N DE LOS T. (IX)
‘La pasión’, treinta años después
Vuelven nuestra notas del traductor con una nueva reflexión sobre el oficio, y sobre el envite de volver a traducir clásicos
Dolors Udina 8/03/2019
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Que traducir es escribir una obra de nuevo es una obviedad que no hace falta repetir. Tal vez no sea tan obvio que, una vez escrita en la nueva lengua, el traductor la revisa una y otra vez, y lo hace con tanto o más empeño que el autor para lograr en la traducción el mismo efecto del original, para afinar los matices y la voz de la obra y llegar a hacerla suya. Revisar quiere decir escuchar el texto potencial, reformular cada frase para encontrar el mejor ritmo: con cada borrador sucesivo, el texto se acerca a la forma ideal que habitará cuando la transformación sea completa. Cuanto más difícil sea un texto, cuantos más significados encierre su versión original, más a fondo tendrá que bucear el traductor para que las posibilidades del texto afloren y le dicten la palabra y el ritmo adecuados. Hay frases que parecen sencillas pero que obligan a oír todas sus posibilidades antes de darlas por buenas. Hay muchas frases que piden reformulaciones hasta encontrar su adecuación: pienso en Alice Munro, una autora cuyos cuentos se leen con facilidad, que parece que escriba a bote pronto, pero que sin duda revisa sus textos concienzudamente. Una frase tan sencilla, o al menos tan corta, como “Someone knelt, and the blood came leaping out like banners”, me obligó a escribirla cinco veces cambiando el orden de las palabras, sopesando el significado de cada una en el contexto para llegar a una solución final que parece evidente: “Algú s’agenollava i la sang li brollava de la boca com serpentines” (“Alguien se arrodillaba y la sangre le brotaba de la boca como serpentinas”). O pienso también en una frase aún más corta, “I had the company”, la última frase a modo de epitafio de la autobiografía del poeta Robert Creeley, cuyo sentido está claro pero que me llevó a escribir 23 posibilidades (no exagero, eran variaciones de este tipo: “Sempre he tingut companyia”, “La meva vida ha estat acompanyada”, “Hi havia la companyia”, “Tenia companyia”, “He viscut en companyia”, “He tingut companyia”…) hasta decidirme por “No m’ha faltat companyia”.
Traducir es una manera de leer, una manera lenta, seguramente la más lenta posible, de leer lo que traducimos con mirada crítica, de profundizar en la lectura del original y leer y releer la versión que hacemos para dar con el ritmo perfecto y encontrar los significados ocultos. Es esta profundización del texto traducido, esta sensación de dar nueva vida a un texto para integrarlo en su nuevo sistema literario lo que alimenta la pasión del traductor. Enfrentarse a la traducción impresa después de dos, tres o cuatro revisiones del texto, es el momento sublime en que el oficio puede convertirse en arte. Hay libros que me emocionan como lectora y otros que me desafían como traductora, pero, cuando dedico el tiempo necesario a traducir y revisar un libro, siempre hay algo que me intriga y me hace sentir la satisfacción de dar nueva vida a un texto, de proporcionarle una nueva lengua y una nueva tradición donde habitar.
No es raro recibir el encargo de retraducir una obra (normalmente clásica) que alguien tradujo años atrás. Hace cinco o seis años tuve la suerte de escribir en catalán Mrs Dalloway, que había sido traducida en el año 1930 por Cèsar August Jordana, una obra fascinante que me hizo ver la importancia de ser lo bastante transparente en una traducción para mantener al lector en estado de alerta y tensión. El libro me obligó a establecer un diálogo con el texto –un diálogo en el que participaron varias versiones de la obra en francés, italiano y español– que me impulsó a traducir la escritura y no sólo el texto. Aunque consulté en algún momento la versión de Jordana, no me atreví a leerla antes de empezarla. Sólo al final, cuando ya estaba embebida en la obra y no temía dejarme llevar por su música, decidí leer la versión anterior para reconocer sus aciertos y los estragos que habían causado en ella los casi cien años transcurridos. Contar con algunas críticas de la traducción antigua me llevó a profundizar en aspectos de la mía. Traducir a Virginia Woolf, captar el sentido y el ritmo de sus palabras para repetirlas en otra lengua, provoca una sensación de desamparo: tienes delante la vida, con las incongruencias de la realidad, pero revestida de una belleza incomparable. El desamparo ante un libro tan brillante va acompañado del asombro ante la capacidad del lenguaje de producir tan alta literatura. Si en un libro digamos normal el número de veces que reviso el texto, en definitiva el número de versiones, es de cuatro o cinco, en el caso de La senyora Dalloway llegué hasta nueve. Sólo revisitando una frase una y otra vez podía dejar de repetir la pauta mental que me llevaba a soluciones ya pensadas y rechazadas y abrir la puerta a una nueva serie de posibilidades. Ha sido la experiencia literaria de traducción más apasionante e iluminadora de mi carrera.
Es más raro –y no hay duda de que tener un buen número de años de dedicación lo propicia– que te encarguen una nueva traducción de una obra que ya tradujiste treinta años atrás. La obra es The Passion, de Jeanette Winterson, una de las primeras novelas que traduje apenas un año después de que se publicara el original (1987). Cuando recibí el encargo, pensé que sería fácil revisar la anterior, corregir algunos errores que pudiera haber y darle, por decirlo así, una nueva juventud, pero en el fondo me estimulaba volver a enfrentarme a un texto que tiene mucha sustancia (y mucha vida, diría) para ver cómo lo leía tantos años después. Es evidente que el momento y las circunstancias en que hacemos una traducción tienen incidencia en el resultado y me intrigaba descubrir cómo sería mi intervención en un mismo texto. Sin duda la traducción antigua decía lo mismo, o “casi lo mismo”, que el original; puede decirse que era una traducción correcta, pero al rehacerla sopesé mucho más cada palabra para reconocer la importancia que tenía dentro del texto y captar mejor el sentido general de la obra. En cuanto a la lengua, pude constatar cómo ha cambiado el catalán literario en estas décadas –en los años ochenta del siglo pasado, después de años de ser un idioma más familiar que de estudio, el catalán escrito quedaba un poco alejado del hablado, no había alcanzado el grado de naturalidad actual– y, desde luego, cuánto he aprendido personalmente, algo que en cierto modo compensa el disgusto de envejecer. Desde luego hay una diferencia entre traducir una obra justo cuando sale en el idioma original o hacerlo años después, cuando ya has leído varias obras de la autora y tienes más consciencia de su importancia dentro de la literatura de la lengua original, en este caso la inglesa. Pero creo que la diferencia principal entre la primera versión publicada y esta última a punto de ser publicada es la importancia que he aprendido a dar al proceso de revisión y a la necesidad de revisitar una y otra vez cada una de las frases para conseguir que una traducción pueda ser considerada una obra literaria y entrar a formar parte de una tradición propia.
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Dolors Udina es traductora y profesora asociada de traducción de la Facultad de Traducción e Interpretación de la UAB desde 1998. Ha traducido a una gran cantidad de escritores ingleses y norteamericanos, entre los cuales Jean Rhys, Alice Munro, J.M. Coetzee, Toni Morrison y Virginia Woolf. A veces escribe sobre traducción, la disciplina que más le apasiona y a través de la que ve el mundo.
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