PAN Y ROSAS
Gran Bretaña, tierra sin pan
Los británicos importan 400.000 toneladas de tomates al año y sólo producen el 40% del cerdo que consumen. El brexit dibuja un escenario peligroso para su alimentación
Mar Calpena 27/03/2019
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En uno de los primeros capítulos de “Toast”, la autobiografía del escritor y cocinero Nigel Slater, éste cuenta cómo en su infancia suburbana en la Inglaterra de los años sesenta aparecieron un buen día los espaguetis. Al probar aquellos tubitos blandos y escurridizos tan extraños, una anciana tía que vivía con ellos, sorda como una tapia, profirió el clásico “estáis tratando de envenenarme”, si bien el niño Nigel se muestra repelido por el hedor del queso parmesano, pero encantado con la salsa de lata que los baña. Aunque la disponibilidad de alimentos de todo el mundo ha cambiado mucho desde entonces Gran Bretaña –como también aquí, por otra parte– quizás ha cambiado todavía más la forma en que el británico medio ha transformado su actitud hacia la comida. De hecho, pese a la fama del país como zona cero gastronómica, quizás por su propio complejo de culpa en este sentido, la isla ha dado pasos agigantados por afilar su paladar en los últimos cincuenta años (desde el fenómeno Jamie Oliver, hasta la consagración de restaurantes de vanguardia como The Fat Duck). Mucho de esto no hubiera ocurrido, desde luego, sin la llegada masiva de frutas, verduras y, ehem, personal para agricultura y hostelería provenientes del mercado común europeo, pero esta influencia también se ha dejado sentir hacia adentro, en una cierta revalorización de lo propio. El brexit lo mandará todo al garete.
O eso, al menos, es lo que indican todas las proyecciones en el momento de escribir esto, si se consuma lo que se votó en junio de 2016, y que implicaría una salida, bastante desordenada por cierto, de la Unión Europea. Cuando tecleo estas líneas, el culebrón no parece todavía agotado –asoma por el horizonte el destello de un posible referéndum revocatorio– pero lo que ya ha quedado en evidencia es que o bien la campaña del Yes evitó informar al país de las consecuencias que la salida iba a tener para la soberanía alimentaria, o bien, más probablemente, ni siquiera lo llegó a calcular, inmeroso como estaba en su retórica patriotera. Los brexiters han bautizado a través de sus tabloides afines a las voces de alarma como “Project fear”, pero un hecho incontestable es que un tercio de la comida que se consume a diario en el país llega a él través de los ferrys del Estrecho. El campo británico, que a menudo se ha quejado de cómo la PAC (la política agraria común) en realidad favorecía su despoblación, no es que haya sido tampoco una prioridad para los dirigentes del país en los últimos dos o tres siglos (vamos, desde que les dio por cruzarlo con vías de tren y ocupar los telares y las fábricas de Manchester con antiguos agricultores, ahí es ná). Ojo, no queremos decir con eso que el campo les haya dado igual a los británicos estéticamente hablando. El modelo de campiña verde salpicada de cottages, con una cacería del zorro en la lejanía al estilo de estampita pastoral sigue jugando un papel importante en el imaginario de los ingleses (en el resto de la nación son algo más pragmáticos con el tema) y la especificidad y excelencia de sus productos se ha venido reivindicando en los últimos años. Los británicos han sacado pecho recordando sus gloriosos quesos, sus infinitas variedades de manzanas, o sus cervezas tradicionales. Aquí y allá han brotado gastropubs, que prometían a las clases medias una utopía gourmet aspiracional y arraigada en la tradición. Pero esa imagen bucólica poco o nada tiene que ver con medio rural en descomposición, que ha vivido no pocas crisis en las últimas décadas.
Su ganadería, en particular, vio ya en los noventa cómo las vacas locas y la peste porcina causaban enormes crisis tanto de consumo como de reputación. Y aunque en teoría la PAC ha servido sobre todo para garantizar el acceso a comida barata a buena parte de la población, en cambio se ha girado en contra de un sistema alimentario sostenible. Afirma la arquitecta Carolyn Steel en su libro sobre sistemas alimentarios “Hungry city” –muy recomendable, aunque aún no traducido– que “el principal efecto de la PAC en Gran Bretaña ha sido disimular el hecho de que el gobierno ha perdido el interés en preservar la producción de comida en el país”.
