Volver a intentar el tiempo
Repaso por lo que ha dado de sí el cine estrenado en 2019
Vicente Monroy 7/01/2020
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El 10 de junio de 1984 fue una fecha importante para los amantes del tenis: el americano John Big Mac McEnroe y el checoslovaco Ivan el terrible Lendl se enfrentaron en la final de Roland Garros. “Dos que no tienen corazón, y que sólo comparten la excelencia de su tenis, el mal humor y el ceño fruncido.” Así los describió Serge Daney, que por aquel entonces había abandonado su puesto como redactor jefe de la revista Cahiers du Cinéma, y compaginaba la crítica de cine y la crónica deportiva en el diario Libération.
El claro favorito del partido era McEnroe, todavía invicto aquel año con un récord asombroso de 42-0. Expectativas que parecieron confirmarse durante los dos primeros sets: 6-3 y 6-2 a su favor. Lendl era incapaz de seguirle el ritmo. McEnroe se mostraba seguro, exhibía su originalidad característica, sus cambios de ritmo, sus acrobacias. Puro cine.
Pero en el cine no hay que dar nada por sentado. A lo largo del tercer set, McEnroe empezó a dar muestras de nerviosismo y a interrumpir el juego. Se quejaba de que el ruido de las cámaras que grababan el partido desde fuera de la pista le impedía concentrarse. Pedía que expulsaran a los periodistas. Los espectadores, acostumbrados a sus berrinches, se reían en las gradas. McEnroe enfureció varias veces. “Es un jugador apasionante”, escribía Daney. “Sólo juega bien cuando tiene la sensación de que todo el mundo está en su contra. La hostilidad es su droga. Es necesario que los árbitros, las líneas, la red, el juez de red y el público le amenacen y le hagan parecer acorralado. Pero cuidado: es una treta.”
Esta vez, Daney se equivocaba. No era una treta. Lendl aprovechó los nervios de su oponente, que no se reponía del episodio de las cámaras, para tomar la iniciativa. En los minutos siguientes, mientras se desataba el desastre, la cara de McEnroe fue un estupendo desfile de emociones: la desesperación, la impotencia, el miedo, los aspavientos de frustración, las peleas con el árbitro, finalmente la derrota, la violenta reacción a raquetazos contra un periodista, la rabia silenciosa al recoger la bandeja de subcampeón.
Curiosamente, las mismas cámaras que con su ruido molesto habían desencadenado la derrota de McEnroe dejaron también un impagable registro de su drama deportivo e íntimo. Entre ellas se encontraban las de Gil de Kermadec, el director técnico nacional de Tenis de Francia, que estaba rodando material para un proyecto peculiar: una película didáctica sobre el estilo de McEnroe que formaba parte de una serie de estudios centrados en el juego de diferentes tenistas.
El interés de Gil de Kermadec no era documentar el desarrollo del partido sino observar al deportista en acción. Sus imágenes de la final de Roland Garros se centran únicamente en McEnroe, sin prestar ninguna atención a Lendl. Son un análisis minucioso de la maquinaria corporal del tenista, de su técnica y de su estrategia de juego. Las cámaras se mueven con él de un lado al otro de la pista, a veces velozmente, registrando cada golpe desde varios ángulos. En otras ocasiones, durante un momento de calma entre juegos, encuadran la expresión de su cara. Incluso durante sus teatrales rabietas contra los árbitros, que rompen el ritmo del partido, se mantienen atentas a sus expresiones, revelando su carácter actoral como un elemento más del juego. El cine recupera uno de los impulsos primitivos que llevaron a su invención a finales del siglo XIX: el deseo de comprender el movimiento de los cuerpos.
El cine recupera uno de los impulsos primitivos que llevaron a su invención a finales del siglo XIX: el deseo de comprender el movimiento de los cuerpos
Treinta y cinco años más tarde el cineasta Julien Faraut ha vuelto a las imágenes de Gil de Kermadec de la final de Roland Garros en una de las películas más hermosas de este año: L’empire de la perfection (en España Buscando la perfección), compuesta casi en su totalidad por un montaje actual del material en 16mm de Kermadec, incluyendo descartes y errores, y una serie de reflexiones en off locutadas por Matthieu Amalric.
El interés de Faraut en estas imágenes de McEnroe no es deportivo. La ambición de L’empire de la perfection es la de revelar un vínculo secreto entre el tenis y el cine, que tiene especial relevancia en el contexto de los años 80, y que nos lleva inevitablemente de regreso a la figura de Serge Daney. En un momento de la película, la voz en off de Amalric se pregunta: ¿Qué llevó al redactor jefe de Cahiers du Cinéma a obsesionarse con el tenis?
Para los amantes de la obra de Daney, la pregunta no es banal. El trasvase del cine al tenis es uno de los grandes enigmas de su obra. Sus crónicas en Libération, recogidas más tarde en el volumen El tenista amateur, son una muestra excepcional de la imaginación puesta al servicio de la descripción y el análisis del juego. Para algunos, como su amiga Marguerite Duras, también reconocida fanática del tenis, estos textos, incluso por encima de sus ensayos de cine, fueron el gran legado de Daney (se cuenta que Duras entraba en éxtasis hablando con Daney sobre el culo de algunos jugadores: ¡Ah, el culo de Björn Borg!).
En sus crónicas deportivas, se muestra el gusto de Daney por el pensamiento en acción. Una alegre verborrea, a veces sin destino aparente, que se niega a cristalizar en grandes ideas, como si las considerara vulgares o primitivas. Con su característica agilidad narrativa, pone a prueba cada elemento del juego, zigzagueando entre el tono analítico y un finísimo humor cuando habla de sus jugadores favoritos (Borg, Connors, Wilander, Noah, el propio McEnroe…). Nos descubre finalmente que lo que le interesa no es tanto el tenis como las imágenes a las que da lugar: la imagen del tenista, la imagen del hombre, la imagen del combate, la imagen del mundo. Borg contra McEnroe o las bellezas de la razón pura: así titula una crónica de 1980. La obsesión de Daney es del mismo tipo que la de Gil de Kermadec: no se trata del deporte, sino de la expresividad y el poder del cuerpo humano.
“¿Qué común denominador entre el tenis y el cine conseguía liberar en Daney la hormona del placer?”, se pregunta la voz en off de Amalric. Y responde: “La duración”. O, dicho de otro modo: la capacidad del tenista, de ese cuerpo privilegiado, de moldear los tiempos de un partido, del mismo modo que un cineasta moldea los tiempos de una película. Como dice Charles Tesson, “Serge Daney no esperaba otra cosa del cine que el redescubrimiento eterno de la experiencia del plano”, y “lo que le gustaba del tenis era la cadencia del intercambio, el hecho de que el juego pareciera acomodarse en un ritmo estable (en el fondo de la pista, monótono y repetitivo), y que de pronto un jugador introdujera una aceleración, que todo cambiara, que diera un vuelco, a una velocidad vertiginosa que nada permitía prever, como cuando Mizoguchi introduce un travelling imposible que nos eleva, nos empuja sin avisar, sin saber hacia dónde está llevando a sus personajes con este plano, y dónde nos situará a los espectadores”.
El tenista, como el cineasta, es autor de un estilo. Daney escribe: “Los campeones, cuando hablan de su manera de jugar dicen mi tenis, como si se tratase de alguien, de un amigo, de un rehén, de una bestia que habita en ellos, y con la que ellos también tienen que convivir”.
El gran erudito de cine, el último gran cinéfilo, descubrió en la sencilla relación de la cámara con el cuerpo del tenista la forma más pura del surgimiento de las imágenes. Más pura que cualquiera a la que pueda aspirar el mejor cineasta. Las películas de Gil de Kermadec lo demuestran: liberadas de la vulgaridad de la composición, se ven obligadas a dejarse llevar por el gesto atlético que moldea el ritmo y la velocidad del partido. Todo (el encuadre, el tamaño del plano, el montaje) se subordina a la expresividad del cuerpo. Son imágenes puramente humanas, hechas a la escala del hombre, que configura a su alrededor una idea del espacio y el tiempo.
Serge Daney fue el teórico que mejor comprendió y expresó el gran logro del cine a lo largo del siglo XX, que fue culminar el proyecto moderno de separación del arte del tiempo de lo eterno, para introducirlo en la escala del tiempo humano. Una nueva concepción dimensional: “El cine para mí no es la fascinación ante la imagen en movimiento sino la reverberación del sonido, la sensación del discurrir, la cuenta atrás y la fatalidad. Contar historias a contrarreloj pensando cuánto falta para que aparezca la palabra fin. En otras palabras, ¿qué posibilidades tenemos para inventar el tiempo? La esencia del mejor cine es la invención del tiempo”.
