EDITORIAL
El gobierno de las togas
29/05/2019
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Tras meses de proceso penal y un centenar de declaraciones, videos, pruebas documentales y periciales, la Fiscalía del Estado se enrocó este 29 de mayo en peticiones para los líderes catalanes de hasta 25 años de cárcel, basadas en un delito de rebelión, mientras la abogacía del Estado pedía penas de hasta 12 años, por un delito de sedición, en ambos casos con el acompañamiento del delito de malversación de caudales públicos. Se trata de una petición impresionante, idéntica a la que planteaban los fiscales antes del juicio oral, que sin duda aumentará la polarización y la crispación de una sociedad cada vez más dividida. Y siembra muchas dudas la escandalosa inacción de la fiscal general, salvo que sea tan conservadora como los propios fiscales del Supremo.
Lo primero que viene a la mente al leer el auto es el Golpe de Estado de 1981. Aquella vez, con secuestro del Congreso incluido y con tanques de aderezo, sólo hubo tres condenas de 30 años aplicando el código penal militar, y para el resto penas que cualquier ladrón de tres al cuarto consigue con poco esfuerzo.
Quienes conocen el Derecho, estando a favor o en contra de la petición, han debido sentir desasosiego. Desasosiego por la evidente servidumbre de la fiscalía al dictado político y mediático que ha regido este proceso político del Estado contra los líderes procesistas. Desasosiego por la interpretación que se hace del tercer grado, un intento de escarmiento que revela recelo y desconfianza hacia Instituciones Penitenciarias en Cataluña. Desasosiego ante las innecesarias declaraciones de lealtad al Estado y a la Corona, allí donde sólo debe haber lealtad a la aplicación de la ley. Desasosiego porque, al final, un proceso penal parece el encargado de cerrar un conflicto político, como si ello fuera posible. El proceso penal terminará y puede que termine con el procés como línea política, pero es dudoso que pueda cerrar el conflicto social, mejorar la convivencia o encubrir que aún nadie ha asumido responsabilidades políticas a uno y otro lado.
Por mucho que se empeñen los fiscales y muchos juristas y medios cortesanos, hay una cosa que parece evidente: intentar cambiar la Constitución a través de un Parlamento autonómico, como ha confirmado hoy mismo el Tribunal de Estrasburgo, puede ser un acto nulo, antidemocrático o inconstitucional, pero no es un delito mayor que la desobediencia. Pedir por eso 18 años de prisión para Carme Forcadell es una barbaridad. En un sistema democrático, el procedimiento que utilizaron los políticos, el gobierno y el parlamento catalanes, como ya dijo el TC cuando se pronunció sobre la ley del referéndum, puede ser nulo y rechazable políticamente, pero no puede constituir rebelión. Estamos pues ante un caso evidente de populismo punitivo con gran alharaca mediática.
Supongamos, aunque es mucho suponer, que cabe una rebelión sin armas. Igual la Bastilla o el Palacio de Invierno fueron asaltados con tumulto, pero esa virulencia no encaja con lo que vimos durante los días del referéndum, ni con lo que hemos visto y oído durante el juicio. En cualquier sociedad madura y consciente hubiera bastado con lo que hizo el Tribunal Constitucional, que luego fue remachado con el 155 y desembocó en una convocatoria de elecciones.
Una parte de lo que nos jugamos tiene que ver también con el derecho de protesta que toda democracia debe preservar: movimientos como el 15M, la primavera árabe o ahora el extinction rebellion tienen mucho que decir en la futura evolución de nuestras democracias: y no podemos criminalizarlas, sino al revés; debería ser protegida, mimada, incentivada. Se compartan o no los objetivos de los que se movilizan y protestan, es responsabilidad de todos protegerla. Y la fiscalía ha dado un paso de gigante en una senda muy peligrosa.
La ausente fiscal jefa solo ha intervenido durante el proceso para excluir la sedición, otra aventura jurídica que ha quedado cubierta por la Abogacía del Estado. Lo vivido en la conselleria de Economía se parece mucho a lo que hacía Ada Colau antes de ser alcaldesa. Con la salvedad de que aquel día no se impidió nada y la secretaria judicial pudo realizar su trabajo sin problemas.
El gran problema de fondo es que la política abdicó de sus funciones y prefirió encomendarse al gobierno de los jueces, vista su propia incapacidad para generar acuerdos. Con ello no sólo se hace dejación de responsabilidad, también se corre el riesgo de que la ciudadanía piense que hay togas del gobierno; o peor aún, del rey: y eso es el fin de la separación de poderes y de la lealtad al juego democrático. Al final, lo único que queda donde no hay Derecho es la reyerta de bar.
En ambientes jurídicos progresistas se sabe bien que estamos ante un juicio político, y se bromea diciendo que Santiago Abascal es un moderado al lado de algunos jueces del Supremo. Ahora, la pelota está en el tejado del presidente del TS. Marchena, un juez tan hábil como conservador, que ha hecho travestismo procesal desde el principio; primero le pidió a Maza que abriera la querella, luego a Llarena que la llevara al Supremo; y siempre ha estado en línea con los fiscales. Ahora veremos cuál es su capacidad de maniobra. Aunque, a estas alturas, ¿quién puede excluir que quiera seguir demostrando que vivimos bajo el gobierno de las togas?
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