Editorial
Una sentencia contra la democracia
14/10/2019
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La presión ambiental para dar una solución punitiva y resolver con un escarmiento el conflicto catalán era irresistible. Casi todo el establishment político, mediático y judicial español había asumido la tesis del “golpe de Estado”. La demanda de un correctivo penal a los sucesos del otoño de 2017 flotaba por todas partes desde el nefando discurso del rey del 3 de octubre. Unos magistrados con escasa sensibilidad hacia los valores democráticos se han encontrado con el campo despejado para condenar a largas penas de cárcel a los líderes del independentismo catalán por promover y organizar alzamientos tumultuarios (sedición) y por malversación de caudales públicos.
Es cierto que los siete jueces comandados por Manuel Marchena no han querido forzar las cosas llegando a la condena por rebelión, tal como pretendían los más intransigentes, la extrema derecha y la propia Fiscalía del Estado, aunque por otro lado han hecho tabla rasa equiparando a todos los acusados. Probablemente les haya frenado el escándalo internacional que se habría desatado. La imagen de España habría quedado aún peor de como queda tras esta sentencia: un país incapaz de resolver democráticamente un conflicto territorial, en el que unos tratan de imponerse mediante la fuerza y los otros tratan de huir hacia adelante mediante la desobediencia. Que representantes políticos sean condenados a penas de diez o más años por intentar organizar un referéndum pacífico o por animar a los ciudadanos a protestar ante ciertas actuaciones judiciales es un escándalo mayúsculo y un motivo de vergüenza. Una democracia consolidada jamás habría llegado a esto sin agotar antes todas las vías políticas y del diálogo.
No queremos con esto eximir a los líderes independentistas de sus enormes responsabilidades políticas. Rompieron consensos. Desobedecieron los mandatos del Tribunal Constitucional, esto nadie lo discute, ni los propios condenados. Pero, como la sentencia explica, esto podía corregirse desde el ámbito constitucional, anulando las resoluciones y leyes aprobadas y suspendiendo la autonomía. En lugar de eso, la Fiscalía inició un proceso penal que nos ha llevado hasta esta desgraciada sentencia, destinada a servir de castigo ejemplarizante y a lanzar un mensaje claro a los políticos (y a los ciudadanos) que en el futuro se atrevan a cuestionar el orden constitucional o a enfrentarse en la calle a leyes injustas.
Considerar que la protesta del 20 de septiembre (que no pudo haberse planificado, pues se organizó sobre la marcha, en el mismo día en que se lanzaba la operación de registro de las consejerías), y que la participación de los ciudadanos en el referéndum del 1 de octubre, muchos de ellos negándose a cumplir las órdenes de la policía, son actos sediciosos, supone un retroceso democrático de graves consecuencias políticas. La penalización de la protesta y de los derechos y libertades civiles es evidente, por más que se envuelva en el lenguaje anacrónico de lo “tumultuario”; la sentencia establece la represión más feroz de la discrepancia sobre el modelo territorial, y ensucia la Constitución como instrumento para la solución pacífica y legal de los conflictos.
La sentencia resulta especialmente incoherente al reconocer, en los hechos probados, que los independentistas no tenían un verdadero plan para independizarse de España, que había mucho de sobreactuación, que en el fondo solo pretendían meter presión para forzar una negociación con el Estado y que el uso del BOE fue suficiente para frustrar el intento de desconexión que se lleva a cabo con las leyes del 6 y 7 de septiembre y la declaración fraudulenta, “simbólica e ineficaz”, como escribe Marchena, de la independencia. El procés era, por tanto, una obra de ficción, y la ficción es libre y está garantizada por la libertad de expresión, a pesar de que nos pueda revelar cosas desagradables sobre las pulsiones de quien la crea.
Si realmente ese era el nivel de la amenaza planteada en Catalunya, ¿para qué sacar la artillería pesada de la rebelión y la sedición? La única respuesta posible es que el Supremo ha intentado limpiar la actuación del Estado –caótica; violenta y sin sentido el 1-O–, y ha participado en la construcción mitológica de un enemigo solvente donde sólo había huída hacia adelante, mentiras e improvisación. La sentencia salva lo que queda del Régimen del 78 tras 2011: la idea de un nuevo enemigo interior necesario, la cerrazón a toda reforma en cualquier ámbito, y unos medios no problemáticos, sensibles de dar la razón al Estado y de no fiscalizarlo, ni siquiera ahora.
Sin duda, hace falta pensar en cómo reconducir la situación en Catalunya, pero también abrir un debate sobre los límites cada vez más visibles de la democracia española. ¿Cuál debe ser el papel de todos aquellos que estamos en desacuerdo con la sentencia, pero no comulgamos con el pack ideológico del procesismo y vemos en él una ordenación de políticas reaccionarias y populistas? En primer lugar, hay que hacer una apuesta decidida por recoser la sociedad en Catalunya, y exigir al Govern que maneje con sensatez y calma la frustración de los ciudadanos que todavía creen realmente en la independencia. Y en segundo lugar, hay que denunciar la apuesta de la Justicia por ser un instrumento político, de índole nacionalista, más proclive a satisfacer las necesidades míticas y a cubrir los miedos de un Estado en crisis –el título territorial de la CE78 no existe, sus tramos de bienestar tampoco– que a defender su propio deber de neutralidad.
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