L’empire de la perfection es una celebración del poder de la presencia humana en un año, 2019, en el que los cuerpos han mostrado una tendencia a sufrir extrañas alteraciones: los personajes rejuvenecidos con CGI de Martin Scorsese en The Irishman, los individuos duplicados en Us de Jordan Peele, o la combinación de ambos efectos, duplicación y rejuvenecimiento, en Gemini de Ang Lee. La escatología de The Lighthouse de Robert Eggers o de Midsommar de Ari Aster, o de la muy superior Crawl de Alexandre Aja, e incluso la perversión voyeurista de Liberté de Albert Serra. Aunque más interesante que todas estas es Subject to Review de Theo Anthony, una sorprendente reflexión sobre la desaparición de la variable humana en el arbitraje de tenis, a través de la introducción de las cámaras Hawk-Eye (ojo de halcón), que amenaza con eliminar el azar del deporte.
Esta serie de alteraciones de lo fisiológico, revela también un temor por la desaparición de lo humano que es constitutiva del cine siglo XXI. Como escribía Jean Moullet: “La característica fundamental del cine contemporáneo es el tamizado, incluso el desvanecimiento de la presencia humana, o al menos el acortamiento del individuo, su disolución, su desmoronamiento, su pérdida, su atomización, no sé cuál es la palabra más precisa. Para no comprometerme hablaré de rarefacción, la disminución de la densidad de un cuerpo gaseoso al separarse sus moléculas”.
Tendencias que por ahora sólo apuntan con agravarse. El 2020 promete no ya un rejuvenecimiento, sino una resurrección: la de James Dean en Finding Jack, su segundo papel en una película bélica si contamos su breve aparición en 1951 en la fabulosa Fixed Bayonets!El actor recreado con CGI dará vida a un soldado en una guerra –la de Vietnam– que empezó en el mismo año de su muerte.
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Las dos películas más importantes del 2019 también tienen el valor de la presencia humana como argumento central. Son dos tratados sobre el deambular. No es lo único que comparten: por ejemplo, ninguna de las dos se ha podido ver legalmente en España.
Me refiero, en primer lugar, a The Beach Bum, la piedra de toque de Harmony Korine, que cierra la dupla narrativa iniciada hace siete años con Spring Breakers. La película se centra en el personaje de Moondog, un poeta fiestero, durante el proceso de escritura de su último libro, que se confunde con un eterno trip de drogas. Interpretado por Matthew McConaughey en la cima de su afectación, Moondog es un personaje improductivo, estúpido, vago, sin ningún compromiso con la realidad. Una especie de vagabundo con dinero, lo que desde su misma formulación plantea una contradicción. Lo que sabemos de su vida no es mucho: tiene una mujer millonaria a la que vemos morir en un accidente de tráfico, y una hija que se avergüenza de su forma de ser. Es una especie de escritor de culto, aunque los pocos fragmentos que escuchamos de su obra no tienen mucho sentido:
One day, I will swallow up the world
And when I do, I hope you all perish violently.
Sin embargo, como un personaje de una película de Jean Renoir, está dotado de cierta sabiduría aforística, ajena a la erudición. Por momentos es capaz de filosofar, insuflando belleza al exceso capitalista que le rodea. Es hortera y estridente, y al mismo tiempo no podemos dejar de admirarlo. “Tienes que aceptar que pertenece a otra dimensión”, le dice su esposa a su hija. “Realmente lo es. Y tienes que quererle por eso.”.
Si Spring Breakers era la Ilíada particular de Korine, una historia de mujeres en guerra que lo sacrificaban todo por un instante de belleza, The Beach Bum es su Odisea, un periplo de regreso a casa por un universo universo excéntrico y lleno de cabos sueltos. El Mediterráneo mítico se ha transformado en el Miami contemporáneo, y los monstruos y criaturas que se cruzan en el viaje de Moondog son los freaks del capitalismo voraz. Personajes odiosos y sin embargo tratados con delicadeza por Korine, que aparecen y desaparecen sin previo aviso dejando tras ellos breves destellos de emoción. Se diría que no son reales, sino efluvios de la imaginación poética de Moondog, que lo contagia todo.
