Francisco Martorell Campos / Filósofo e investigador
“Sin utopía nos convertimos en meros quejicas resignados”
Esther Peñas 1/11/2019
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¿Qué le queda de utopía a la democracia? ¿Tiene, el neoliberalismo, sus propias utopías? ¿Hasta qué punto es ajeno este sistema a la metafísica y el autoritarismo? ¿Puede considerarse la rebeldía del cíborg utópica? ¿Es el transhumanismo el mejor de los futuros posibles para el hombre? Sobre estas y otras cuestiones delibera Francisco Martorell Campos (Valencia, 1971), uno de nuestros más concienzudos investigadores sobre el modelo utópico, en su ensayo Soñar de otro modo. Cómo perdimos la utopía y de qué forma recuperarla (La Caja Books, 2019).
Si Thatcher (especialmente) y Reagan nos hurtaron la capacidad de soñar, ¿habremos de esperar un héroe, un visionario para que nos la devuelva o somos cada uno de nosotros los que tenemos que luchar por ella?
Hablar de líderes está mal visto en los sectores más cool del arco izquierdista. Pero a lo mejor no estaría de más que surgieran en Europa una Thatcher y un Reagan de izquierdas. ¿Te imaginas? En cualquier caso, la recuperación de la utopía no depende de un héroe en concreto, sino de que el conjunto de los activistas, los escritores de ciencia ficción y los teóricos sociales protagonicen de manera sincronizada un giro mesiánico, por decirlo así.
La utopía nos permite amplificar el territorio de lo posible, trascender lo que se considera viable y vislumbrar la alteridad política
¿Qué perdemos si renunciamos a la utopía?
Perdemos la facultad de imaginar, desear y perseguir un futuro mejor, así como la capacidad de reconocer el carácter contingente y finito del sistema en el que vivimos. La utopía nos permite amplificar el territorio de lo posible, trascender lo que se considera viable y vislumbrar la alteridad política. Pero sobre todo, nos faculta para abrigar esperanza, incluso, yo diría que fundamentalmente, en los peores momentos. La utopía nos salva del derrotismo, de la confianza ciega y de la trampa mortal que supone el dueto pesimismo-optimismo. Compagina la crítica contundente de lo que hay con sugerencias para mejorarlo o superarlo. Sin ella, nos convertimos en unos meros quejicas resignados.
Da la sensación de que no hay una alternativa al sistema capitalista y, quizás, ¿eso se debe a que el sistema aún no está en sus últimos estertores?
La izquierda también tiene su parte de responsabilidad en la sensación que mencionas al abrazar los credos postideológicos y posthistóricos del espíritu postmoderno. A mi juicio, podría redimirse si retomara la labor de idear e intentar plasmar medidas económicas nuevas e ilusionantes con las que trastocar las coordenadas capitalistas. Cuarenta años de “posmovacaciones” bastan. En cuanto a tu pregunta, es sabido que abunda la creencia de que el sistema vigente se encuentra al borde del colapso. No lo creo. Pero eso no significa que debamos quedarnos de brazos cruzados esperando el momento de la Gran Caída, o algo parecido. Debemos ensayar, ya mismo, mejoras de todo tipo, movidos por el deseo de que sean el preámbulo de cambios más profundos en el futuro. El caso es que, para acometerlas, se requiere imaginación, valentía y esperanza. Por desgracia, no andamos muy sobrados de eso.
Si la utopía brota del deseo, ¿el There is not alternative de Thatcher lo hace del tánatos?
Creo que no. El There is not alternative también emerge del deseo utópico. Sintetiza una utopía que por mucho que nos disguste no deja de ser tal. Hablo de la utopía neoliberal de un mundo sin utopías, según la cual la historia ha terminado porque el mejor orden socioeconómico realizable (la combinación de capitalismo global y democracia liberal) ya se ha materializado. Debemos asumir que el neoliberalismo también inspira utopías, detalle que resaltaron Zizek y Hinkelammert. Felipe Schwember muestra en un artículo brillante que muchos seguidores de Rand, Hayek y Nozik fantasean actualmente con futuros dichosos gracias a la extinción del Estado y la regencia planetaria de la Mano Invisible. Los textos que produce esta gente (Kukathas, Hoppe, Rothard…) son utópicos en sentido estricto. A donde quiero llegar es que no debemos dejarnos embaucar por la apariencia antiutópica del neoliberalismo. Lo que hemos de hacer, y lo digo con toda modestia, es responder a sus utopías anarcocapitalistas con utopías mejores.
Debemos asumir que el neoliberalismo también inspira utopías
Así como la utopía tuvo su feligresía (Tomás Moro, Munford, Campanella, Bacon, Fourier…), ¿qué nombres hay que transitar para encontrar la reivindicación de la utopía a día de hoy?