Imaginemos por ejemplo el típico English breakfast. Es muy probable que los huevos revueltos que forman parte consustancial del mismo los haya puesto una gallina en Alemania u Holanda. Los tomates, casi seguro, vendrán de España (los británicos importan la friolera de 400.000 toneladas de tomates al año. Y esa cifra sólo son los tomates frescos, no las salsas o los derivados de los mismos). Sigamos: Gran Bretaña sólo produce el 40% del cerdo que consume, así que ay del que quiera salchichas o bacon en su plato, porque le van a resultar bastante más caras (en el mejor de los casos) o puede que estén importados de países como los Estados Unidos, que reducen costes ejerciendo controles menos estrictos sobre los animales. Nada de baked beans, porque allí no se producen alubias, ni, como ya hemos visto, tomate, por lo que no son de extrañar las noticias que nos llegan sobre cómo se han disparado las ventas de latas de legumbres en previsión a eventuales problemas de suministro. Pero el drama no acaba aquí: nos quedan aún los champiñones (generalmente, irlandeses, aunque también los hay británicos… que suelen recoger trabajadores del Este de Europa, quien ahora pueden trabajar legalmente en el país, pero cuyo futuro es incierto ante un brexit duro). En nuestro English breakfast postruptura habría todavía hash browns de patata británica –que habría costado algo más cara al comensal, porque la nación no llega a autoabastecerse– y tendríamos que regarlo con carísimos zumos de naranja –al gravarse la fruta con nuevos aranceles–, y café y té, que sólo se salvarían parcialmente de la debacle si llegan a los puertos británicos sin pasar por Europa, lo que los encarecería al obligarlos a buscar nuevas rutas. Y eso, contando siempre con que la cadena de suministro no se corte.
En una carta al gobierno de Theresa May que firmaron los presidentes de las principales cadenas de supermercados británicos se estimaba que el tráfico de camiones entre Calais y Dover puede verse retrasado hasta en un 87% de los casos. Teniendo en cuenta la corta vida útil de fruta y verdura, esto podría llegar a significar que, por ejemplo, durante el mes de marzo podría no haber lechugas en toda la isla. El gobierno se defiende y ha llevado a cabo algunos ensayos de posibles escenarios, pero de momento toda su estrategia parece centrada en conjurar patrióticas imágenes de los huertos urbanos por la victoria que la población cultivaba durante la Segunda Guerra Mundial, y en invocar la tópica flema al estilo keep calm and carry on. O sea, que no ha hecho casi nada, inmerso como está en la caótica implosión de su parlamento.
Pero es que no se trata sólo de qué comeran o dejarán de comer los británicos después del brexit, sino también de cómo influirá esto en sus exportaciones. Para que nos hagamos una idea, el whisky supone el tercer sector en peso en la economía escocesa, después del petróleo y los servicios financieros, y aunque se trata de un producto con un mercado cautivo (cada marca tiene unas características de sabor que la hacen distinta a la de al lado), el consumidor de whiskies ha abierto mucho su paladar en los últimos años a otras procedencias, como Japón o Irlanda, y a otros destilados. Igualmente, el sector de la restauración –el tercero en número de empleos de Gran Bretaña– empleaba hasta el año pasado a unos 700.000 europeos, lo que suponía aproximadamente a un 15% de la industria. Pero sólo en 2018, según una estadística de la BHA, la patronal del sector, unos 22.000 de ellos habrían emprendido el camino de vuelta a casa.
Ante este panorama, que sugiere un futuro estilo Mad Max, podríamos llegar a sentir un poco de Schadenfreude ante el harakiri alimentario del brexit, y pensar que éste no afectará también a nuestras mesas y bolsillos. Jarro de agua fría al canto: El 8% de los alimentos que cultivamos, criamos o producimos terminan en Gran Bretaña. Perder o encarecer un mercado tan importante es evidente que muy positivo no va a ser, y un estudio del Institut Agrícola Catalá de Sant Isidre alertaba de que esto podía llevar al agro español a la recesión. Lo que ocurra realmente aún está por ver. Bien pudiera ocurrir un milagro, con la revocación del referendum o con un acuerdo “light” de salida. Pero en cualquier caso el Brexit habrá servido para poner frente al espejo las debilidades de un sistema alimentario, que sufre terremotos globales por culpa del mero aleteo de una mariposa en Westminster. Debiéramos tomar nota de todo ello cara al futuro, y darnos cuenta de que votar nuevas fronteras puede llegar a ser votar, literalmente, por el hambre.
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Mar Calpena
Mar Calpena (Barcelona, 1973) es periodista, pero ha sido también traductora, escritora fantasma, editora de tebeos, quiromasajista y profesora de coctelería, lo cual se explica por la dispersión de sus intereses y por la precariedad del mercado laboral. CTXT.es y CTXT.cat son su campamento base, aunque es posible encontrarla en radios, teles y prensa hablando de gastronomía y/o política, aunque raramente al mismo tiempo.
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