El viento sopla por donde quiere
Sobre ‘O que arde’, de Oliver Laxe
Fran Benavente 26/11/2019
Fotograma de la película O que arde (Oliver Laxe, 2019).
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Días después de ver O que arde todavía permanecen las imágenes incandescentes en la retina. Tal es el efecto de una película que se imprime a fuego –el de su final– en la memoria y que, por otra parte, se cierra –literalmente– con un puñetazo. Así permanece, exuberante y seca, sensorial y áspera.
Descarto cualquier pretensión de objetividad. Conozco y aprecio mucho a la familia creativa que ha llevado a cabo la monumental –por los resultados– empresa. Cada cual en lo suyo, todos avistan la cima de sus prácticas particulares. Intentaré, entonces, llevar al papel algunas ideas esbozadas, discutidas y compartidas con otros al salir del estreno en Barcelona.
He seguido el proyecto a lo largo de los años y, como quien dice, lo he visto crecer todo este tiempo: su inicio como apunte documental que buscaba con ironía la esencia de lo gallego en la figura del pirómano; luego la asociación de esta figura con la indagación sobre el arquetipo que Oliver Laxe denomina “el soltero de montaña”. Después el trabajo con Santiago Fillol, en las diversas vidas del guión, para trascender lo real documental en una ficción dramatúrgicamente precisa (vuelvo sobre ello). He tenido noticias de la dimensión física, épica y aventurera del film, con Oliver y Mauro Herce (el director de fotografía) pasando pruebas exigentes para acompañar a los bomberos y poder filmar el fuego desde la misma punta de la llama. Es la pulsión, al estilo Werner Herzog, que ya habitaba Mimosas (2016) y que se cifra en la idea de que para conseguir algo de belleza –algo visto así por primera vez– hay que sufrir; que el cine de verdad hay que ganárselo.
He visto también materiales de trabajo y he tenido noticias del montaje. Pocos días antes de Cannes, descubría en un ordenador, sin sonorizar, a plena luz de la mañana y en un ambiente ruidoso, el inicio del film, que ya entonces me pareció sobrecogedor. Es la secuencia que nos espera a la puerta de la película, nocturna y mistérica, filmada de forma flotante, en el umbral de lo fantástico, en la que un bosque de eucaliptos desaparece arrasado (o comido) por máquinas monstruosas, como de ciencia-ficción. En medio de ese horror nocturno un árbol milenario, ancestral, impone su presencia, a la vez que un motete de Vivaldi inunda la banda sonora. El árbol, escribe Marcos Uzal, sólo empieza a existir plenamente cuando, en medio del bosque, se distingue, se separa, para pegarse al ojo del espectador. Ese árbol, antiguo, mítico, resistente, me trajo a la memoria aquel otro que abre la película de Oliveira, No, o la vana gloria de mandar (1990), justo al principio, rodeado por la cámara en un trazo de eternidad circular frente a la trayectoria recta y lineal del camión militar encargado de transportar a los soldados. En la película de Laxe, una vez apagadas las luces de la sala, la escena opera como pasaje a través del cual lo real se despliega en otras dimensiones, espirituales, surreales, fantasmagóricas. En ese bosque habitado el espectador puede oír los ecos del cine de Apichatpong Weerasethakul y recordar que el árbol singular ya tenía una presencia poderosa, y espiritual, al final de Todos vós sodes capitáns (2010). Igualmente podemos recordar los árboles del cine de Tarkovski o los de Kiarostami, pero no importan tanto las referencias como el hecho de que Oliver Laxe se sitúa aquí, con todos ellos, en un comunidad imaginada e imaginaria de cineastas que comparten una mirada al mundo que podemos reconocer.
La secuencia funciona como matriz de imágenes y depósito emocional para el film. Tiempo después reconoceremos el árbol en otro, igual o muy parecido, en cuyo tronco ahuecado se refugiará del aguacero Benedicta, esa anciana depositaria de un saber y de una relación especial con la naturaleza. Y entre una imagen y otra, el misterio de esa relación se construye en la cabeza del espectador. Del mismo modo, el bosque de eucaliptos es una de las imágenes recurrentes que interroga al espectador y responde a la mirada de los protagonista, especialmente de Amador, el pirómano extrañamente vinculado al destino de ese árbol y al de su propia tierra. El eucalipto es la especie invasora que prolifera con rapidez y que no permite crecer nada a su lado, como el turismo que amenaza los montes de Os Ancares. Es también el árbol que hace sufrir, aunque, como dice Benedicta, quizás es porque también sufre.