Dado que la utopía social vive una profunda crisis desde hace mucho tiempo, los nombres recientes asociados a ella son escasos. Filosóficamente, citaría a Richard Rorty y a Fredric Jameson, ubicados en orillas contrapuestas pero imprescindibles para rearmar a la utopía. Y a pensadores dispares como David Harvey, Donna Haraway, Antonio Negri o el último Derrida, sin olvidar el aceleracionismo de Srnicek y Williams. En el ámbito literario, las referencias ineludibles son Kim Stanley Robinson y Ursula K. Le Guin. Ada Palmer, Charles Stross e Iain Banks son otros autores de ciencia ficción cuyas obras contienen impulsos utópicos deliberados. Mención especial merece el colectivo Solarpunk, aún en pañales. Pero si quieres que te diga la verdad, donde creo ver a la utopía social recuperándose con mayor claridad es en el campo de la economía, sobre todo el ocupado por los pensadores neokeynesianos o similares, caso de Piketty, Stiglitz, Rifkin o Mason. A los acólitos de los Utopian Studies no les parecerán suficientemente radicales para ser catalogados de utópicos. Allá ellos. En el supuesto (bastante improbable por ahora) de que se materialicen las propuestas de Piketty y compañía (renta básica universal, impuestos globalizados a las transacciones financieras, reducción drástica de la jornada laboral, etc.), miles de millones de personas, sobre todo las más desfavorecidas, se beneficiarían enormemente. Aunque no se trata de un utopismo rupturista, van apareciendo teóricos heterodoxos de procedencia marxista que defienden medidas similares, caso de Olin Wright o los ya citados Srnicek y Williams.
¿Qué le queda a la democracia de utopía?
Pues le queda el hecho de que en origen fue eso, una utopía. Y ciertas estructuras legales, ciertos derechos y libertades que la hacen preferible a su ausencia, desde luego. Pero rendida por entero al capitalismo, dirigida por instancias que los ciudadanos no eligen y huérfana de las dinámicas utópicas de progreso, cambio y mejora, se degrada hasta volverse una caricatura de sí misma, huérfana de contenido y de legitimidad. La tarea, iniciada por Abensour, de reutopizar la democracia es, quizás, la más urgente, necesaria y difícil.
¿Qué le debe la utopía a la metafísica?
La utopía ha estado siempre ligada a la metafísica. Su origen platónico no es casual ni baladí. Basta con repasar los textos del utopismo para corroborarlo. El relato utópico estándar se cimenta sobre unos conceptos de ciencia, naturaleza, realidad, historia y sociedad deficitarios del racionalismo metafísico más fundamentalista. Liberales como Popper y Berlin lo vieron perfectamente. Dados los antecedentes, de lo que se trata ahora es de gestar una utopía secularizada, ajena a la metafísica y, por consiguiente, al autoritarismo y a los ideales de perfección y armonía absolutas que esta comporta. Tal empresa corre paralela al desarrollo de una crítica utopista a la utopía, operación que evoca, solo icónicamente, a la famosa imagen kantiana de la razón sentada en el tribunal de la razón. Nadie más apropiado que el utópico para sacar a la luz las vergüenzas de la utopía.
La “utopía urbana detenta el papel de utopía paradigmática de la modernidad”. ¿Qué tiene que decir el ámbito rural a esto?
La utopía rural nace como objeción romántico-rousseauniana al industrialismo y positivismo típicos de las utopías urbanas. La clave de bóveda de su diagnóstico es que romper con la naturaleza en pos de la modernización fue un error de catastróficas consecuencias, el origen de la deshumanización, la explotación y la alienación. En Soñar de otro modo muestro que la distopía comparte con la utopía rural dicha certeza, procedente de la metafísica normativizadora y sancionadora de la madre naturaleza, personaje imaginario que actúa cual Dios enojado y vengativo, castigando y exigiendo devoción y servidumbre.
En el relato distópico palpita una visión de lo que “debería ser” que se deduce de la negación del régimen que describe
Que estemos en ‘la era del sucedáneo’, como escribiera Morris hace muchos años, ¿tiene que ver con el encantamiento/fascinación de la distopía?
