Calatrava como metáfora
Su nombre es sinónimo de excesos, retrasos injustificados, fallos estructurales, sobrecostes aberrantes y corruptelas políticas. No es solo la crónica del auge y caída de un arquitecto. Es la alegoría de todo un país, un mundo y una época
Miguel de Lucas 1/03/2017
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Puente Lusitania, Mérida.
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¿Qué pasó, Santiago? A los treinta años pasabas las noches en vela trabajando a deshoras en un estudio de Zúrich. Antes de cumplir los cincuenta, recibías de manos de Felipe de Borbón el Príncipe de Asturias de las Artes. Desde Nueva York pensaron en ti para resucitar la zona cero de Manhattan. El mundo te amaba. Eras “el admirado, el aclamado, el deseado, incluso el envidiado”. Todo eso fue antes de que te convirtieras en el gran maldito, en el nombre apestado de la arquitectura española. De un día para otro, los políticos que besaban tus pies decidieron retirarte el saludo. El tiempo vuela. Los antiguos lo decían con más clase: Tempus fugit, amigo. ¿Cuándo ocurrió todo eso, Santi? Y algo más importante: ¿Cómo ocurrió?
No es ningún secreto que el despacho de Santiago Calatrava Valls (Benimàmet, Valencia, 1951) ha conocido tiempos mejores. Tiempos, según cuenta Llàtzer Moix en su libro Queríamos un calatrava, en que el nombre de este arquitecto generaba fascinación en lugar de espanto. En los últimos años, quien hasta hace no mucho era nombrado habitualmente en revistas y periódicos españoles junto a la coletilla “prestigioso arquitecto español que triunfa en el mundo”, ha visto multiplicarse las críticas de antiguos compañeros, clientes y políticos, al tiempo que se encadenaban las citaciones judiciales en Venecia, Oviedo o Palma de Mallorca. “Es un engreído, está endiosado”, dice de él uno de sus más estrechos colaboradores. “Se considera por encima del resto de la humanidad”, opina un ingeniero que trabajó a su lado. Menos cortés, el hoy fallecido alcalde de Bilbao Iñaki Azkuna lo definió así tras la polémica construcción del puente Zubi Zuri: “Es un pesetero del carajo”.
De un día para otro, los políticos que besaban tus pies decidieron retirarte el saludo
Azkuna seguramente tenía más de un motivo para el enfado. Los días de lluvia, comprobaron enseguida los bilbaínos, el puente sobre la ría del Nervión se convertía en una inesperada pista de patinaje. En media jornada, según demostró un fotógrafo de El Correo, se registraban más de una docena de resbalones y costalazos. El motivo era el suelo: instalar losetas de vidrio para el puente de una de las ciudades con más precipitaciones de la península no fue, lo que se dice, una idea arquitectónica brillante. Además, las losetas de cristal contaban con un problema añadido: se rompían. Pasó exactamente lo mismo, años después, con el puente de Vistabella en Murcia. Visto el desastre, en los dos lugares se optó por una solución de tipo artesanal, que contrasta con el diseño vanguardista de la obra: en los días de lluvia, se coloca una alfombra antideslizante.
‘Il ponte di Calatrava’
Podría pensarse que estos dos puentes constituyen el desastre más notorio, al tiempo que el más cómico, de los muchos que jalonan la carrera de Santiago Calatrava. Le supera sin embargo el puente de la Constitución de Venecia. El proyecto se celebró por todo lo alto. Debía construirse en doce meses. Tardó seis años. Resulta imposible no compararlo con el puente más antiguo del gran canal, el de Rialto, que se construyó en 1591 en la mitad de tiempo. La obra de Calatrava tenía un presupuesto inicial de 3,8 millones de euros. Al final, la suma ascendió a los 11,2 millones. Por todo ello el valenciano fue investigado por el Tribunal de Cuentas, bajo la acusación de dañar el erario público de Venecia. Los jueces, es justo decirlo, lo absolvieron. Los venecianos, en cambio, todavía no lo han hecho. El músico Fabrizio Tavernelli compuso una canción sarcástica (Il ponte di Calatrava), y un programa del canal Discovery, titulado Incredible Engineering Blunders (traducido al español como “Grandes fracasos de la ingeniería”), le dedicó un capítulo completo. Según dice el presentador, Justin Cunningham, en las tres primeras semanas desde la inauguración diez personas fueron hospitalizadas por caídas en sus escalones. Las personas minusválidas veían imposible el acceso. Y hay algo difícil de explicar: el puente, destinado a unir la Plaza de Roma con la estación de trenes de Santa Lucía, está construido con 106 escalones. “Es muy peligroso”, afirmaba una periodista italiana. “No es un puente para que la gente pase sobre él. No sé para qué sirve, sinceramente, porque caminar sobre él es un problema, y también arrastrar la maleta o un carrito. Todo es bastante raro e inquietante”.
