TRIBUNA
Un Voigt-Kampff para los bots
Twitter ha revelado la existencia de unas 130 cuentas maliciosas vinculadas con ERC. ¿Habría que prohibir las cuentas anónimas en pro de un debate más limpio? No es tan sencillo
Mar Calpena 20/06/2019
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Hace tiempo que quería escribir sobre los bots, esos pequeños ingenios que automatizan las respuestas en las redes sociales (“Hola, soy el asistente virtual de Renfe”) o que permiten estar avisados acerca de determinadas frases o interacciones en tiempo real, y que forman ya parte de la maquinaria de cualquier campaña política. Pero lo había ido posponiendo porque los bots han sido hasta ahora como mosquitos cibernéticos: una molestia algorítmica que comenzaba a seguirte cada vez que tecleabas, pongamos por caso, la palabrejas “SEO”, o “marketing” o “autoayuda” o cualquier otra inanidad, pero que no iba mucho más allá.
La irrupción de tecnología maliciosa en la guerra sucia por la hegemonía política no es nueva, y si no que se lo digan al malo de Nixon. Pero lo que sí es relativamente nuevo es la posibilidad de utilizarla de manera masiva a fin de irrumpir en la conversación pública de manera encubierta, hasta el punto de crear discursos de extrema verosimilitud. Las fake news son tan antiguas como las propias news. Ya en el antiguo Egipto encontramos por ejemplo imágenes del faraón Ramsés III mostrándose a sí mismo como el gran vencedor de la batalla de Kadesh contra los hititas, una batalla que acabó sin vencer claro. Pero la tecnología abre la puerta a una fake opinión pública sin ninguna cortapisa moral.
Twitter ha revelado hace pocos días la existencia de unas 130 cuentas maliciosas que da por seguro que están vinculadas con ERC, y que operaron en torno al 1-O, promoviendo la consulta, así como contra Ada Colau. Estas cuentas no sólo emitían mensajes en este sentido, sino que, por ejemplo, publicaron mensajes a favor de la alcaldesa de Barcelona durante la jornada de reflexión de las municipales de hace cuatro años, o promovían los tuits del candidato de ERC, Alfred Bosch. Twitter ha dicho que no son los únicos bots maliciosos que ha desactivado de la esfera política española, pero que sí son los únicos que ha podido demostrar que eran atribuibles a un determinado partido. ERC se ha desmarcado de ellos y ha manifestado que no se hace responsable de lo que hagan unos cuantos seguidores incontrolados.
No es la primera ocasión en la que los bots irrumpen en campaña; ya en el propio 1-O se habló de la incidencia de los hackers rusos –sí, esos mismos que habrían incidido en el ascenso de Trump– en la campaña, y no olvidemos la misteriosa aparición mariana del censo electoral catalán en la red el propio día de marras, algo que no parece haber quedado aclarado en el juicio que ahora concluye, y que parece ser recibido con cierta indiferencia por el conjunto de una ciudadanía anestesiada ante la continua explotación de sus datos personales por algoritmos comerciales. La filtración de datos sensibles con fines políticos también se ha utilizado como estrategia de intimidación, como por ejemplo ocurrió con la filtración de fotografías de la funcionaria de la Administración de Justicia que declaró ante el Tribunal Supremo en el juicio del Procés. Jueces y mossos d’esquadra también han visto cómo sus datos se hacían públicos, y aunque hay algunas sentencias ya en firme, la estrategia sigue creciendo.
Por su parte, la Comisión Europea ha publicado un informe acerca de la injerencia de bots rusos a favor de Vox, lo que no extraña a cuenta de la política exterior de Putin, centrada en desestabilizar la Unión Europea, y por el poderío del sector de la (in)seguridad informática en Rusia. Vox utilizó también cuentas falsas haciendo ver que se trataba de militantes LGTB, una estrategia de campaña sacada directamente del manual de Steve Bannon. Porque aunque los bots son simplemente respondedores automáticos, lo cierto es que muchas de las operaciones encubiertas en las redes sociales tienen detrás a personas de carne hueso (en el ya mencionado caso de Twitter y ERC, la mayor parte de los tuits sobre Alfred Bosch se hicieron en horario diurno, durante una “jornada” de ocho horas, lo que hace sospechar que se tratara de interacciones procedentes de una granja de bots, es decir, una organización que funciona con personas que controlan diversas cuentas –a través, por ejemplo, de un programa como Tweetdeck– y que se encargan de alimentar a la bestia por dinero).
Servidora lleva más de diez años haciendo el bocazas en Twitter, por lo que inevitablemente ha tropezado más de una vez con los bots. Aparte de shitstorms –literalmente “tormentas de mierda”– en las que un usuario ha levantado la liebre sobre alguno de mis tuits para que durante algunas horas trolls de todo tipo me llamaran de todo menos guapa, el otro día tuve mis primeras amenazas de muerte, chispas. ¿Cómo sé que se trataba de un bot y no simplemente de un usuario cuya novia se había deshinchado? El usuario tenía sólo diez seguidores, lo que indica de entrada una escasa interacción. Sus únicos tres o cuatro tuits eran retuits un poco al azar de temas dispersos. Todas sus respuestas a otros usuarios eran insultos o amenazas. Y las dos que me soltó parecían basadas en cierto dato personal mío (aunque admito que este extremo pudo ser casualidad). Por último, el usuario no tenía ni su teléfono ni su dirección de correo verificados, lo que lo hace casi intrazable, y sólo interactuó conmigo cuando utilicé determinada palabra que suelo evitar para, precisamente, evitarme follones de estos. Reporté el caso a Twitter, lo mismo hicieron unos cuantos amigos y la empresa le desactivó la cuenta (si bien su dueño podría reactivarla si borrara los tuits, no lo ha hecho, lo que refuerza la hipótesis del bot). No es mucho, pero algo es.
¿Significa esto que habría que prohibir las cuentas anónimas en pro de un debate más limpio? Tampoco es tan sencillo. La cuestión del anonimato en internet es un campo de minas ético, porque el derecho a la privacidad también debe existir, y puede ser incluso crítico a la hora de poder ejercer la libertad de expresión. El caso Wikileaks nos pone frente al espejo del interés público versus esta privacidad y la casuística se va a multiplicar como en un caleidoscopio cuando la tecnología se sofistique aún más. La tecnología puede tener un efecto deshumanizador –los operadores de drones militares a menudo dicen sentirse como si estuvieran en un videojuego– pero si queremos cazar bots haríamos bien en recordar que no sólo las máquinas suspenden el test de Voight-Kampff. Detrás de los bots se esconden humanos, demasiado humanos.
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Mar Calpena
Mar Calpena (Barcelona, 1973) es periodista, pero ha sido también traductora, escritora fantasma, editora de tebeos, quiromasajista y profesora de coctelería, lo cual se explica por la dispersión de sus intereses y por la precariedad del mercado laboral. CTXT.es y CTXT.cat son su campamento base, aunque es posible encontrarla en radios, teles y prensa hablando de gastronomía y/o política, aunque raramente al mismo tiempo.
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