IN THE MIDDLE OF NOWHERE (y V)
Francia sin franceses
La aventura canadiense llega a su fin en la región francófona de Québec
Manuel Gare 28/08/2019
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Se ha acabado tu viaje. Se ha acabado el verano. Cuesta hacerte a la idea de que todo ha terminado; de que todo ha terminado a la vez. Ya lo sabías. Tu aventura canadiense no podía durar para siempre. Cuando dejaste Ontario y te subiste en aquel tren rumbo a Québec, sabías que el vertiginoso ritmo del verano terminaría por atraparte y devolverte de una patada a España.
Québec es la parte afrancesada de Canadá. La parte indepe, si te va la juerga. Allí, el inglés hace aguas y el gen francés es dominante. La arquitectura es más europea y menos America First. El ambiente resulta extrañamente familiar. Las panaderías no venden cinnamon rolls –no es el fin del mundo: a cambio tienen croissants aux amandes– y los supermercados tienen este rollito de abacería del siglo pasado.
La ciudad de Québec es la mezcla perfecta entre la idea de Canadá y un pueblecito del centro de Europa. Es una localidad tranquila, casi aburrida, centrada en abastecer a sus turistas con tiendas de souvenirs y tours por la isla de Orleans y las cascadas de Montmorency. Su hit gastronómico es el poutine: patatas fritas con queso y salsa de carne.
Comerte un poutine en Québec es como comerte una paella a las ocho de la tarde al lado de la Sagrada Familia: decepcionante. Por supuesto, puedes encontrar algunos que están bien, pero ya se sabe que la popularización de los platos tradicionales lleva a la destrucción de los estándares más básicos de la cocina.
Cuando Québec se te queda pequeña, te vas a Montreal. Última parada del viaje. Montreal es menos aburrida y turística que Québec. Más multicultural y diversa. Tiene su propia Notre-Dame, un puerto con una noria gigante y una playa artificial, restos de los Juegos Olímpicos de 1976 y un jardín botánico de 73 hectáreas. Hay más cosas en Montreal –hay, por ejemplo, un restaurante llamado Casa Galicia que vende paellas con chorizo y ofrece espectáculos de flamenco–, pero no te da tiempo a verlas todas. Te tienes que ir.
El verano se esfuma. De repente, estás subido en un avión de Air France que hace escala en París. Entre sueños, escuchas al piloto decir por megafonía eso de que “lo que acabas de ver no guarda ninguna relación con la realidad”. Cuando por fin llegas a Madrid, todo sigue en su sitio: el calor insoportable, el taxista cabreado, los mugrientos desayunos del Vips, el autobús repleto a Granada. Casi sin darte cuenta, vuelves a estar en casa.
En los días siguientes, tu viaje se deshace en decenas de imágenes que aparecen y desaparecen como flashes. Mientras la vida recupera su mundanidad, tratas de poner orden a esos recuerdos; aunque has pasado varias semanas en Canadá, tienes la sensación de haber estado allí solo unas pocas horas. Resignado, compruebas el calendario. Haces cuentas. Resoplas. Y, con tus 470 correos en la bandeja de entrada pendientes de respuesta, abres Google Maps: nunca es demasiado pronto para empezar a pensar en el próximo destino.
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Manuel Gare
Escribano veinteañero.
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