Hoy sabemos bastantes cosas sobre Calatrava. Sabemos que su Turning Torso (‘Torso en giro’: su edificio de viviendas en Malmö, Suecia) triplicó el presupuesto de partida. Sabemos que el expresidente de Baleares Jaume Matas le encargó a dedo, a cambio de 1,2 millones, el anteproyecto de un palacio de la ópera en la bahía de Palma de Mallorca que no llegó a construirse. Si nos vamos a Valencia, la escala del despropósito alcanza lo estratosférico. Sabemos ya que el Palacio de las Artes tuvo un sobrecoste del 260%. Sabemos que de sus cuatro salas una nunca llegó a abrirse, que otra sigue cerrada por fallos en su acústica. Sabemos que cuando iba a reinaugurarse de nuevo en 2006, la maquinaria que mueve la plataforma escénica se hundió. En total, el sobrecoste acumulado en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia multiplica por cuatro el coste presupuestado y se sitúa por encima de los 625 millones (como quizás el ojo humano pase muy deprisa por encima de esa cifra, la escribiré otra vez con letras: seiscientos veinticinco millones de euros).
Con el tiempo, muchos de los clientes que confiaron en el estudio de arquitectura de Calatrava aseguran que difícilmente volverían a hacerlo. Pero este es el final de la historia. Hasta hace unos años el panorama era bien distinto. Lo cuenta en su libro Llàtzer Moix: “En los albores de la actual centuria, Calatrava tenía en proyecto o construcción decenas de obras en ciudades tan dispares como Milwaukee o Atenas, y había protagonizado ya numerosísimas publicaciones y exposiciones, además de acumular con avidez de coleccionista doctorados honoris causa y una larga lista de galardones. Entre ellos, el Premio Príncipe de Asturias de las Artes en 1999, en cuya argumentación leemos: ‘Antes de cumplir los cincuenta años, [Calatrava] ha alcanzado un merecido prestigio internacional y aporta a la construcción de puentes y edificios un original entendimiento del empleo de nuevos materiales y tecnologías en la búsqueda de una estética innovadora’”.
Por esas fechas su equipo de trabajo, de doscientas personas, contaba con sedes en Zúrich, París, Valencia y Nueva York. Tener un edificio del valenciano se había convertido en un signo de distinción. “Grandes ciudades que todavía no tenían una obra suya habían empezado a sentirse incompletas, como si de repente les hubiera sido descubierta una insufrible carencia. Alberto Ruíz Gallardón, entonces alcalde de Madrid, manifestó en 2004, al presentar el proyecto de Calatrava para la columna de la plaza de Castilla, que la ausencia de obras del autor en la capital ‘era una herida que nos dolía’”.
Pero si en 2004 carecer de uno de sus imaginativos puentes o sus fantasiosas cúpulas “dolía”, una década más tarde los resultados obtenidos hacían añorar ese dolor. Por catorce millones y medio de euros, la capital española se hizo con un obelisco para Caja Madrid de 92 metros. Una especie de tornillo dorado giratorio situado junto a las Torres Kio, en el Paseo de la Castellana. No sólo era algo desmesurado y estéticamente muy cuestionable. La última y desagradable sorpresa fue el coste de su mantenimiento: conseguir que la columna áurea se moviese tendría un coste de 150.000 euros, el 25% del presupuesto anual que Madrid destina a la conservación de sus monumentos. Para entonces ya había estallado la crisis, Caja Madrid acabaría siendo rescatada con dinero público y no había presupuesto para hacer girar la torre. Fue inaugurada por el Rey Juan Carlos el 23 de diciembre de 2009. Tres meses después, ya no funcionaba.