Si hay algo de verdad en las películas de Korine, no proviene de las imágenes, sino de los cuerpos
La interpretación de McConaughey es la materia esencial de la narración. The Beach Bum es la película de Korine donde se presenta con más claridad la influencia de sus admirados Fassbinder y Jean Vigo, y al mismo tiempo es la obra donde culmina su característico modelo formal: constantes cortes sobre el plano, una cámara inestable, contraluces y colores saturados, que sirven a la vez para dar cuenta del estado de embriaguez de su protagonista y para certificar el estado de las imágenes contemporáneas. En el futuro, ningún director permitirá comprender con tanta claridad la estética de nuestra época, porque ha aceptado todos sus vicios y sus virtudes. Su cine se ha ido dejando contaminar por el videoclip y la publicidad, estableciendo siempre una distancia irónica que sólo compensa un amor exagerado por sus personajes.
Si hay algo de verdad en las películas de Korine, no proviene de las imágenes, sino de los cuerpos. Las imágenes son engañosas, representan la trampa de una sociedad sometida trágicamente a las apariencias; el cuerpo humano expresa una forma de resistencia. La extravagante masculinidad de Moondog se expande como un efecto lisérgico sobre el mundo, tiene la capacidad de reinventarlo. La cámara se somete a su desequilibrio de borracho. Korine no necesita encuadrar, le basta con seguir el ritmo de sus aspavientos teatrales para construir la película. Cuerpo e imágenes son categorías orgánicas, que coexisten en un universo puramente expresivo.
Muchas de las variables de The Beach Bum encuentran un reflejo en el acontecimiento cinematográfico del año, también una milagrosa resurrección: la de Queen of Diamonds de Nina Menkes, la gran leyenda escondida del cine de los 90, restaurada y reestrenada casi tres décadas más tarde por Arbelos. Una pieza monumental, clave para comprender la articulación de la posmodernidad europea y la norteamericana, y en particular la extensa influencia de la obra de Chantal Akerman sobre muchas de las mejores películas del cine independiente de comienzos del nuevo siglo (este mismo año Arbelos ha restaurado también Mutual Appreciation, la segunda obra maestra de Andrew Bujalski, que bebe abiertamente del trabajo de Menkes y de Akerman).
Las seis películas que componen la filmografía de Nina Menkes son una experiencia única, a la vez aterradora y luminosa, y me temo que completamente ignorada en nuestro país y en gran medida en el resto del mundo. Sólo una inaudita fidelidad a sus principios explica que no ocupe un puesto de honor en el canon cinéfilo: ninguna cesión a la producción, a la distribución, al modelo narrativo. Nina Menkes representa la libertad artística total (lo que también explica sus dificultades crecientes para producir sus últimos proyectos).
Queen of Diamonds se inspira muy levemente en un texto literario: Mujer en punto cero (1971), la novela de Nawal El Saadawi que narra el último día de Fridaus (nombre árabe que significa paraíso), una mujer egipcia condenada a muerte por asesinato. Desde la celda, recuerda una vida marcada por el maltrato de distintas figuras masculinas: su padre, su marido y finalmente su chulo, al que asesina. Hasta el último momento, rechaza arrepentirse. “Soy una asesina”, dice, “pero no he cometido ningún crimen”.
La Fridaus de Nina Menkes no es egipcia, ni ha sido condenada, aunque en cierta manera también vive en una prisión. Es un personaje oprimido, una joven croupier de un casino de Las Vegas, sometida a la brutalidad de un universo concéntrico y agobiante: las largas noches de trabajo entre las luces y los pitidos de las máquinas tragaperras, el cuidado de un anciano postrado en una habitación de motel, extraños paseos por descampados y paisajes industriales, ruidos de violencia doméstica provenientes de la habitación de al lado en el motel donde vive, sus constantes visitas a un tanatorio, un marido misteriosamente ausente al que no se muestra preocupada por encontrar…
Tinka Menkes, la hermana de la directora, interpreta el papel de Fridaus en la que sería su penúltima colaboración antes de que una fuerte depresión de Tinka rompiera este tándem creativo excepcional. Como actriz, Tinka representa lo contrario que McConaughey: una contención total de los gestos, una anulación bressoniana de la expresividad, una lectura del texto recitada y no actuada.
Como The Beach Bump, también Queen of Diamonds tiene una estructura cíclica y repetitiva. Pero aquí las imágenes se imponen sobre el cuerpo humano casi como una maldición. Las tomas son largas y estáticas, generalmente panorámicas, con casi total ausencia de primeros planos. Es la visión de un mundo que se ha construído sin pensar en Fridaus, y por el que deambula como un añadido inexplicable, siempre descentrada, como si no formara parte de la composición y fuera un elemento indeseado. Imagen y cuerpo son tratados como categorías antitéticas.
