‘Chernobyl’ y el espectáculo como documento histórico
El límite entre la licencia artística, tramada en favor de la verosimilitud, y la falsedad documental siempre es controvertido. Habitualmente, la trampa responde a una intencionalidad ideológica
Alejandro Pedregal 28/08/2019
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Advertencia: este texto contiene spoilers y anglicismos. Los primeros son necesarios para el argumento. Los segundos, para indicar la colonización cultural instalada también en nuestro lenguaje. Pido disculpas por estos últimos.
En el último episodio de los cinco que componen la serie de HBO Chernobyl, su protagonista, el director adjunto del Instituto Kurchatov de Energía Atómica y eminente físico nuclear Valeri Legásov (interpretado por Jared Harris), declara en el juicio sobre el accidente de la central nuclear para exponer las circunstancias que llevaron a la catástrofe. El testimonio de Legásov, que ha liderado tanto las operaciones de limpieza como la comisión de investigación después del desastre, pone en evidencia las causas de carácter tanto científico como político, y estas últimas adquieren verdadera notoriedad al vincular las fallas del megalomaníaco modelo de desarrollo de la URSS con el secretismo que se deriva del férreo estatismo soviético y las consecuentes relaciones clientelares con que éste se retroalimenta. “Cada mentira que contamos implica una deuda con la verdad; más tarde o más temprano, hay que pagar esa deuda”, dice Legásov en la serie. Su declaración cae como un mazazo sobre la sala. La desnudez del majestuoso poder soviético ha quedado expuesta gracias a que Legásov ha hecho suya la valentía de la doctora Ulana Khomyuk (Emily Watson), que durante meses ha recogido testimonios y rastreado archivos que demostrarían la falta de interés gubernamental en que se conozca la verdad. Legásov pagará un alto precio por este acto de justicia, primero con su detención y después con el fin de su carrera científica. Su ejemplo, sin embargo, quedará para la posteridad en la retina del espectador. Nadie podría dejar de conmoverse ante un comportamiento moral de tal envergadura. Nadie, si no fuera porque todo es mentira: ni el personaje de la doctora Khomyuk existió, ni Legásov declaró en el juicio que se escenifica. De lo primero, se informa en los textos finales de la serie (“se creó para representar a [las decenas de científicos en Chernóbil que ayudaron a Legásov] y honrar su dedicación y servicio a la verdad y a la humanidad”, se dice). De lo segundo, no. En cualquier caso, y a pesar de esta construcción tramposa, este final catártico de la serie encaja a las mil maravillas con los objetivos que había definido su creador, Chris Mazin. Consciente de “la deuda que acumulamos con la verdad” en medio de la “guerra global” que vivimos hoy contra ella, Mazin, al ser preguntado por la tesis detrás de la serie, respondió: “El villano de esta historia es el sistema soviético. Pero el héroe de la historia, colectivamente, es el pueblo soviético”.
Resulta casi una obviedad señalar que todo drama que se promocione como “basado en hechos reales” precisa de una serie de licencias artísticas para que “funcione” en términos dramáticos. Sin desatender el de informar sobre el hecho histórico que relata, su principal objetivo es éste: que “funcione” como drama. O, en otras palabras, que sea verosímil aunque no sea veraz. Si, por el contrario, este tipo de drama aspirase a dar prioridad a la veracidad, existen en principio medios y géneros más adecuados para alcanzar esa meta. Sin embargo, una de las cuestiones que siempre ha resultado más controvertida a este respecto tiene que ver con el límite entre la licencia artística, tramada en favor de la verosimilitud, y la simple falsedad documental. Esta polémica se debe, entre otras cosas, a que dicha falsedad, cuando no es producto de la torpeza, puede responder –y de hecho lo hace habitualmente– a una intencionalidad ideológica “perversa” que trasciende el marco de lo aceptable para el objetivo dramático concreto.
Más allá de las Voces de Chernóbil de Svetlana Aleksiévich en que se inspira, y una vez conocidas las múltiples licencias de Chernobyl, así como sus silencios, errores y falsedades, cabría preguntarse, como han hecho algunos autores, a qué categoría responden las propias “deudas” de la serie “con la verdad”. Por ejemplo, no son pocos los que han advertido del uso de leyendas urbanas (como la del Puente de la Muerte u otros mitos sobre la radiación) o un desproporcionado uso de estereotipos soviéticos a los que ya estamos acostumbrados en Occidente, desde el abuso indiscriminado del vodka a la constante presencia del KGB en cualquier circunstancia –una amenaza, la del espionaje, que a estas alturas debería resultar cuando menos cómica, sabiendo como sabemos a lo que se expone nuestra vida cotidiana en contacto con la tecnología más común–. Del mismo modo, han sido objeto de duras críticas la inexactitud en el retrato de la actuación del Estado soviético y sus esfuerzos tanto durante la catástrofe como después de ella (algunos de los cuáles se acabaron con la caída de la URSS), así como el papel de los científicos dentro del propio Estado o la relación que se daba entre las autoridades y la sociedad soviética (por ejemplo, en el caso de los mineros). Además, podría cuestionarse el tenebrismo de la propuesta de Chernobyl a la luz de ciertos datos, algunos implícitos en la propia serie, como por ejemplo las propias condiciones materiales que el Estado soviético puso a disposición para afrontar una crisis de esa envergadura, más allá de las tensiones internas y geopolíticas propias de la situación y la época. En lo referente al secretismo de la URSS, la serie parece pasar por alto que, sin que sirva de justificación, comportamientos análogos son comunes a toda catástrofe nuclear, también en Occidente, como ocurrió en el caso del accidente de Three Mile Island en Estados Unidos en 1979 o más reciente de Fukushima I en 2011. Y desde una perspectiva ético-política –y más allá de que la serie silencie reconocimiento alguno al internacionalismo solidario de Cuba con las víctimas del accidente–, también cabría preguntarse por qué otras catástrofes no han despertado nunca el interés de Chernóbil en nuestras industrias culturales dominantes. Este bien podría ser el caso de algunas de las Islas Marshall, donde los niveles de radiación aún hoy son hasta 1.000 veces superiores a los de Chernóbil o Fukushima debido a las cerca de 70 pruebas nucleares que Estados Unidos realizó entre 1946 y 1958, o del desastre químico de Bophal, en la India, causado por la multinacional estadounidense Union Carbide en 1984. Se estima que este desastre produjo más de 16.000 muertes y afectó a más de medio millón de personas, cifras muy superiores a cualquiera de las estimaciones atribuidas a Chernóbil, sobre las que no hay un absoluto consenso, aunque se cree que la mayoría de afectados fueron tratados con éxito, mientras el agua en Bophal sigue contaminada y creciendo, y los damnificados continúan sin ser adecuadamente recompensados.
Otro elemento relevante en lo referido al perfil ideológico de Chernobyl se da en el foco que las decisiones dramáticas de la serie parecen depositar en los logros individuales, desde la ejemplaridad ética de Legásov hasta la valentía del personaje de Khomyuk. Resultaría más complejo abordar este aspecto en toda su dimensión, ya que este tipo de elección es algo común a la dramaturgia dominante, aferrada a la búsqueda constante de la identificación emocional con sus protagonistas. Sin embargo, en el caso de Chernobyl, esta decisión parece calzar como anillo al dedo el liberalismo que la serie transpira. Y es que la economía narrativa del drama aristotélico más convencional queda aquí al servicio de la ideología sobre la que la serie construye su relato.