En el personaje de Amador leemos a Faulkner y vemos el western, género que es una clave de lectura para la película
El motete de Vivaldi enlaza el fantasmal paraje inicial con el frío paisaje invernal que se ofrece a la vista de un hombre que retorna a casa en autocar. En medio, un plano bressoniano de un expediente pasando de mano en mano mientras oímos una conversación que nos informa de que ese hombre, Amador, es un pirómano convicto que vuelve tras cumplir dos años de condena. Se nota que Bresson tiene peso en la alquimia de imágenes esenciales, gestos pregnantes y dramaturgia de tradición clásica que articula el film. En efecto, en el estreno de la película ya se habló de una forma de alquimia, y en verdad que así parece funcionar la confluencia entre un cineasta, autodefinido como “de la imagen” –Laxe–, y un guionista, Santiago Fillol, que conoce y domina los mecanismos de la dramaturgia.
Amador retorna tras dos años en prisión a la granja familiar en una zona de montaña de Os Ancares, en la Galicia rural. Su madre, Benedicta, se dedica a cultivar el huerto y a cuidar de tres vacas. Ambos, Benedicta y Amador, son actores no profesionales. En Amador parecen esbozarse las hechuras de un personaje trágico cuyas heridas son visibles en el cuerpo en forma de cicatrices. Carga con su pasado y encara un horizonte de finitud (de la madre, del paisaje, de un modo de vida) desde un mutismo opaco. Amador es un personaje desplazado, desencajado, sin lugar en el mundo o en el tiempo. Para Agamben sería, quizás, un contemporáneo, alguien capaz de ver más allá del humo del presente o del bosque de eucaliptos y que por ello sufre, cobra conciencia de la imposibilidad de escapar al horror de la realidad. Benedicta, por su parte, es la esencia misma del monte, una especie de documento de una vida antigua que toca a su fin, pero que, como el árbol, se mantiene en pie, resistente.
En el personaje de Amador leemos a Faulkner y vemos el western, género que es una clave de lectura para la película (igual que en Mimosas, western metafísico en la cordillera del Atlas). Reconocemos en Amador al héroe hosco, silencioso e inadaptado que irrumpe como revelador en la comunidad del Oeste. Quiere volver a casa, sueña con lo doméstico, pero no hay horizonte doméstico para él, determinado como está por el pasado, por un saber sobre lo inevitable y por una cierta pulsión destructiva. Amador sería la versión galaica, a su vez, del iluminado o del místico para Laxe: un loco sin locura aparente, ni aspavientos, que se ve impelido, necesariamente hacia el fuego, como el protagonista de Sacrificio (1986).
Amador, entonces; personaje herido, determinado por el pasado, silencioso, vuelve a su casa. Tras bajar del autocar el primero a quien se encuentra es a Inazio, su vecino, que lo reconoce y que se ofrece a llevarlo en coche a la granja. Amador se niega. El detalle no es ocioso y señala el cuidadoso mecanismo de construcción de la historia. Inazio es el vecino que trata de reconstruir la casa familiar para acomodar a turistas. Construye no en función de un horizonte doméstico sino para un futuro que amenaza un modo de vivir y de relacionarse con la tierra; trabaja para esa plaga foránea, productiva para la economía, como el eucalipto, pero que arrasa con todo lo demás. A lo largo del film, Inazio (y un poco Benedicta) trata de atraer a Amador hacia ese posible futuro. Pero Amador no se deja acomodar, más bien lo contrario. Al final, cuando todo arda, más allá de la devastación sacrificial y del espectáculo de las llamas, el único primer plano de la escena, rostro señalado y encuadrado, será para Inazio, que observa con desesperación como arde la casa que ha ido reconstruyendo a lo largo del film. Antes, Amador, que al principio llegaba a pie, ha salido de la aldea en coche, cruzándose con los bomberos. Tras la devastación, Inazio sólo puede culpar a Amador y le golpea. Amador se aleja, nuevamente herido, con su madre.
En ese momento final retorna, o se resuelve, una escena central que organiza el relato: el entierro que acaece una vez Amador se ha instalado con su madre. Ese ritual dibuja un horizonte de finitud para la comunidad y señala la posición de Amador en ella. Ajeno a la comunidad, permanece esperando a su madre mientras los jóvenes hacen bromas sobre su condición de pirómano. Inazio le defiende. La película muestra el desencaje de Amador, de principio a fin, y lo traslada al espectador desacomodando también su posición o su lectura del film. Es un modo de mantener el misterio, o la incertidumbre, sobre el personaje, despojado como está, éste y todos los demás, de cualquier atisbo de psicología. Sirva de ejemplo esta secuencia de momentos: vemos a Benedicta cuidar de las vacas, empieza a llover. Amador está en casa. Llueve fuerte, la anciana se refugia en el hueco de un árbol antiguo. Vemos la casa desde fuera, luces en la ventana. Intuimos que Amador espera a su madre. Cabría esperar que la anciana no consiguiera volver a la casa o que Amador se preocupara por ella. Sin embargo, lo que encontramos a la vuelta del día es a la anciana en la cama y Amador fuera de la casa. Benedicta lo encuentra dormido en el coche, aterido de frío. La secuencia descoloca al espectador, juega con su expectativas, y muestra el desencaje de Amador, incapaz de retomar su vida.
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Fran Benavente
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