Gestas y Leyendas
Lomu, Mandela y una camarera misteriosa
La victoria de Sudáfrica en el Mundial de rugby de 1995 no fue tan idílica como la contó Hollywood
Marcos Pereda 25/09/2019
Fotograma de la película Invictus (2009).
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Huele a cerveza. Durante semanas, hasta principios de noviembre. Mucha, muy fría (salvo si es usted uno de esos bárbaros british, y la prefiere templadita, ay). No hablamos de un festival hipster o de la última cata de artesanas que, oigan, tampoco son para tanto… No. Huele a cerveza, a sudor, a choques, también a barro y sangre. Porque se está celebrando el Mundial de Rugby.
(Para que se hagan una idea Japón, país organizador y educado siempre, teme haber calculado mal y quedarse sin reservas de zumito con cebada).
El caso es que a lo mejor ustedes no saben de qué va esto. Tienen nociones en la cabeza, muy básicas. Melé, ensayo, la haka, las hostias. Poco más. Pero seguro que todos conocen la historia de un mundial, un mundial determinado. Uno jugado con balón oval, con almendra. La magia del cine. Que no siempre resulta tan realista como desearíamos…
Veamos.
El protagonista de nuestro relato no es un jugador de rugby. No. Y eso que no hubiera desentonado. Alto, fuerte, un auténtico atleta en su juventud. Pero 27 años de cárcel acaban con el físico de cualquiera. Se llama Nelson Mandela, y es ese ancianito sonriente y bondadoso que sale en la película Invictus, dirigida por Clint Eastwood. Solo que Clint, colega, se te han pasado algunas cositas. Nada. Detallitos. A riesgo de que pilles tu fusil y vengas a ajusticiarme te los voy a mostrar un poco. Por pasar el rato, vaya. Sin acritud.
De primeras la figura de Mandela aparece muy plana en la película. Bueno, en realidad es la que nos han querido vender desde hace décadas. El tipo que abogó por la reconciliación de un pueblo, olvidando humillaciones e injusticias. Solo que Mandela era algo más que eso. Mucho más. De primeras, comunista. Y partidario de la acción directa, vaya, como líder del Congreso Nacional Africano, que luchaba (y el verbo no es baladí) contra el apartheid. Pero claro, si se explica eso igual hay que señalar que en ese 1995 del que vamos a hablar Mandela aún estaba considerado como un terrorista por el Departamento de Estado de EE.UU. Ya ven, un lío. A ver cómo lo cuentas sin que te larguen de los Oscar. Mejor dejémonos de fruslerías y volquemos el mirar en su buen humor y su capacidad para el perdón. Un líder majo y campechano…sí, eso podría funcionar en pantalla.
(A veces Mandela escapaba de su legendario autocontrol. Dos años antes de aquel Mundial le conceden el Premio Nobel de la Paz. Lo debe compartir con Frederik Willem de Klerk, último presidente de la “Sudáfrica blanca”. Al parecer de Klerk se mostró bastante poco respetuoso durante la ceremonia, comentarios fuera de lugar incluidos. Cuentan que, incluso, llegó a hablar mientras sonaba el Nkosi Sikelele, himno de la población afectada por el apartheid. Mandela estaba fuera de sí, y también rompió el protocolo. En la cena de gala contó, con pelos y señales, cómo los guardias de la Isla Robben enterraron un día a un negro hasta el cuello y después orinaron sobre su rostro. En su boca, en sus ojos. Mientras hablaba no dejaba de mirar a Frederik. Ese era también Mandela, aunque nos lo quieran hurtar).
La población negra odiaba a los springboks, porque los consideraba símbolo de los afrikáners, de los opresores
Pero vamos, que en Sudáfrica el rugby es algo más que un deporte. Casi una religión, la forma de mostrar al mundo una forma particular de ser. Terca, dura, sin rendirse jamás. Solo que… era una actividad de europeos. La población negra odiaba a los springboks, porque los consideraba símbolo de los afrikáners, de los opresores. Digamos que en los estadios con porterías en formas de hache solo se veían banderas tricolores. Naranja, blanco y azul. Y tipos sonrosaditos en las gradas. Si eran pelirrojos, mejor.
Así las cosas, organizar un mundial parecía bastante arriesgado. Sudáfrica no había intervenido en las dos primeras Copas del Mundo de Rugby a causa de las sanciones internacionales por su aberrante régimen político, y las perspectivas deportivas no eran buenas. Las sociales… pues eso, aun peores. El país estaba al borde de una guerra civil, y allí se iba a celebrar el mayor acontecimiento de algo que el 90% de la población consideraba símbolo de sus peores pesadillas, de sus más grandes humillaciones. Un fracaso anunciado. Uno que, sin embargo, no llegó a suceder. Porque Mandela, inteligente y taimado, usó el deporte en su beneficio para armonizar la nación.