Hace tiempo que sabemos que la distopía contiene impulsos utópicos. En el relato distópico palpita una visión de lo que “debería ser” que se deduce de la negación del régimen que describe. Muchos autores recientes ensalzan esta cualidad utópica de la distopía. No comparto tal entusiasmo, y no únicamente porque ese “debería ser” distópico coincida la mayoría de veces con el presente, sino porque el utopismo latente en las distopías no pasa, en efecto, de sucedáneo de la utopía tal cual, es decir, de la utopía manifiesta y orgullosa de serlo, que se niega a ocultarse y a balbucear tras las bambalinas, que sube al escenario, toma el micro y dice a las claras: ¡así deberíamos organizarnos para hacer las cosas mejor! Otros sucedáneos de la utopía son las “retrotopías” de las que hablaba Bauman (idealizaciones del pasado manadas de la carencia de futuros ideales) y las “heterotopías” que puso en circulación Foucault (apertura de liberaciones locales emanadas de la clausura de las liberaciones globales). En los tres casos topamos con el clásico gesto postmoderno que denunció David Harvey en Espacios de esperanza. Un gesto que consiste en resucitar a la utopía de forma que podamos evadir sus implicaciones. La utopía no utopía, como diría el anuncio de ING.
¿Es posible una utopía, en cualquier orden, sin ‘lo salvaje’?
Por supuesto. “Lo salvaje” se desprende del icono de la naturaleza pura que las utopías más desacralizadas han abandonado. Es cierto que, en la corriente urbana de la utopía, “lo salvaje” se limitó a actuar de contraste o elemento devaluado. Pero ahí estaba. Lo idóneo es prescindir completamente de él y de la idea de naturaleza que lo inspira. Nada, salvo determinados leitmotivs narrativos muy arraigados, impide la secularización en este punto.
“El transhumanismo revela a la eugenesia totalitaria de la modernidad por la eugenesia liberal de la postmodernidad”; “la despersonalización de la mercancía fordista da paso, en la postmodernidad, a la personalización de la mercancía neoliberal”. ¿Trajo algo deseable la postmodernidad?
Pienso que sí, y que sería irresponsable no reconocerlo. El pensamiento postmoderno ayudó a mitigar la influencia de la metafísica y a iluminar nuevos campos de actuación filosófica y política. A nivel cultural, la postmodernidad ondeó un temperamento antidogmático, iconoclasta y antideterminista, atento a la diferencia, a lo mestizo, plural y local, variables que las tendencias coloniales y solidificadoras de la modernidad asfixiaron. Otra cosa distinta es que el paso del tiempo haya evidenciado que determinadas hipótesis postmodernas han devenido en hipótesis tan excluyentes y reduccionistas como las que atacaban. El precio de interiorizarlas sin un mínimo de escepticismo es demasiado alto: la despolitización y la frivolidad, la incapacidad para actuar a gran escala, la renuncia beligerante y sin matices de la igualdad, del humanismo, del progreso y de la universalidad.
Politizar al cíborg, desligarlo de la lógica neoliberal y del nihilismo cyberpunk, es otra tarea importante
El cíborg, ¿qué tiene de utópico?
Pues bastantes rasgos, ciertamente. Por ejemplo, la voluntad de levantarse contra el destino, de no resignarse ante lo que a primera vista se presenta como inmodificable o clausurado. Es importante advertir, sin embargo, que la rebeldía ciborg es esencialmente tecnológica. A menudo, carece de programa político, principalmente en sus modalidades transhumanistas, sin duda las más extendidas. Es por eso que su alzamiento no habitúa a combatir los males sociales para crear una civilización más libre y equitativa. Combate las limitaciones biológicas para crear un cuerpo más duradero, potente y multifacético. En lugar de contradecir al capitalismo, contradice a la naturaleza. Y no seré yo quien niegue la utilidad de esa última maniobra. Pero si se ejecuta al margen de la utopía social, la desnaturalización del cíborg corre el riesgo de encajar con la ideología vigente. Politizar al cíborg, desligarlo de la lógica neoliberal y del nihilismo cyberpunk, es otra tarea importante. Desde Haraway y sus incontables ecos en el mundillo teórico alternativo, pasando por la ciencia ficción de Banks y Stross, mucha gente se consagra a ello.
Para Francisco Martorell Campos, ¿cómo sería el mejor de los mundos posibles?
No pienso que exista el “mejor de los mundos posibles”. Existe la posibilidad de que algún día haya un mundo mejor que el actual donde sigan deambulando muchas personas inconformistas, prestas a reivindicar más avances y a participar en la gestación de transformaciones sucesivas. Todo ello si no se va antes el planeta al garete, si no padecemos una regresión ultraconservadora o sendas cosas al unísono, opciones asimismo posibles. A medio plazo, lo mejor que cabe esperar es quizás un mundo en el que las reformas presentadas por los economistas y pensadores que cité antes integran la vida cotidiana. A largo plazo, una civilización moderna, próspera, cosmopolita, descarbonizada, democrática y tecnológicamente superior que superado el capitalismo. Esta utopía del futuro remoto tendrá sus propias contradicciones, amenazas y conflictos, y por lo tanto, sus propios sueños e imperativos emancipatorios. Al igual que hicieron sus predecesoras, desaparecerá y dará lugar a una civilización distinta.
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