una misa de campaña celebrada en la Puerta del Sol? No tienes ni puñetera idea de las veces que he tenido que hacerlo. Algunas detallaban incluso que luego se había ido a recorrer Madrid galopando en un caballo blanco.
Ramón sonrió. Por lo del caballo blanco.
—Caramba —dijo—, no sabía que los periodistas tuvieran tanta imaginación como los delincuentes cuando tienen que buscarse una coartada.
—No todos, algunos son honrados. Pero la mitad de los corresponsales que veo a diario trabajan para agencias o periódicos cuyos dueños son más de derechas que Atila y a los que les importa una mierda la verdad. Ellos lo que quieren es publicar a toda plana que Franco ya está en Madrid.
—Pues no lo está. Todavía no.
—Eso es lo que me parece a mí también. —Barea dejó el lápiz sobre el escritorio y se ajustó el nudo de la corbata. Era de los pocos que seguían llevándola en Madrid—. Está claro que algunos extranjeros no han venido a hacer periodismo, han venido a hacer propaganda. Se pasan el día entero bebiendo y fumando en Chicote, la Granja del Henar o el bar de Hotel Florida, y por la tarde vienen por aquí para transmitir sus embustes. No puedes ni imaginarte cómo se enfadan cuando tengo que decirles que la realidad desmiente el titular que pretenden enviar a París, Londres o Nueva York.
—Veo que tú también tienes un trabajo jodido —replicó Ramón con la cautela con la que abordaba las conversaciones cuyo motivo ignoraba. Aquella era una de ellas. A primera hora de la mañana, Cipriano Mera le había hecho llegar al Europa un recado diciéndole que fuera a ver con urgencia a Arturo Barea a la Telefónica. Ramón jamás había oído hablar del tal Barea y el mensajero de Cipriano no había mencionado el objeto de la entrevista.
—Es un trabajo jodido, créeme. Y además yo no puedo darle una bofetada al corresponsal mentiroso como igual haces tú con el ladrón que te suelta un cuento chino. —Ramón iba a precisar que él jamás había pegado a un detenido, pero no pudo hacerlo porque el jefe de la Oficina de Prensa Extranjera siguió hablando sin tomarse un respiro—. ¿Sabes, Toral, cuantos refugiados tenemos ahí abajo, viviendo como ratas en los sótanos?
—Muchos, supongo. También los tenemos en las estaciones de metro de Cuatro Caminos y Tetuán.
—Me lo imagino. Pero es difícil que sean tantos como los que se apiñan ahí abajo. Son casi dos mil, según el último recuento. Familias enteras duermen en jergones de esparto sobre el cemento de las galerías subterráneas de este rascacielos. También hacen allí sus necesidades.
—No hace falta que me lo cuentes, Barea. Eso resérvatelo para tus corresponsales extranjeros.
—Ya no les interesa ni a los honrados. Ya lo han contado muchas veces. Como también han contado la lluvia de obuses que cae sobre la Telefónica. ¿Sabes cuántos han acertado?
—Alguno que otro. Antes de entrar aquí, he visto los impactos.
—Son unas cuantas decenas de impactos. La Telefónica es una atalaya para nosotros, pero para Varela es el punto de referencia de su artillería. Lo primero que hacen por las mañanas es ajustar sus tiros utilizando como guía la torre de este rascacielos. Menos mal que fue construido como una fortaleza. Su esqueleto es de vigas de hierro, sus músculos de hormigón y la fachada de granito de Segovia.
Barea se detuvo. Metió una mano en un bolsillo de la chaqueta, la sacó con un paquete de tabaco, extrajo un cigarrillo, lo prendió con una cerilla de la cajita que tenía sobre el escritorio y le dio una calada larga y ansiosa. El paquete era de Lucky Strike, una marca rara y carísima en Madrid.
—¿Regalo de algún periodista extranjero? —Ramón señalaba con la mirada el paquete que Barea devolvía al bolsillo de la chaqueta.
—Sí. De un americano que se llama Hemingway. Es un tipo simpático y un corresponsal honrado. Si te lo encuentras por la ciudad, trátalo bien. Es tan alto y corpulento como tú, pero lleva bigote y se cubre con una boina.
Ramón podía ser muy paciente. De los rifeños había aprendido durante la guerra de África que la supervivencia depende muchas veces de saber esperar sufridamente. Había escuchado las jeremiadas de Barea armado de estoicismo, pero el tiempo corría y tenía dos casos que resolver.
—Ya caigo —dijo—. Hoy es 28 de diciembre, el día de los Santos Inocentes. Esto es una broma que me habéis montado Cipriano y tú. Os la agradezco, pero voy a tener que irme.
—No es una broma, Toral. En los últimos días empezaba a creer que lo peor de mi trabajo quedaba atrás. Madrid no ha caído tan rápido como se esperaba y muchos corresponsales hacen las maletas para irse de la ciudad. Todavía no pueden enviar la crónica de la entrada triunfal de Franco con la que sueñan sus amos. Y además a esos amos les interesa ahora mucho más la abdicación del rey Eduardo VIII, empeñado en casarse con la señora Wallis Simpson. —Aplastó con rabia la colilla contra un desbordante cenicero de porcelana que publicitaba el vermú Cinzano y estaba colocado sobre un diccionario Oxford—. Pues bien, ¿sabes lo que pasó entonces?
—Soy delegado de Seguridad, no adivino, Barea.
—Pues lo que pasó entonces, Toral, es lo único que me faltaba por vivir en esta mierda de puesto. Que viniera una fotógrafa alemana a preguntarme por un chisme que escuchó el día de Navidad cuando estaba cubriendo un mitin de Mujeres Libres. Un chisme sobre que uno de los vuestros, un anarquista, ha matado a puñaladas a su mujer en un arrebato pasional en el barrio de Tetuán. Esta, camarada, es la broma que ha terminado de alegrarme por completo las Pascuas.
FIN DEL CAPÍTULO
¡Hola! El proceso al procés arranca en el Supremo y CTXT tira la casa through the window. El relator Guillem Martínez se desplaza tres meses a vivir a Madrid. ¿Nos ayudas a sufragar sus largas y merecidas noches de...
Autor >
Javier Valenzuela
Hijo y ahijado de periodistas, se crió en un diario granadino sito en la calle Oficios. Empezó a publicar en Ajoblanco y Diario de Valencia. Trabajó en El País durante 30 años, como corresponsal en Beirut, Rabat, París y Washington, director adjunto y otras cosas. Fue director General de Comunicación Internacional entre 2004 y 2006. Fundó la revista tintaLibre. Doce libros publicados: tres novelas negras y nueve obras periodísticas. Su cura de humildad es releer “¡Noticia bomba!”, de Evelyn Waugh.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí