Apuntes alrededor de ‘Mientras dure la guerra’
De cómo la Guerra Civil actúa de correlato mítico de la realidad española, desvirtuando sus políticas
Ignacio Echevarría 20/11/2019
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Fui a ver Mientras dure la guerra, la última película de Alejandro Amenábar, muy mal predispuesto, debo confesarlo. Un trailer resueltamente disuasorio, una empalagosa campaña de promoción, las declaraciones a menudo naïves del mismo Amenábar acerca de la guerra civil española y de su presunta vigencia en la hora presente...: todo esto me llevó a pensar que iba a ver una película bastante distinta a la que finalmente vi.
A la vuelta del verano publiqué en El Cultural una columna más bien humorística sobre la extraña, casi preocupante actualidad de Miguel de Unamuno, invocado aquí y allá por políticos del más variado signo, y objeto de apasionadas disputas con motivo de los discretos y siempre respetuosos intentos que se han hecho de revisar a la baja la impresionante elocuencia supuestamente desplegada por el escritor en la ya célebre ocasión del 12 de octubre de 1936, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, en la entonces llamada Fiesta de la Raza. Me refiero, sí, a ese mil veces llevado y traído “venceréis pero no convenceréis” que no sólo inspiró la película de Amenábar, sino también, apenas hace tres años, La isla del viento (2016), película de Manuel Menchón que discurría asimismo sobre Unamuno, encarnado en esa ocasión por José Luis Gómez. El mismo José Luis Gómez volvía a interpretar a Unamuno en el reciente montaje teatral titulado Unamuno: venceréis pero no convenceréis, realizado a partir de textos del escritor, dirigido por Carl Fillion y el propio actor, y coproducido por el Teatro de la Abadía, la Universidad de Salamanca y la Fundación Salamanca Ciudad de Cultura y Saberes. Un montaje representado en varios lugares y ocasiones a lo largo de la temporada 2018-2019, y que se representó de nuevo el pasado 12 de octubre en la al parecer ya tradicional versión dramatizada que del enfrentamiento entre Unamuno y Millán Astray se hace cada año en esa misma fecha en la Universidad de Salamanca.
Sugerir –como se hace en la película de Amenábar que da pie a esta reflexión– la pervivencia de la Guerra Civil sólo beneficia en última instancia a la derecha
Cuando escribía la mencionada columna, poco antes del estreno de Mientras dure la guerra, mis prejuicios respecto a la película los fomentaba sobre todo la sospecha de que iba a ver en la pantalla una versión idealizada de Unamuno, presentado –me temía yo– como una figura ejemplar, más sólida, más lúcida y más íntegra de lo que alcanzó a ser, al menos en la compleja tesitura de los primeros meses de la Guerra Civil. Lejos de ello, la interpretación que Amenábar y Karra Elejalde construyen del personaje, más allá de excusables inexactitudes y de cierta tendencia a la sobreactuación, se conforma bastante bien a la idea que cabe hacerse del escritor a partir de los múltiples testimonios que se conservan acerca de su atrabiliaria personalidad. El interés que despierta la figura de Unamuno queda refrendado por la envergadura y la calidad de los acercamientos biográficos de que ha sido objeto en los últimos años: la biografía y los ensayos biográficos del matrimonio Rabaté, la de Jon Juaristi, antes de ellos la de Luciano G. Egido, autor también de Agonizar en Salamanca: Unamuno (julio-diciembre 1936), en la que el dichoso episodio del paraninfo ya era concienzudamente abordado… Reitero aquí mi sorpresa y mi intriga por el hecho de que sea Unamuno el intelectual español que acapara más atención hacia su persona, y no sólo hacia su obra, por encima incluso –al menos de un tiempo a esta parte– de Antonio Machado y de José Ortega y Gasset (Federico García Lorca sería un caso aparte). Se trata de un indicio sin duda significativo, por mucho que no sea mi propósito, en estas líneas, tratar de dilucidar de qué.
Me interesa más dirigir mi reflexión hacia otro aspecto de la película de Amenábar que me sorprendió positivamente: el tratamiento que hace de la figura de Franco y de su cambio de estrategia a los pocos meses del alzamiento militar. No me esperaba yo que el acercamiento a la figura de Unamuno que proponía Amenábar se trufara con la ilustración de una polémica tesis que sólo tardíamente se ha ido abriendo paso entre los investigadores de la Guerra Civil, y que, por lo que a mí toca, conocí de la mano de Juan Benet. Me remito a las conclusiones de su estupendo ensayo ¿Qué fue la Guerra Civil? (1976), donde sugiere que la última ratio del franquismo –y lo que hacía imposible su prolongación, una vez muerto Franco– era su propia pervivencia: la pervivencia de un régimen cuyo exclusivo garante era su propio conductor, el menos carismático de los líderes. Cito a Benet:
“Pero a tal concepción vitalicia –y sólo vitalicia– de su Estado, Franco llegó poco a poco y sólo a partir de septiembre del 36 empezó a ver en su propia persona el fundamento del mismo. Para completar el cuadro y afianzar la figura, la guerra era un instrumento precioso del que no se podía renunciar ni hacer un uso precario, breve e indebido; por un lado, mientras durasen y primasen las operaciones militares su autoridad no habría de ponerse en duda en su propio bando sino –antes al contrario– reafirmarse y consolidarse actuando con tacto, y por otro sólo mediante una guerra de atrición podía alcanzarse la aniquilación de un enemigo político que había movilizado a media España”.
En contrapunto a las perplejidades y zozobras de Unamuno, Mientras dure la guerra escenifica de manera bastante convincente, y sobre todo oportunamente divulgativa, ese giro que se produjo en la mente y en los planes de Franco en septiembre de 1936, y que derivaría en una deliberada prolongación del conflicto y en la llegada al término del mismo con Franco instituido como “caudillo” indiscutible de lo que pasó pronto a calificarse como “cruzada”.
Dejo de lado aquí consideraciones de orden estético sobre la película, que no vienen al caso. Bastante se ha discurrido al respecto en esta misma revista, con las valiosas aportaciones de Luis G. Parés y Vicente Monroy. Dejo de lado, también, los errores y las inexactitudes históricas que tantos se han apresurado a subrayar, a veces con un celo excesivo. Me importa ahora reparar en el mensaje de fondo que parece querer transmitir Amenábar, y que sugiere abiertamente desde el título mismo de su obra: Mientras dure la guerra.
Los residuos del franquismo, por conspicuos que sean, están lejos de ser el problema principal de la sociedad española
En las numerosas entrevistas concedidas con motivo del estreno de la película, Amenábar recalcó la intención conciliadora de ese mensaje. Cito, tomada al azar, una de sus más repetidas declaraciones, en una entrevista para El Periódico: “Unamuno fue ponente del Estatuto de Catalunya, votó a favor, fue padre de la República, pero terminó desencantándose de la izquierda por eso que llamaban los desmanes de la República. En realidad, España se convirtió en un campo de ensayo de la Segunda Guerra Mundial. Esas posiciones tan enconadas, a mí se me proyectan muy fácilmente sobre la realidad española, y también la del mundo. No había que forzar mucho para que la película tuviera una lectura contemporánea. Ya me pasó con Ágora, la sensación de que la historia se repite y yo creo que estamos asistiendo a una vuelta a extremismos, a políticas radicales, y como ciudadano, me preocupa. Creo que es sano discutir, pero hay que evitar el baño de sangre. Y en este sentido, la película sí que es conciliadora. Deberíamos asumir que en una democracia lo lógico es que existan personas que votan y piensan distinto que tú. Eso me llevó a plasmar en la película la discusión entre las dos Españas, para que cada una se sintiera identificada”.
No tengo dudas de que esta identificación ha sido determinante del enorme éxito obtenido por Mientras dure la guerra. Lo mismo opinaba Amenábar en unas declaraciones a El País: “La película tiene una conexión muy fuerte con la actualidad. El discurso de Unamuno y la época que retrata la película, que es una época de inestabilidad, de una Europa con unas fuerzas extrañas alrededor y España en medio. La película trata fundamentalmente de España, de la de entonces y de la de hoy, y crea una conexión especial”.
El motivo de este artículo es impugnar esta conexión, esa identificación, por muy bienintencionada que sea. Y no solo porque entiendo que la identificación sólo es posible a costa de una simplificación hasta tal punto extrema que la hace improductiva –cuando no peregrina–, sino también porque entiendo que, desde hace ya demasiados años, la Guerra Civil, invocada reiteradamente como telón de fondo en todas las “narrativas” sobre España (ya se trate de novelas o de películas, pero también de historia y de política), viene desvirtuando todo intento de observación y de análisis plausibles de la realidad del país.
En 1994 José Carlos Mainer publicó un volumen provocadoramente titulado De postguerra (1951-1990). Se trataba de una colección de reseñas y de conferencias sobre la literatura y la cultura españolas durante ese período de tiempo. En el prólogo escribía:
“Los términos de periodización histórica suelen ser fruto de la impropiedad gramaticalizada (por eso decimos ‘alta Edad Media’ y ‘baja Edad Media’, traduciendo mal del alemán), de la contumacia en el error (como el caso de la ‘generación del 98’) o de la invencible pereza para proponer otro nombre más significativo; ese es el caso de ‘postguerra’ en lo que toca a nuestros hábitos taxonómicos. En algún otro lugar he negado que la contienda de 1936 sea mojón de un nuevo período cultural: tras el final de las batallas y hasta 1950, más o menos, he creído ver que se extiende un período soterradamente epigonal cuyas claves se asientan en los años republicanos. Luego viene un periodo de voluntario adanismo cultural pero también de refundación de la convivencia que, muy a menudo, combate con los fantasmas del pasado próximo, continuándolo así a su pesar o sin saberlo. No hay contradicción con lo que ahora este título postula: entiendo postguerra como un ámbito moral, lo que es más y es menos que simplemente histórico […] Y por eso su conclusión se dilata tanto y llega hasta 1990 en el subtítulo de este libro. Pero es que, además, de ‘postguerra’ hablan usualmente los manuales y los rótulos de los cursos universitarios, por una convención espontánea que quizá traiciona estratos de conciencia más profundos. Casi toda la nomenclatura que se refiere a la Guerra Civil tiene, en fin, algo de patológico: decimos ‘postguerra’ como si nos costara convalecer de ella, como el enfermo que se resiste, todavía débil, a dejar las cobijas protectoras y el vaso de agua de limón en la mesilla que cubre un paño blanco; otros dicen ‘nuestra guerra’ pese a que, como en otro lugar escribí, es adjetivo el de ‘nuestra’ que va mejor con ‘casa’ e ‘hija’ que con la abominación fratricida”.
La patología que señalaba Mainer hace ya un cuarto de siglo parece entretanto haberse cronificado y, conforme se aleja la memoria viva de la Guerra Civil y se incrementa la ignorancia de todo cuanto supuso, ella misma tiende a constituirse en una especie de correlato mítico de la política española, cada vez más grotescamente contrastado, que contribuye a falsificar las tensiones del presente, remitiéndolas a una dialéctica de bandos –republicanos contra franquistas– más cercana a la de dos equipos de fútbol o a la de cualquier fantasía heroica (los Siete Reinos contra los Caminantes Blancos) que a la de la lucha de clases sin la cual es imposible explicarse la tragedia desencadenada en 1936.
Mientras dure la guerra ha sido criticada por “equidistante”, se le ha reprochado a su director el intento de mantener un punto de vista esforzadamente neutral respecto al conflicto entre “las dos Españas”, por mucho que el balance de la película sea abiertamente condenatorio de los excesos y de la deriva del bando nacional. Pero lo que a mí se me ocurre reprocharle es que abunde en el tópico generalizado de “las dos Españas” proyectándolo en el presente, como una especie de fatalidad histórica que abocaría a los españoles a terminar una y otra vez dándose garrotazos con los pies hundidos en el suelo hasta las rodillas, como en la célebre pintura negra de Goya.
El espectacular aumento, en las pasadas elecciones del 10 de noviembre, de la representación parlamentaria de Vox, viene siendo interpretado por algunos como el desenmascaramiento de la filiación franquista de amplios sectores de la sociedad española, supuestamente agazapados hasta ahora en las filas del Partido Popular y de Ciudadanos. En Cataluña es corriente observar la asimilación de los términos españolista y franquista, y me consta que no pocos jóvenes (y no tan jóvenes), algunos de ellos universitarios, piensan que la Guerra Civil fue un conflicto entre españoles –franquistas– y catalanes. El caso es que la “nomenclatura” referida a la Guerra Civil, como observaba Mainer, sigue enquistada en el debate político español –como también en el escaso debate cultural– a costa de impedir que se abra paso un lenguaje más adecuado para comprender e interpretar las dinámicas del presente. El calificativo “franquista”, casi automáticamente añadido al término “derecha”, mueve a entender ésta como una suerte de atavismo, como la rémora de un pasado aún sin saldar. Parece como si el pedigrí franquista de una parte significativa de la derecha española –incluida la catalana– estableciera algún tipo de diferencia sustancial entre ella y el resto de las derechas europeas; como si las anacrónicas reminiscencias en la sociedad española de lo que se dio en llamar “fascismo sociológico”, y la pervivencia de determinadas castas, de determinadas estructuras socioeconómicas que prosperaron bajo el franquismo –del mismo modo que en la Italia fascista, en la Alemania nazi o incluso en la Francia de la Ocupación, por no ir más lejos– implicara algún tipo de excepcionalidad de la derecha española y la hiciera por ello mismo más vulnerable, en definitiva, en cuanto más caduca. Cuando la realidad es que sus fundamentos y sus intereses, insaciablemente renovados, vienen a ser los sempiternos de la derecha en todo el resto del mundo, como corrobora el hecho nada insólito de que no pocos representantes del neoliberalismo español tengan poco o nada que ver con el franquismo y profesen una sólida confianza en la democracia representativa.
Hace ochenta años que terminó la Guerra Civil y cuarenta que España se rige por una Constitución todo lo imperfecta que se quiera pero de corte inequívocamente democrático. Los residuos del franquismo, por conspicuos que sean, están lejos de ser el problema principal de la sociedad española, que en parte vienen de mucho más atrás y en parte son de naturaleza radicalmente nueva. Por negligentes que fueran los artífices de la Transición –y lo fueron muy forzosamente– a la hora de liquidar los símbolos del franquismo y de invocar la memoria histórica, el franquismo –como el fascismo, rigurosamente hablando (lean lo que dice al respecto Santiago Gerchunoff en una entrevista publicada en esta misma revista)– es hoy cosa el pasado. Atribuir el surgimiento de una ultraderecha española al rebrote de un franquismo latente antes que a una casi inevitable sintonización de ciertos sectores de la sociedad española con el neopopulismo de derechas, tan vigoroso en Francia o en Italia, no supone sólo un despiste y un error: supone obviar la naturaleza del “enemigo”, en el caso de quienes se consideran de izquierdas. A menos que, por el mismo automatismo que adjudica el calificativo de “franquista” a la derecha, se considere de “izquierda” a quien profesa un republicanismo más o menos romántico o sentimental, en cualquier caso diluido en las consignas de un pensamiento políticamente correcto, el mismo que mueve a pensar que sea de izquierdas un partido como el PSOE.
Hay dos Españas como hay dos Inglaterras, dos Alemanias, dos Francias o dos Italias. Las había y las ha seguido habiendo antes y después de la Guerra Civil. Urge deshacerse de la terminología y de la sentimentalidad asociadas a esta última para encauzar adecuadamente un debate político continuamente distorsionado por ellas. Y urge hacerlo en los dos frentes más conflictivos de la España actual: el de las políticas económicas y el de las políticas territoriales.
Hay dos Españas como hay dos Inglaterras, dos Alemanias, dos Francias o dos Italias. Las había y las ha seguido habiendo antes y después de la Guerra Civil
Es natural que la Guerra Civil siga proveyendo de un sustrato mítico y épico del que se nutren narradores de toda laya. Lo es mucho menos que sea invocada recurrentemente como una especie de Coco, de fantasma que planea sobre los conflictos de la sociedad española, cuyas presentes crispaciones, por enconadas que sean, sólo admiten remotos paralelismos con los de la República.
Sugerir –como se hace en la película de Amenábar que da pie a esta reflexión– la pervivencia de la Guerra Civil; insinuar cualquier forma de duración de ésta en la actualidad, alentando el sentimiento de pervivencia de una soterrada y perpetua posguerra, sólo beneficia en última instancia a una derecha –la derecha económica, que es la única que en definitiva cuenta– que constata, reconfortada, la impunidad que le procura el que la potencial resistencia a sus políticas se desvíe y se concentre en la recusación de los símbolos y las reminiscencias de un franquismo con el que sólo un pequeña parte de esa misma derecha se identifica, yo diría que la parte más excitable pero también la más inofensiva: la de un sector de la población apegado aún, por inercia y por herencia, a la cultura del nacionalcatolicismo, coleante aún, sobre todo, en la España interior y rural.
Al hilo de lo que vengo diciendo, no deja de ser significativa la casi coincidencia del estreno de Mientras dure la guerra con el de La trinchera infinita, dirigida por Jon Garaño, Aitor Aregguio y Jose Mari Goenaga. Potente película que, a pesar de ciertos excesos de guión y, sobre todo, de metraje –dura casi dos horas y media–, narra con impresionante verosimilitud la historia de un “topo”, nombre con el que (a raíz del título del libro famoso que en 1977 dedicaron al asunto Manuel Leguineche y Jesús Torbado: Los topos) pasaron a ser conocidas determinados integrantes del bando republicano que, sin posibilidad de exiliarse, y por temor a represalias, optaron por mantenerse escondidos durante años, a menudo en sus propias casas, a la espera de que cambiaran las tornas y Franco cayera; una esperanza razonable sobre todo durante los años que duró la Segunda Guerra Mundial, por cuanto se esperaba que la victoria de los Aliados conllevara la restitución de la República.
Basado en el caso real de Manuel Cortés, último alcalde republicano de Mijas (Málaga), el protagonista de La trinchera infinita permanece en su escondite hasta el año 1969, fecha en que se promulgó un decreto por el que prescribían todos los presuntos delitos cometidos antes del fin de la Guerra Civil. La película constituye un indirecto y sutil relato del franquismo, en el que se percibe de qué modo la vigencia del conflicto iba diluyéndose poco a poco conforme a la relativa bonanza de los años sesenta se sumaba la resignada aceptación de que el régimen se consolidaba con la anuencia de la comunidad internacional e incluso con el apoyo de los Estados Unidos, a partir de los Pactos de Madrid (1953). La escena final, en que el “topo” en cuestión, Higinio (interpretado por Antonio de la Torre), sale atemorizado de su casa sin que los vecinos apenas reparen en su presencia, podría ser empleada como oportuna e irónica nota a pie de página a la advertencia insinuada desde el título en Mientras dure la guerra, anticipando lo infundada que viene a ser en la actualidad, medio siglo después, la pretensión de mantener vivos los miedos de que la tragedia se repita, de no ser –conforme decía Marx al comienzo de El 18 brumario de Luis Bonaparte– como farsa.
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Ignacio Echevarría
Es editor, crítico literario y articulista.
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