Así pues, y a pesar de sus grandes cualidades artísticas (actuaciones soberbias, impecable puesta en escena, fotografía sobria y eficiente, diseño de producción de un realismo detallista, excelente ritmo narrativo), Chernobyl parece retomar, justo en tiempos de tensión geopolítica global y repunte rusofóbico, la narrativa habitual que Occidente ha aplicado durante tanto tiempo a todo aquello que huela a la URSS, y que tiende a naturalizarse en todo espectáculo cultural que funcione como sustituto de la realidad. Esta narrativa suele mostrar a la URSS como el recipiente de un sistema monolítico y despótico que, por norma, es incapaz de reconocer la altura de sus propios héroes, cuando no los traiciona. Estos héroes, por supuesto, aparecen como individuos excepcionales que se atreven a enfrentarse al Estado y son castigados por ello (una generalización, que evidentemente cabría problematizar, aunque para ello habría que desbordar el espacio de este artículo). El espectáculo de las industrias culturales reserva también no pocas (auto)críticas para Occidente –con especial foco en Estados Unidos–, pero, en contraste, estas suelen centrarse en errores donde el sistema le falla al individuo y sus aspiraciones de libertad: es decir, en traiciones del sistema a sus propios principios fundacionales, ya que estos se construyen, supuestamente, para garantizar el desarrollo de esas aspiraciones de libertad. En ambos casos, las propuestas confluyen, con mayor o menor sofisticación, en el pensamiento liberal –esa paradoja filosófica moderna según la cual, como ha señalado Domenico Losurdo, es compatible celebrar la libertad individual con ignorar el sometimiento y la explotación ajenos para alcanzarla–. Esta “tradición cultural” encuentra sus extremos más esperpénticos en obras del calibre de Rocky IV, donde las tensiones de la Guerra Fría acaban por liberarse a puñetazo limpio sobre el ring, en un combate entre el estadounidense común (blanco y de buen corazón, que trata de vengar la muerte de su amigo afroamericano) y un espécimen de la robótica manufacturada por la concepción marcial del deporte soviético. Desde luego, sería injusto equiparar las cualidades artísticas de Chernobyl a títulos de esa categoría, pero en lo que respecta a su espectro ideológico el resultado no parece quedar tan distante.
Resultaría en todo caso ridículo concluir que Chernobyl no documenta absolutamente nada. Documenta, desde luego que sí. Sin embargo, tanto con esta serie como con muchos otros dramas “basados en hechos reales”, no es menos cierto que a menudo documentan mejor aspectos que van más allá de esos “hecho reales” en los que se “basan” y acaban por retratar rasgos esenciales de nuestro propio tiempo.
En 2015, un estudio realizado en Alemania, Francia y Gran Bretaña por la Oficina Internacional por la Paz (IPB en sus siglas en inglés, referidas a International Peace Bureau), con sede en Alemania, reflejó que el 43% de los encuestados adjudicaba a EE.UU. un papel decisivo en la derrota del nazismo en la Segunda Guerra Mundial; sólo un 13% otorgaban este mérito al Ejército Rojo soviético. Al comentar los datos, Reiner Braun, co-presidente del IPB, lamentaba que el papel de la URSS en la liberación de Europa estuviera “dramáticamente subestimado”. Las cifras en Francia resultaban aún más desalentadoras cuando uno comparaba, de acuerdo con el Instituto Francés de Opinión Pública (IFOP), cómo había evolucionado a lo largo de varias décadas la percepción sobre la relevancia de unos y otros actores: mientras al acabar el conflicto bélico, en 1945, el 57% de la población percibía a la URSS como el país que más había contribuido a la derrota del nazismo, frente al 20% que señalaba a EE.UU. y el 12% a Gran Bretaña, en 1994 sólo un 25% mencionaba a la URSS por un 49% que destacaba a EE.UU. y un 16% a Gran Bretaña; diez años más tarde, en 2004 –Salvar al soldado Ryan y la serie Band of Brothers (también de HBO) mediante–, la percepción del papel de la URSS seguía menguando y había bajado al 20%, mientras EE.UU. ascendía al 58%; se invertían prácticamente las cifras que había arrojado la estadística al final de la guerra. No es difícil suponer que, independientemente de variaciones porcentuales, el cambio de percepción se ha debido ir modificado en un sentido similar en otros ámbitos geográficos expuestos a la influencia política y cultural estadounidense.