Los personajes se expresan mediante enigmas o frases sin sentido. Sólo breves destellos en forma de planos parásitos, quizás provenientes del subconsciente de la protagonista, pero carentes de significado (tres elefantes que bailan, una palmera que arde, una extraña procesión con un Cristo invertido) rompen en raros momentos la monotonía de este tiempo cíclico. Instantes de libertad en un mundo de restricciones.
Si el modelo expresivo de The Beach Bum ponía en escena un éxtasis masculino, el de Queen of Diamonds pone en escena una represión femenina
Si el modelo expresivo de The Beach Bum ponía en escena un éxtasis masculino, el de Queen of Diamonds pone en escena una represión femenina. Dos regímenes divergentes, casi irreconciliables. El cuerpo de Moondog es tan libre que da forma a la película con sólo moverse. El cuerpo de Fridaus está impedido por el peso de las imágenes de una historia del cine que ha condenado a sus personajes femeninos a ocupar un papel residual.
Símbolos sin significado, gestos sin función, constantes cambios del ritmo, ningún respeto a las convenciones del lenguaje cinematográfico: Queen of Diamonds nos enfrenta al contraplano de una experiencia clásica del cine. Menkes nos advierte: al igual que ocurre con las palabras, el lenguaje cinematográfico dista de ser neutro. La defensa de su clasicismo es también la defensa de un estado anterior de las cosas, de un privilegio. En su reciente ponencia Sex and Power: The Hidden Language of Cinema, ha explorado en profundidad la codificación de la visión masculina del mundo a través de los elementos tradicionales de la composición del plano o del montaje.
Las tres películas que Menkes ha conseguido completar después de Queen of Diamonds, todas espléndidas, avanzan en esta dirección: la exploración de modelos cinematográficos que rompan con la superioridad de la figura masculina. No haciendo hincapié en los roles de los personajes o en las temáticas: Menkes no cree en la literalidad. Su revolución se produce en el seno de las imágenes.
La última de sus películas, Dissolution, de 2010 (título que nos recuerda a la rarefacción de los cuerpos que postulaba Jean Moullet como fenómeno esencial del cine contemporáneo), está levemente inspirada en Crimen y castigo de Dostoievski. Narra la miseria, el deambular sin rumbo, el crimen y la posterior búsqueda de redención de un joven judío israelí en Jaffa, en la zona árabe de Tel Aviv.
En este caso, el protagonista es una figura masculina, torturada, a veces agresiva, cuya presencia ocupa casi la totalidad del metraje. Es un hombre centrado en sí mismo, en su propia tragedia. Los personajes femeninos son apenas extras sin líneas de diálogo: prostitutas, criadas, funcionarias, una mujer agredida por su marido…
Sin embargo, Menkes elabora una emocionante estrategia para conseguir que estos secundarios femeninos ocupen un espacio en la trama, haciéndonos conscientes de su olvido en las formas convencionales de la ficción. Un truco sencillo: de vez en cuando, en mitad de una escena cualquiera, hay un instante en que el protagonista sale de cuadro, o da la espalda a la cámara. Se retira a un segundo plano, dejando a una de estas mujeres en el centro del encuadre. Entonces ella se gira hacia nosotros y nos mira durante unos segundos, interpelándonos.
Esta permeabilidad del plano, que permite la transformación espontánea del secundario en protagonista para exigir su lugar en la historia,[1]es una hermosa forma de rebelarse contra el estado de las imágenes, que es también el estado del mundo que representan. Los personajes de Nina Menkes han comenzado una lenta revolución, sus extras han empezado a arrebatar el poder a sus protagonistas. Una revolución silenciosa, que se produce a través de la mirada y del gesto. El cuerpo muestra su poder no sólo para manipular el tiempo fílmico, el ritmo, el movimiento del encuadre, sino también para transformar las jerarquías tradicionales, para revertir los roles históricos y alcanzar un cine de imágenes más justas. Nuevas formas de inventar el tiempo[2].
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Notas:
[1] Le reservo a Luis López Carrasco la primera enunciación de este fenómeno de permeabilidad de la imagen.
[2] La restauración de Queen of Diamonds podrá verse finalmente en enero, como parte de la programación de la Filmoteca Española en Madrid.
Ya está abierto El Taller de CTXT, el local para nuestra comunidad lectora, en el barrio de Chamberí (C/ Juan de Austria, 30). Pásate y disfruta de debates, presentaciones de libros, talleres, agitación y eventos...
Autor >
Vicente Monroy
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