Viajes por la seducción y el repudio
Todo esto lo cuenta Llàtzer Moix en Queríamos un calatrava. Viajes arquitectónicos por la seducción y el repudio (Anagrama, 2016, 309 páginas). Como subraya el autor, no se trata de un libro “contra”, sino de un libro “sobre” Calatrava. La pregunta que inicia su investigación es muy sencilla de formular y algo más larga de responder: “¿Qué ha cambiado? ¿Qué ha hecho Calatrava para suscitar, primero, tanto encomio y, luego, tanto oprobio? ¿Cómo ha logrado el mirlo blanco metamorfosearse en negro cuervo de mal agüero?”. Moix, durante veinte años responsable de información cultural de La Vanguardia, conoce bastante bien el tema en cuestión. De hecho, este libro puede verse como una continuación de Arquitectura milagrosa (2010), donde se describe la fiebre por los edificios de diseño, que a partir del Guggenheim de Bilbao se extendió por la península ibérica a mayor velocidad que el Islam en los primeros años de Al Andalus.
Armado con un bolígrafo y un cuaderno, Llàtzer Moix visita una quincena de ciudades (de Sevilla a Milwaukee, de Tenerife a Nueva York) que en su momento tuvieron la desventurada idea de confiar en el artista de Benimàmet. Ciudad a ciudad, proyecto a proyecto, paseando por debajo de sus reconocibles estructuras y hablando con antiguos compañeros y clientes escarmentados, surge un retrato que no solo ilustra la deriva profesional de Calatrava, sino la propia evolución del país y del mundo en los últimos treinta años. De este modo, si bien a la altura de 1990 en la temprana estación de trenes Stadelhofen, en Zúrich, “descubrimos a un arquitecto cultivado, sorprendente y muy prometedor”, al llegar a 2011 nos topamos en el Palacio de Congresos de Oviedo “al arquitecto de un fiasco que compendia excesos anteriores –colisión de intereses públicos y privados, proyectos fuera de escala y subdesarrollado, desvíos presupuestarios, elementos suntuarios e inútiles, juicios…– con otros más novedosos, como un derrumbe parcial de la obra durante la fase de construcción”.
Los políticos (y los empresarios, y no pocos ciudadanos) conocían muy bien la clase de mercancía averiada que vendía Calatrava. Y la compraban con los ojos cerrados
En Queríamos un calatrava Moix no trata de negarle pan y la sal al hijo predilecto de Valencia, ni tampoco de sostener que toda su carrera consista en una sucesión ininterrumpida de engaños, apaños y estropicios. Quizás ni siquiera sus enemigos más beligerantes puedan negar a Calatrava una entrega al trabajo rayana en la adicción. Tampoco puede discutirse el atractivo popular del que siempre han gozado sus propuestas (una suerte de populismo arquitectónico). Y seguramente sea ridículo, a estas alturas, obviar la gran potencia icónica de sus edificios, pomposa fórmula que se resume en una idea elemental: todo lo que lleva el nombre de Calatrava suele quedar muy bien en las fotos. Lo descubrieron, relativamente rápido, los anuncios de coches y los ilustradores de folletos y guías turísticas. Antes aún lo descubrieron las administraciones públicas. No conviene pecar de ingenuos: los políticos (y los empresarios, y no pocos ciudadanos) conocían muy bien la clase de mercancía averiada que vendía Calatrava. Y la compraban con los ojos cerrados. Es más: había cola por hacerse con ella.
El espejismo y el ‘star system’
Como toda historia, la del éxito de Calatrava tiene un principio. Si hubiera que buscar el momento del despegue, una fecha que marca la consagración del valenciano en el star system de la arquitectura, quizás sea bueno fijarse en el año 1992. Como en muchos otros aspectos, la Expo de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona marcarían un antes y un después en la arquitectura española. Yo estuve allí, amigos. Recuerdo esos felices noventa. En 1991 vi por primera vez en acción la magia del demiurgo valenciano. Fue en la inauguración del Puente Lusitania de Mérida. Al anochecer su arco se reflejaba en las aguas del Guadiana formando un ojo humano. Al lado de su vecino el puente romano (que no había cambiado en dos mil años) lo de Calatrava parecía traído por una civilización extraterrestre, el regalo con el que un planeta más avanzado nos sacaba de la noche de los tiempos.
Por entonces yo tenía, si no recuerdo mal, ocho años. El verano siguiente fue la Expo. Recuerdo, después de varias horas de viaje y de colas en la entrada de Sevilla, la sensación de cruzar por primera vez bajo el puente del Alamillo, con un arco atirantado, con cables que desafiaban la fuerza de la gravedad y un pilar interminable que daba la bienvenida a un mundo distinto, mejor, más moderno. El simulacro, colegas, funcionaba. Yo también abrí mucho la boca. También dije: “Ohhhh”. También aplaudí con los fuegos artificiales. Y creo que no fui el único. Manuel Chaves (sí, amigos, ese Manuel Chaves) había presidido unos meses atrás la inauguración del puente acompañado por cinco mil niños, un día libre en los coles de la capital andaluza para saludar la llegada del futuro.