Con ayuditas, no se crean. Son aspectos que no cuenta la película, porque las historias taquilleras buscan ser lo más blancas posibles (juro que va sin doble intención). Pero nos lo narra perfectamente Fermín de la Calle en Con fina desobediencia, un título recién editado por Libros del K.O. que se debería convertir en biblia ineludible para todo amante del rugby estos meses… y en el futuro. Es ameno, didáctico y tiene un puntito de mala leche muy agradable. Pero mucho, mucho.
Decíamos que la historia salió perfecta, porque parecía predispuesta para ello. Sudáfrica no era favorita en ese mundial, pero todo le vino de cara. Tos, tos, guiño, guiño.
Sucedió en Durban, en el estado Kings Park. Día 17 de junio de 1995. Sudáfrica se enfrenta a Francia, semifinales. Inglaterra y Nueva Zelanda están en la otra parte del cuadro. Aquella tarde llovía en Durban. Una tormenta enorme, apocalíptica, con rayos cayendo sobre el Índico y nubes viscosas como seres de mil patas avanzando hasta el campo de rugby. El terreno de juego era un barrizal, un campo de patatas, casi un pantano. Indigno para la disputa de un evento como ese. El partido iba a ser suspendido. Solo que, según las particulares normas del rugby (esas que resultan admirables, esas que parecen reducto de tiempos pasados) en tal caso la finalista iba a ser Francia, porque su registro disciplinario era mejor que el de los sudafricanos. Y, claro, se acabó jugando. Con más de una hora de retraso.
¿Quieren más? Quedan pocos segundos para el final. Sudáfrica gana por diecinueve puntos a quince. Y entonces Émile Ntamack, un armario empotrado de morena piel nacido en Lyon, posa un ensayo. Cinco puntos, Francia uno arriba a falta de la transformación. Sentenciado. Solo que Derek Bevan, el árbitro galés, dijo que nanay, anuló la acción, dejó el marcador tal y como estaba. Pierre Berbizier, seleccionador galo, declara que Sudáfrica tenía que ganar y que “la dimensión política de Mandela trascendió a lo deportivo”…
Bien, tenemos a Sudáfrica en la final. Sus rivales serán los neozelandeses. Con el temible Jonah Lomu a la cabeza, el jugador que cambió para siempre el rugby desde muchos puntos de vista. Inabordables. Las opciones de los sudafricanos pasaban por trabar el juego, hacer gala de su legendaria dureza y rezar para que los all blacks no tuvieran su mejor día. Y, mira tú por dónde, a esto último ayudó la intoxicación alimentaria que sufrieron 27 de los 35 kiwis. Una gastroenteritis, nada menos. Laurie Mains, el seleccionador, tenía la mosca detrás de la oreja. Tanto que después del Mundial contrató a un detective privado, pagándolo de su bolsillo, para intentar esclarecer el asunto. La conclusión del sabueso (uno lo imagina con gabardina y sombrero de ala ancha, porque jamás dejamos de ser románticos) fue que la culpable era cierta camarera llamada Sussie, quien había utilizado una hierba autóctona sudafricana para mezclarla con la comida de los jugadores y causar el malestar. Claro que tampoco hubo más detalles, y la tal Sussie jamás llegó a tener apellidos, y desconocemos causas, modos, medios o móvil. Tan solo una leyenda. Otra más…
¿Quieren la última? Seguro que se acuerdan de Mandela, ¿verdad? El viejecillo sonriente, el mismo que baja, con camiseta y gorra de los sprinboks, al mismo césped para saludar a todos los jugadores de aquella final. Es el 24 de junio de 1995, Estadio Ellis Park de Johannesburgo. Cuando está frente a Jonah Lomu (la bestia maorí que se había mostrado totalmente imparable en aquel campeonato) le dice unas pocas palabras. El día anterior habló con un asesor, le dijo que averiguase cuál es el punto débil de aquel hombre que todo lo puede. El otro devolvió la llamada horas más tarde. “Al parecer en ocasiones asume demasiadas responsabilidades, y eso hace que le pueda la presión”. Mandela sonrió al colgar el teléfono.
- Hola señor Lomu. Recuerde que todos los ojos de Nueva Zelanda están puestos en usted. Ellos confían en que les lleve a la victoria.
La mano (enorme) afloja un poco su abrazo sobre la del anciano, casi un juguete. El presidente continúa su ronda.
Inteligente. Astuto.
Todo risitas.
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Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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