A traspapelar: investigaciones narrativas y relatos científicos
La ficción sigue a la ciencia para explorar las consecuencias sociales que un determinado descubrimiento, invención o desafío científico plantea
Víctor Sombra 9/03/2019
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El subsecretario Torné –¿o se trata del propio ministro?– describe, en un hilo de tuits reciente (7 de febrero), la novela como “máquina que se discute a sí misma, comprendiendo, comprendiendo… posponiendo el juicio tanto como le sea posible”, y también la escritura como exploración “de lo que uno no entiende, lo que le descoloca, lo que no se deja ordenar”. Me interesa mucho esta visión de la novela como indagación incansable de las posibilidades de una situación dada, que sumo –de forma arbitraria, aunque espero que no tan desacertada– a una serie de lecturas recientes sobre las relaciones entre la narrativa y la ciencia. A Juan José Saer, que define la ficción como antropología especulativa, esto es, “especulación acerca de las posibles maneras de ser del hombre, del mundo, de la sociedad”. Y a otro autor argentino, Alberto G. Rojo, físico, músico y escritor, que ha identificado instancias en que la exploración imaginativa de las posibilidades del narrador anticipan invenciones y descubrimientos científicos.
Obviando los casos más conocidos de la ciencia ficción –de Julio Verne a H.G. Wells, Huxley o Le Guin– Rojo se centra en la refutación de la generación espontánea en La Ilíada, la paradoja de Olbers o la mecánica cuántica. La solución más plausible a esta paradoja decimónica, que se interroga por las razones de que el cielo nocturno no esté iluminado si el universo es infinito y las estrellas están por todas partes, es que la luz de muchas estrellas no ha llegado aún hasta nosotros, algo que apuntó por vez primera Edgar Allan Poe en su poema Eureka.
En el El jardín de los senderos que se bifurcan Borges imagina un laberinto trazado no en el espacio sino en el tiempo, en el que cada vez que se ofreciese una alternativa, todas las opciones se cumplieran. En este laberinto (e)l tiempo se bifurca hacia innumerables futuros, lo que parece una clara anticipación de la “interpretación de los muchos mundos” propuesta por Hugh Everett para la teoría de la mecánica cuántica.
El repaso de las posibilidades –sucesivo, alternativo, constante, cumulativo– recuerda al tanteo o ensayo con que el ciego, mediante sucesivos toques de su bastón, va esbozando una visión imaginada, abriéndose paso en una ruta verosímil, no verificada, que me parece forma parte del patrimonio común del investigador y el narrador.
Este patrimonio común de ficción y ciencia, la fluida materia del imago mundi, va a permitir los contantes trasvases entre ellas, flujos bidireccionales, en los que una y otra se encadenan y siguen en distintas secuencias. Se trata por tanto, no de incitar al escritor de ficción a anticipar el futuro ni a empeñarse en investigaciones científicas sin recibir a cambio salarios, becas ni créditos académicos, sino de resaltar elementos comunes en procesos distintos y en ver cómo ciencia y literatura, lejos de darse la espalda, juegan entre sí más de lo que parece.
Porque es claro que El jardín de los senderos que se bifurcan, publicado en 1941, antecede a la interpretación de los muchos mundos, que se da a conocer en 1957, pero no lo es menos que, a principios de los cuarenta, cabe suponer que un lector tan amplio de miras como Borges se habría familiarizado con los principios y paradojas provocadas por la ruptura de los paradigmas de la física clásica, a partir del surgimiento de la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. En otras palabras, los muchos mundos paralelos comenzaban a ser imaginables. Borges contaba con un sustrato a partir del cual proyectar su inventiva, tantear las opciones que le permitiesen abrirse paso de forma inédita y verosímil en su relato.
Y aún podemos imaginar, como en el juego en que las manos de varias personas se amontonan, la de más abajo pasando a colocarse encima, que un componente narrativo precede e impulsa el trabajo de científicos señeros en la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, como Einstein o De Broglie, que, a partir de la intuición y un criterio estético buscan “una correspondencia entre las leyes naturales y un orden preestablecido, incluso antes de la experimentación”. Ese “horizonte de simplicidad y simetría” ofrece el primer toque del bastón, un primer tanteo sobre el que componer una serie que se vaya explicando a sí misma, componiendo un relato que será verosímil, gozará de coherencia interna y autonomía, antes de irse demostrando.