En 1991 vi por primera vez en acción la magia del demiurgo valenciano. Fue en la inauguración del Puente Lusitania de Mérida
El año 92 no está demasiado lejos. Muchos recordarán todavía las imágenes de la Expo y de los juegos Olímpicos, a Curro y a Cobi. Como los habitantes de Macondo en Cien años de soledad, en Sevilla “el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. En mi casa se conserva un álbum de fotos tomadas con las fotos de aquel verano. Había un cine en tres dimensiones. Había una descomunal esfera bioclimática que parecía flotar, suspendida por encima de los vaporizadores de agua. Había un cohete como los de la NASA, el Ariane 4. Calatrava no sólo estaba detrás del puente. También se hizo cargo del Pabellón de Kuwait, con su fascinante cubierta móvil de diecisiete bloques que podían accionarse en cualquier momento. Se trataba, en virtud, de uno de sus primeros y más monumentales ejemplos de “cosa blanca con pinchos” (como lo define el portal satírico El Mundo Today) que acabarían por convertirse en la marca más reconocible del arquitecto valenciano.
Quizás cueste pensarlo, pero hubo un tiempo en que los arquitectos no eran celebridades públicas. Podían tener algo más de fama que los ingenieros o los cirujanos plásticos, pero estaban lejos de situarse a la altura de futbolistas o actores de cine. Hablar de Gropius, Mies Van der Rohe, Oscar Niemeyer o Le Corbusier resultaba relativamente extraño fuera de las universidades y algunos círculos especializados. Pues bien: todo eso cambiaría desde finales de los años 80 y sobre todo a lo largo de la década siguiente. Tres gremios hasta entonces insólitos para las páginas de sociedad comenzaron a dejarse ver en programas televisivos y portadas de suplementos dominicales: jueces, cocineros y arquitectos. Quizás –quién sabe– por razones conectadas entre sí.
De hecho, lo que ocurría en la arquitectura se reflejaba en todas las artes, en el cine, en la pintura, en la filosofía, en la fotografía. España pedía a gritos una imagen renovada y no tardaría en encontrarla. En algún lugar Ignacio Echevarría lo resume así: “Un país entero se despertó un día resuelto a mirarse al espejo y verse joven, guapo y encantadoramente democrático. Para eso, convenía cambiarse el peinado de toda la vida y darse nuevos aires, lo cual supuso mandar al desván a un puñado de cineastas, novelistas y presentadores de televisión que recordaban al personal la cara con que salía en las fotos. Fue eso, más o menos”. Hacía falta, para completar el cambio, un nuevo rostro para las ciudades: edificios de ensueño que reflejasen el brillante porvenir. Luego llegaría el futuro y las cosas serían diferentes. Pero ese momento aún estaba lejos.
Lo que ocurría en la arquitectura se reflejaba en todas las artes, en el cine, en la pintura, en la filosofía, en la fotografía.
Año 92: Olimpiadas en Barcelona, Expo en Sevilla. Madrid, capital europea de la cultura. Año 97: museo Guggenheim en Bilbao. Esto se ha contado ya muchas veces. Recordemos lo esencial: por esa época, los corresponsales extranjeros cantaban las excelencias de la economía española. John Hopper, periodista de The Economist, hablaba de “la Suecia del Mediterráneo”. Otra fórmula habitual era “la Alemania del sur”. Con algo más de ojo crítico, el corresponsal de The Guardian, Giles Tremlett, se fijó en un aspecto incómodo que pasaba desapercibido: en los años del éxtasis constructivo, parte del patrimonio artístico español mostraba un bochornoso estado de abandono. En Ghosts of Spain Tremlett apuntaba: “Para la mayoría de los españoles, lo nuevo es infinitamente mejor que lo viejo. Esto se deduce con facilidad en infinidad de pequeños detalles, como la casi total ausencia de tiendas de segunda mano, por ejemplo, o la escasez de coches viejos. No obstante, en ningún sitio es más patente que en la arquitectura. Aquí se construyen grandes edificios nuevos y se deja que se desmoronen los grandes edificios viejos. Si se pregunta a arquitectos de fama internacional como Norman Foster, Richard Rogers, Frank Gehry o Arata Isozaki cuál es el mejor sitio de Europa para construir edificios interesantes, la respuesta será muy probablemente: ‘España’. Se ha invertido una enorme cantidad de dinero, fundamentalmente público, en nuevos y espectaculares contratos con los dioses de la arquitectura mundial para que construyan nuevos y espectaculares edificios por todo el país”.
