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Hace años, en el instituto, nos mandaron leer Las desventuras del joven Werther, de Goethe. Una mierda, la verdad, no lo recomiendo. Me he acordado porque había un pasaje en el que Werther, en plena bajona, lamentaba el mal que estaba causando por el simple hecho de pasear por el monte. Se refería a la muerte y destrucción en el mundo de los insectos.
Le encantaba el drama a ese señor, pero lo cierto es que esa idea me preocupa, o sea, no el hecho particular de chafar hormigas, que ya ves tú, sino la fatalidad de tener que ir por la vida haciendo daño, lo quieras o no, porque hay mil mierdas por ahí que no controlas. Y que te lo hagan a ti y tener que asumir el mal como una especie de accidente, mala suerte, enfadarte sabiendo que no tienes motivos para enfadarte. El entender que quizá no es culpa de nadie, que la vida es una mierda y ya está. No sé si me explico. Qué se le va a hacer, a mí también me gusta el drama. No soy creyente, pero bueno, mi familia sí, y pienso en estas cosas aunque no lo parezca.
Perdón por la chapa, eh. Es tarde, llevo horas escribiendo. Me da igual todo ya. No estoy muy despierta. Tampoco muy dormida. He cenado un McFlurry y media lata de pringles y tal vez desayune la otra media. No puedes pedirme más.
¿Qué debería contar ahora? Pues no sé, hay recuerdos bonitos. A medida que pasa el tiempo, se van volviendo inverosímiles, como un sueño o una película. Se hacen, por lo tanto, más bonitos. Lo feo, poco a poco, se olvida, por mucho que te esfuerces en meterlo en el relato.
Me acuerdo, por ejemplo, de cuando la niña y yo cogimos un taxi a ninguna parte. Queríamos ir a casa de un amigo que vivía cerca de Gran Vía, en Fuencarral. Eran las mil y nos pasamos todo el viaje hablando de unos chavales que habían pasado de nosotras y la niña, que iba un poco puesta, la verdad (tenía una relación más informal que la mía con la droga, pero la tenía), se puso demasiado cariñosa y total que me hizo correrme en el taxi. Qué bochorno. Y al salir vimos que estábamos en metro Fuencarral, no en calle Fuencarral y nos dio la risa tonta.
Me acuerdo de la primera vez que conseguí pintar su sonrisa. Me sentí orgullosa, como si hubiera capturado un pokemon legendario. Le regalé ese retrato y le hice una dedicatoria, que no voy a decir cuál era porque me da vergüenza. ¿Y te he contado que la niña tocaba la guitarra? Pues sí, tú, tocaba la guitarra, razonablemente bien además. Una vez llevamos la guitarra a la Dosde y reunimos a la gente a nuestro alrededor, tocamos Fito y Estopa y luego yo improvisé letras de mierda y estuvo gracioso, hacíamos buen equipo.
O la tarde que fuimos a una fiesta de unos amigos suyos, que tenían una casa con piscina y una mesa de DJ afuera, tremendo postureo. Empezó a llegar un montón de gente, no a lo Project X pero casi. Me lo pasé súper bien ese día. Había una chavala que no me caía muy bien y me tocó un poco los ovarios, llevaba un rosario al cuello, así que le conté las cosas más locas que se me ocurrieron, como que con once años les cobraba a los gitanos por chupársela y que una tía mía metió un bebé en el microondas. Me escuchó con extrema atención. Luego, para rematar el relato, me entraron ganas de agarrarle el culo, pero no lo hice porque, en el fondo, soy una persona decente.
Fue mi mejor verano en mucho tiempo, la verdad, me reí mucho. Madrid es un concepto que se escurre entre los dedos, no creas que yo no lo sabía, pero me confié, creí que lo tenía bien sujeto esta vez.
Una tarde quedé a tomar unas cañas con mis amigos de la facultad (“estás desaparecida, Pauli”) y, como siempre, nos contamos nuestras desgracias. A ninguno de nosotros nos había ido nunca especialmente bien, por algo nos habíamos hecho amigos. Dios los cría y tal, y cual.
Alba me contó cómo había perdido su último trabajo decente como fotógrafa. Estaba cubriendo una baja por embarazo, concretamente, de la mujer de su jefe. A los pocos meses, este le confesó que se había enamorado perdidamente de ella. Ella le respondió que si se le había ido la pinza, y lo tuvo que dejar. Carlos había empezado a trabajar en la cafetería del Corte Inglés y nos habló de ciertos clientes habituales que disfrutaban pidiendo cada día un mismo plato y devolviéndolo sistemáticamente porque no estaba a su gusto, o tirando cosas al suelo a propósito para que él las tuviera que recoger, porque la seña de identidad de la empresa era el impecable servicio. A Lucía la habían echado del piso en el que estaba subarrendada por un motivo estúpido. Marcos volvía a su casa porque no aguantaba más, y Bea se quedaba sola.
Yo, sin embargo, no tenía ningún drama que contar, más bien al contrario, todo eran risas. Me di cuenta de lo raro que era eso y, por primera vez en mucho tiempo, me sentí profundamente intranquila. Hice lo posible por desterrar ese sentimiento, que había surgido de la nada y no tenía sentido (“no seas gilipollas, Paula, no la líes esta vez”, me dije “te va bien, de verdad, disfruta de la vida”). Con ese espíritu de Mr. Wonderful, tan impropio de mí, pasé una semana o dos.
Hasta que llegó una tarde como otra cualquiera, empezaba a refrescar, pero aún se estaba a gusto por la calle. Denise y yo, sentadas en el parque, entre niños, niñeras y guiris de espaldas chamuscadas, escuchábamos música y nos comíamos una pizza. No recuerdo de qué estábamos hablando, vete a saber, de cualquier chorrada, el caso es que de repente, sin dramatismo ninguno, me dijo: “Tía, ¿sabes qué?” Así, como el que te cuenta que se ha comprado una camiseta de rebajas. “Tía, ¿sabes qué?” Y entonces lo soltó.
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El siguiente capítulo de esta novela aparecerá el 25 de agosto.
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Autora >
Elena de Sus
Es periodista, de Huesca, y forma parte de la redacción de CTXT.
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