La hegemonía, evidentemente, no se ejerce tan sólo a través de la narrativa. Más bien, el potencial hegemónico de determinadas narrativas se alimenta por medio de relaciones de poder que son principalmente materiales. Sin embargo, no cabe duda de que el impacto de ciertos relatos y las concepciones del mundo que estos proyectan se ve aumentado por el alcance que adquieren determinados productos del espectáculo, engordados por el consumo cultural masivo para el que se producen. Como se ha expuesto en repetidas ocasiones –por ejemplo, en lo referido al cine histórico y biográfico–, su potencial es tal que es capaz de modificar la percepción social de la realidad. Entre otros factores, estos cambios, por un lado, se deben a las variaciones “naturales” que se dan en la experiencia intersubjetiva generacional, cada vez más alejada del hecho histórico; y, por otro, y cada vez con mayor incidencia, a un desequilibrio creciente y una atrofia desproporcionada entre el papel informador y legitimador que en nuestras sociedades juegan la palabra escrita y el medio audiovisual.
La escena que dibujan los estudios mencionados parece reflejar esa asociación entre el cambio generacional y una exposición ascendente hacia el espectáculo y a la percepción del mismo como documento histórico. Esta realidad espectacular, que podríamos llamar, no necesariamente falsa pero sí selectiva y, por supuesto, interesada, es una construcción social en la que juegan un papel destacado las industrias culturales dominantes. Y al igual que otras construcciones sociales –como son las redes sociales y otros medios de publicidad y propaganda–, Chernobyl documenta así un tiempo, el nuestro, caracterizado por el espectáculo como sustituto de la realidad. El espectáculo acaba por dar coherencia y construir nuestra fragmentada realidad social a cada instante, condicionado por un modelo de consumo cultural híperatomizado que cada vez ocupa más espacio en nuestras vidas y del que HBO o Netflix han resultado ser exitosos abanderados. Esto no sucede únicamente a golpe de serie o reality show; también a través de clickbait audaz o tuit escandaloso en ámbitos de una influencia capital en nuestra configuración de la realidad. Este modelo nos somete, aislados unos de otros por las relaciones binarias que establecemos con nuestras pantallas, a la realidad espectacular para asumir lo que percibimos sin doble lectura, de manera conformista.
Este proceso nos normaliza socialmente, y es el mismo proceso que sirve para normalizar el espectáculo “basado en hechos reales” como documento histórico. Con nuestra capacidad crítica deteriorada y un infantilismo cada vez más cotidiano, avergonzados por la condena con que se recibe toda imaginación social que pudiera conducir nuestros esfuerzos hacia un cambio profundo, aspiramos a la excelencia de la normalidad. Y el espectáculo, con su énfasis en la identificación emocional por encima de toda reflexión crítica o dato empírico, nos provee de ella; nos normaliza socialmente. El espectáculo, en definitiva, legitima nuestra autocomplaciencia, que se aferra, en el caso de productos “basados en hechos reales” como Chernobyl, de forma acrítica a un supuesto conocimiento histórico que ya nunca tendremos que cotejar. No se trata ya de saber, sino de “saber socialmente”: de “conocer” el mínimo requerido para poder mantener la conversación que se nos presume poder mantener en una comida de trabajo o una cena familiar. No se trata de aprender. Lo que importa es haber visto lo antes posible el espectáculo convertido en documento histórico, y que, en forma de serie, titular o tuit, legitima nuestra concepción del mundo socialmente aceptada y aceptable.
En tiempos en los que la banalidad del conocimiento y la falsedad narrativa han alcanzado su cima gracias a un control mediático de la realidad y una vigilancia tecnológica cada vez más instalados en nuestro día a día, una sociedad “tan normal”, tan conformista con las manufacturas culturales que la industria le ofrece, no representa peligro alguno para el conocimiento crítico. Por el contrario, es una amenaza para cualquier proyecto que, inspirado en éste, ambicione un cambio social verdaderamente emancipador.
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Alejandro Pedregal es cineasta y escritor. Su libro más reciente es Evelia: testimonio de Guerrero (Akal/Foca, 2019). Es Doctor por el Departamento de Cine, Televisión y Escenografía de la Universidad Aalto (Finlandia) y profesor en la Unidad de Arte Expandido (UWAS) de la misma institución.
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Alejandro Pedregal
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