Fueron años de gloria, colegas. Las ciudades ya no competían por traer a los Rolling Stones o Bob Dylan al Vicente Calderón de Madrid o a la Monumental de Barcelona. Lo suyo era hacerse con un Jean Nouvel para la Torre Agbar, un Jürgen Mayer para el Metropol Parasol (las setas gigantes de Sevilla), o un nuevo Guggenheim de Frank Gehry, esta vez de color rosado, para la ciudad del vino de La Rioja. Fueron los años del delirio. Y dentro de ese star system global, Santiago Calatrava estaba llamado a ser el equivalente en arquitectura de lo que Penélope Cruz, Javier Bardem y Pedro Almodóvar habían logrado en el cine. Tenía, en definitiva, todas las cartas para convertirse en la rock-star indiscutible.
Todo por la forma
El mago de Benimàmet podía jugar en las grandes ligas (Nueva York, Venecia, los Juegos Olímpicos de Atenas, Berlín), pero su cantera de proyectos dependía de las capitales de provincia (Bilbao, Mérida, Tenerife, Oviedo, Palma de Mallorca, Murcia y, sobre todo, Valencia). Allí era el rey. Uno de esos dioses del nuevo diseño al alcance de los mortales. Además, contaba con todo a favor. Era, según Llàtzer Moix, el auténtico mirlo blanco. Le ayudaba el factor generacional, su sintonía y capacidad de seducir a los políticos de su quinta, y un halo de leyenda. “Sin ser un exiliado político, gozaba de la aureola inconformista de quienes habían dejado la anacrónica España de Franco para abrirse camino en el extranjero. Había acumulado además diplomas universitarios, en una época en que la doble titulación era infrecuente. Con estas condiciones, y con una determinación excepcional, Calatrava estaba a punto de transformarse en objeto de deseo de jóvenes gobernantes españoles. Es decir, de funcionarios públicos con responsabilidades en la transformación de sus ciudades o comunidades autónomas, que empezaban a atribuir las virtudes del talismán a los diseños de los arquitectos con caligrafía propia. Para todos ellos, Calatrava era o podía llegar a ser un proveedor de formas extraordinarias, un mágico agente transformador.”
"Sin ser un exiliado político, gozaba de la aureola inconformista de quienes habían dejado la anacrónica España de Franco para abrirse camino en el extranjero"
Pero si el de Benimàmet parecía encantado en su papel de símbolo de una determinada España (próspera, moderna, cosmopolita, europea, guapa), desde el comienzo se manifestaron dos perturbadores rasgos de su personalidad, que al combinarse terminarían siendo letales: un ego comparable al de Miguel Ángel Buonarrotti y una adicción al dinero semejante a la del señor Montgomery Burns de los Simpsons. A ello cabe sumarle la tendencia a arrimarse a políticos sin escrúpulos (Camps, Fabra, Jaume Matas) y el creciente divismo de toda una prima donna. (En 1991, ya hablaba de que su puente Lusitania suponía “un alarde técnico en un contexto de subdesarrollo tecnológico como el de Mérida”. Veinte años después, en 2017, su engreimiento se situaba la altura de sus mayores edificios: “Tenerife está en el culo del mundo, no me merece”, respondió a las críticas del Cabildo por los defectos de su Auditorio.)
A pesar de su indudable proliferación por la geografía española (“ya hay más construcciones de Santiago Calatrava que edificios normales”, tituló El Mundo Today), resulta llamativo que el valenciano no haya encontrado seguidores. Su estilo comienza y acaba con él. Las escuelas de arquitectura y los colegios de ingenieros se curaron siempre de pronunciarse abiertamente sobre él. Sólo ahora afloran las críticas. En realidad, resulta improbable que alguien vaya a seguir su legado. “No forma parte de una escuela, pero sí de un tiempo: el de las vacas gordas económicas y los arquitectos estrella”, razona Moix en una entrevista en La Vanguardia.
Su carrera no podría explicarse sin la burbuja económica, la especulación inmobiliaria y el crecimiento urbanístico desatado. Tampoco sin la vanidad de muchos alcaldes por asegurarse un hueco en la historia. También hizo falta el concurso de la prensa y el aplauso de los electores. Calatrava, por entonces, daba votos. Todo ello contribuyó a que muy pronto se instalasen en la mente del arquitecto dos ideas dos ideas literalmente tóxicas. Una: que cualquier idea por absurda que fuese obtendría el visto bueno. Dos: que en caso de haber problemas contratiempos, las arcas públicas siempre correrían con los gastos. Al fin y al cabo, eso era lo que ocurría proyecto tras proyecto: todo estaba permitido. Los retrasos no importaban. Mientras el resultado final fuera vistoso, lo demás era secundario. Que el presupuesto final duplicase, triplicase o cuadruplicase lo planeado no era un accidente o una cadena de casualidades. A nadie, en verdad, parecía preocuparle demasiado.En el libro de Llàtzer Moix lo explica un antiguo empleado de Calatrava: “Cuando un político se obsesiona por dejar la impronta de su mandato, puede olvidarse de que la gestión del proyecto es tan importante como el fin perseguido. A menudo, esos clientes públicos carecen de funcionarios capacitados para frenar los excesos; o no les atienden. Un cliente con recursos económicos y una formación insuficiente propicia sangrías importantes. El sistema está viciado en España. Aquí es frecuente que la Administración opte por los precios a la baja, sabedora de que luego siempre podrá subirlos recurriendo a los proyectos modificados. Se licia a la baja y se acaba pagando al alza, lo cual es una tomadura de pelo al contribuyente. En España, son muchos los que no acaban las obras por el precio acordado. Y eso, que siempre es censurable, puede ser además muy peligroso, cuando participan empresas o arquitectos de primer orden”.
De Valencia a Manhattan
Toda la magia, en el fondo, se resumía en ofrecer al cliente un artefacto de gran fuerza visual, aunque para ello hubiera que relegar o incluso ignorar los requerimientos más básicos de la ingeniería. En este sentido, Calatrava fue durante años la quintaesencia de lo estético por encima de lo funcional, de la forma por encima del fondo, de la inventiva humana de envolver con formas deslumbrantes un pobre contenido. La antítesis absoluta al “menos es más” que predicaba Van der Rohe. Para Calatrava, “más” significa más grande, más caro, mejor. No cabe duda de que fue el espejo de su tiempo, la metáfora perfecta de los felices 90 y los primeros 2000, cuando buena parte de la sociedad avanzaba con el acelerador pisado a fondo y una sonrisa de oreja a oreja camino del precipicio.
Fue el espejo de su tiempo, la metáfora perfecta de los felices 90 y los primeros 2000, cuando buena parte de la sociedad avanzaba con el acelerador pisado a fondo
La fiebre, puede objetarse, fue más allá de la península. Con una diferencia. En el extranjero aprendían más o menos relativamente rápido los inconvenientes de trabajar con Calatrava. En Grecia y en Italia escarmentaron a la segunda. En Portugal y Suecia, a la primera. También en Israel, tras el desastroso puente colgante de Jerusalén. Al contrario que Jesucristo, Calatrava sí ha sido profeta en su tierra. En ningún otro país ha hecho más negocios que en España y en ninguna otra ciudad más que en Valencia. De las naranjas a la apoteosis del diseño. Es lo que Llàtzer Moix llama “el monocultivo de Calatrava”. Cuesta encontrar en todo el mundo una concentración de edificios comparable a la Ciudad de las Artes y las Ciencias, un área de 350.000 metros cuadrados donde el ilusionista de Benimàmet tuvo carta blanca para dar rienda suelta a la desmesura y a los precios hinchados.
“Calatrava ha logrado conculcar y destruir en Valencia el sistema convencional de relaciones entre el arquitecto y el cliente, obteniendo enorme autonomía”, cuenta el arquitecto Josep Acebillo. “O, si me permite describirlo de un modo más prosaico, ha configurado un régimen no muy lejano al de la barra libre. Es el inventor de una situación en la que los clientes que se sientan al otro lado de la mesa dejan, a efectos prácticos, de existir. No porque Calatrava los eche de ella, sino porque los reduce a comparsas dispuestas a maravillarse ante su pirotécnica, a asentir y pagar.”