Junto al repaso de las posibilidades, otra característica común en los procesos narrativos y de investigación es la suspensión del juicio, también mencionada en el comunicado ministerial con que se abre esta pieza y que Coleridge vincula, en sus Definiciones de poesía, con la fe poética. Tal y como nos recuerda Alberto Rojo, “de esa proverbial suspensión en la que se acepta la ficción como realidad germinaron estructuras conceptuales de la física moderna: las “curvaturas florentinas” del espacio-tiempo, la relatividad del tiempo y los “agujeros gusano”.
Esta secuencia de trasvases e interacciones no terminan con la invención o el descubrimiento, sino que estos son más bien su punto de partida. De la misma forma que una medicina, por muy eficaz que sea, no cura si los enfermos no tienen acceso a ella, es necesario atender al contexto social en que ciencia y ficción se producen y utilizan.
Y así, la ficción sigue a la ciencia para explorar las consecuencias sociales que un determinado descubrimiento, invención o desafío científico plantea, la encrucijada en que nos sitúan. Dos ejemplos de obras publicadas recientemente en España apuntan en esta dirección. Desde una perspectiva crítica, si no con la ciencia, sí con el entramado científico-farmacéutico de las instituciones sanitarias, la novela de Noelia Pena La vida de las estrellas atiende al uso institucional de la farmacopea en el control social y la discriminación de la mujer. Y en este espacio en que la ficción tantea posibilidades de distinta índole se encuentra también Beaubourg: una utopía subterránea, publicado en 2018 por Enclave de Libros. Este extraño relato, escrito por un experimentado sociólogo de los movimientos asociativos, Albert Meister, puede leerse como un ensayo del alcance de su análisis sobre los movimientos alternativos de los setenta, situándolo ante encrucijadas tales como el uso del dinero, la crianza de los niños, el sexo, la violencia y el feminismo. Utiliza para ello un escenario bien definido –la fantástica construcción de una sociedad alternativa excavada bajo el centro Pompidou de París– que, bajo una apariencia estrafalaria, reúne las condiciones que Meister considera necesarias para su experimento.
En estas me encontraba cuando llegó Chichepotiche al café Remor. El profesor, ya jubilado, continúa muy activo en la propagación de su magisterio en los cafés de Ginebra, donde se le teme tanto como se le respeta. El profesor se lamenta, calificándolo de verdadera maldición, de que sus mejores ideas se le hayan ocurrido tras abandonar la universidad, lo que le obliga a sentar cátedra entre tazas de café, jarras de cerveza y vasitos de Fernet branca. Yo a veces dudo si las ideas son mejores o es que están mejor lubricadas. En todo caso, tras hacer partícipe a Chichepotiche de mis cavilaciones, este me ha sujetado del hombro, tirando de él hacia abajo para que le escuchara mejor. La verdadera naturaleza de las relaciones entre ciencia y literatura queda reflejada en el mito de Perséfone y en los ritos de Eleusis.
Chichepotiche insiste en que tome en consideración su teoría, una verdadera primicia, y que la incluya en mis comunicaciones con el Ministerio. Tras apurar su tercer fernet, con los ojos brillantes y la lengua pastosa, ha llegado a aventurar que, si sus ideas encontrasen el favor de las autoridades, quizá pudiese aspirar a una asesoría ministerial. Le he dicho que brindemos por ello, si su teoría no convence, algo habremos ganado.
Al aventurarse por el campo, Perséfone va explorando un sin fin de posibilidades, que se acaban concretando con el rapto de Hades. Una fuga científica de la ficción, una de las muchas posibilidades que contempla la narración social se acaba concretando en fórmulas y datos, alumbrados en el inframundo del laboratorio. (El Hades es un entorno modificado para cumplir determinados parámetros.) Es entonces la ciencia la que toma la delantera y la literatura, en la forma de la madre doliente, Deméter, la que sale en su búsqueda. Acaba por traerla a la superficie, a la comunidad, en un movimiento de búsqueda y recuperación de la ciencia que traduce la asimilación del progreso científico en la innovación y las artes.
He objetado que el mito se aplica tradicionalmente al ciclo agrícola: el rapto y reclusión de Perséfone bajo tierra instaura la desolación invernal de los campos, que reviven y nos dan su cosecha al ser rescatada por su madre, pero Chichepotiche insiste en que se trata de una interpretación estrecha y que vale igual para el ciclo científico. Al fin y al cabo la agricultura es la más antigua de las ciencias.
–La diferencia –señala– es que los tomates son siempre los mismos, mientras que los descubrimientos siempre cambian, al retornar a la comunidad marcan un punto de partida diferente para la siguiente fuga, el siguiente juego entre la narración y la ciencia.
–Salud, profesor. Y mucha suerte.
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