Pero no terminó aquí. Faltaba otro salto mortal. Ocurriría en Oviedo, con el complejo Buenavista (rebautizado por los asturianos como el centollu), “un serio aspirante al título de peor obra del autor”. No solo por su derrumbe y por un pufo de más de veinticinco millones de euros. Sino porque quizás ninguna otra de sus obras haya conseguido desfigurar de forma más atroz un paisaje urbano como esta mole impuesta a codazos en el centro de la capital asturiana. Por norma, las ciudades piensan primero en la obra y luego en el arquitecto. En esta ocasión, tras obtener Calatrava el Príncipe de Asturias, se pensó en contratar primero al valenciano y después pensar un edificio que pudiera justificar su fichaje. “Las autoridades, tanto las municipales como las autonómicas, querían hacer algo allí, pero no sabían muy bien qué”, explicaba un técnico del equipo. Calatrava en estado puro.
Pero su opus magnum, la consagración definitiva, llegó en América. El cénit de su carrera, y su último gran fracaso, ha terminado siendo Nueva York. La historia es conocida. Tras los atentados del 11-S, un Calatrava que vivía sus años dorados fue elegido para crear un edificio que simbolizase la recuperación del World Trade Center. El resultado ha sido Oculus. De nuevo un ojo gigante. De nuevo una obra que acumulaba siete años de retraso y un coste final de cuatro mil millones de dólares, el doble de la cantidad inicial. Las autoridades decidieron que no habría inauguración oficial y la prensa no ocultó su desconcierto. "Nueva York estrena la estación de metro más cara del mundo", tituló la BBC británica. “La estación de metro más fea del mundo”, escribió el New York Post, un mausoleo que ha costado millones de dólares tirados "por el agujero".
Lecciones americanas
Era 2016. La burbuja en España llevaba años pinchada. Francisco Camps salió de la presidencia de la Comunidad valenciana y su amigo Jaume Matas acabó ingresando en prisión. Los políticos y los constructores se desentendieron de Calatrava, ahora asociado a lo peor de aquellos años y convertido de la noche a la mañana en un ave de mal agüero. Su estudio desapareció de las portadas de los periódicos y pasó a hacerse habitual en los portales satíricos. En El Mundo Today aparece con cierta frecuencia en noticias como “El portal de Belén de Calatrava se desploma al segundo día y mata al niño Jesús”, “Los bomberos rescatan a un perro atrapado en una caseta diseñada por Santiago Calatrava” o "Calatrava construye un puente que caerá en lunes".
Sería tentador acabar este artículo con una suerte de moraleja final, una enseñanza sobre la soberbia humana y la estupidez de la arquitectura entendida como espejismo. Es lo que hizo el New York Post, al considerar el intercambiador de transportes de Manhattan como “un sobresaliente símbolo del despilfarro”. En su columna, Steve Cuozzo, quien ha acuñado el término Calatrasaurus, escribía: “El señor Calatrava ha dado algo a Nueva York a cambio de sus miles de millones. Pero si la enseñanza que podemos extraer de este proyecto es que los arquitectos necesitan barra libre, un cliente vanidoso y sumiso y un cheque en blanco para crear espectáculo público, entonces el intercambiador es un desastre para la arquitectura y las ciudades”.
"Lo peor que le puede pasar a un arquitecto es hacer un edificio que no funcione”
Podríamos terminar, tal vez, diciendo que el mensaje simbólico detrás de la carrera de Calatrava no es que fuera un farsante que fingiera ser un arquitecto magistral, sino un arquitecto prometedor que terminó labrándose una trayectoria basada en presupuestos descomunales y en la quintaesencia de lo superfluo, alguien capaz de pasar por alto los principios más básicos de la ingeniería y de la utilidad para lograr un efecto vistoso y de paso añadir varios ceros a la derecha de su cuenta corriente. “Lo peor que le puede pasar a un arquitecto es hacer un edificio que no funcione”, declaró en un programa de Televisión Española en 1989. Es lo que le ocurriría una y otra vez los años siguientes.
La ironía del asunto es que Calatrava contó, durante unos años, con todas las cartas para protagonizar una renovación de la arquitectura española seguramente necesaria. Podría haber seguido el camino iniciado en 1990 en Zúrich, donde su estación Stadelhofen encontró una calurosa acogida inicial, hasta el punto de que muchos la consideran todavía hoy su mejor obra. No obstante, allí hubo un factor determinante. Lo explica un experto en el libro de Llàtzer Moix: “En Zúrich no se admiten desviaciones presupuestarias, ni grandes ni pequeñas. Las obras públicas salen a concurso, el jurado falla a favor del proyecto de uno de los arquitectos que han concurrido, y se lo encarga”. Esas no fueron las reglas en Valencia, ni en Madrid, ni en Sevilla. Ni tampoco en Atenas, Venecia o Nueva York. Hoy se lo pensarían dos veces antes de volver a llamarle.
El retorno del brujo
Pero no nos engañemos. No hay lección. No hay moraleja. La historia de Santiago Calatrava no es un cuento moral. Calatrava no ha caído, ni mucho menos, en desgracia. Mientras anhela con nostalgia sus años dorados, la cartera de pedidos del valenciano sigue rebosando. En los últimos años, se ha movido hacia Oriente, a países donde su nombre no se asocia a la polémica. Tiene entre manos una universidad en Taipei (Taiwan), tres puentes en Huashan (China) y el descomunal proyecto del Doha Sharq Crossing (Qatar). El antiguo mago de las formas imposibles y los sobrecostes astronómicos asume que deberá pasar una muy lucrativa temporada en el desierto hasta que llegue la hora de su regreso. Es alguien inteligente. Lee con atención lo que se escribe sobre él y lo tiene en cuenta. Por eso cuenta con un equipo de comunicación muy eficaz que trabaja a destajo para limpiar su nombre.
El antiguo mago de las formas imposibles y los sobrecostes astronómicos asume que deberá pasar una muy lucrativa temporada en el desierto hasta que llegue la hora de su regreso
Por el momento, ya ha conseguido que el Ayuntamiento de Londres le encargue un puente, el Peninsula Place, para el barrio residencial de Greenwich. Y mientras dura la época de las vacas flacas, el de Benimamet reza para que le caiga algún día el premio Pritzker (equivalente al Nobel de arquitectura) y pueda regresar como el hijo pródigo en cuanto la economía española recupere el aliento. Dijo alguna vez Hegel que "lo único que nos enseña la historia es que la historia no enseña nada”. Calatrava volverá por sus fueros y sus creaciones serán recibidas de la misma manera que hace diez años: con el aplauso de los bobos, la ceja alzada de los escépticos y el abrazo cómplice de los canallas.
¿Te veremos de nuevo por aquí, Santiago? Me pregunto esto mientras camino rumbo a la facultad de comunicación situada en la Isla de la Cartuja, en medio del páramo lunar en el que han terminado convirtiéndose las antiguas instalaciones de la Expo 92. De aquella ciudad futurista, una cierta parte se reutilizó para el parque de atracciones de Isla Mágica. Otros edificios, como esta facultad, se convirtieron en un campus disgregado de la Universidad de Sevilla. El pabellón de Kuwait alberga ahora las dependencias de una empresa ambiental de la Junta de Andalucía. La esfera bioclimática sigue por aquí muerta de risa, igual que el cohete Ariane 4 que me alucinó hace veinticinco años. Todo da la impresión, en este momento, de formar parte del decorado de una película de ciencia ficción que se hubiera quedado de repente sin presupuesto, o el testimonio lejano de una civilización extraterrestre algo hortera y misteriosamente extinta.
Las metáforas espaciales, que durante años se empleaban como elogios a las obras del valenciano, juegan hoy en su contra. Así lo vemos, en el libro de Llàtzer Moix, en la descripción del centollu de Oviedo: “No voy a decir que la obra de Calatrava tenga un parecido físico con el platillo volante de los marcianos que protagonizan la película de Tim Burton Mars Attacks, quienes llegan a la tierra con intenciones aviesas y dejan a su paso un reguero de cadáveres, incluido el presidente de Estados Unidos. No lo tiene. Pero sí diré que el edificio que Calatrava se presenta como una aportación a la arquitectura del siglo XXI merecedora de perdurar y lucir a sus anchas cuando ya toda las viviendas hayan sucumbido al pasado del tiempo, evoca de hecho la presencia de un invasor que ha tomado tierra donde y como ha querido, y del que no parece sensato esperar nada bueno”.
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Miguel de Lucas es periodista y candidato a doctor en Literatura española e hispanoamericana en la Universidad de Sevilla. En la actualidad, es profesor de Lengua española en el Centro Norteamericano de Estudios Interculturales de Sevilla.
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Miguel de Lucas
Es doctor en Literatura española.
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