Felipe Polleri / Escritor uruguayo, autor de ‘La inocencia’
“Un libro es una enfermedad de la que uno se cura escribiéndola”
Rubén A. Arribas 24/01/2020
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La literatura de Felipe Polleri es una especie rara y misteriosa, y sobre todo feroz. Bebe del inconsciente, considera que la autocensura es una descortesía con el lector y defiende la catarsis –siempre que sea estética– como un método liberador tanto para quien escribe como para quien lee. A la manera de su admirado Antonin Artaud, este escritor uruguayo considera que una verdadera obra de arte debe perturbar el reposo de los sentidos y agrietar, a través de la sombra, un concepto tan petrificado como es la cultura. Probablemente eso explica por qué sus novelas están plagadas de yoes monstruosos cuya voz reconocemos en nuestro interior, pero que negamos cuando hablamos o escribimos. En el caso de Polleri (Montevideo, 1953), esas voces, sin embargo, alimentan las vidas imaginarias y horrorosas de sus personajes.
Su literatura se caracteriza, además, por una voz narrativa intensa y rabiosa, pero no por ello exenta de humor –humor negro, claro– y de ternura. Es una voz que busca atestiguar la crueldad de un mundo que otros construyeron, como suele decir Polleri, para jodernos. Quizá por eso sus narradores se entregan a “la ira luminosa que todo lo arrasa” de la que hablaba Angélica Liddell en Trilogía del infinito. Además lo hacen, como pedía la autora de Una costilla sobre la mesa, no solo como un mecanismo de supervivencia, sino como una vía para devolverle al arte la fuerza y la belleza inherentes a su naturaleza salvaje... Y así, de paso, rescatarlo de las manos de ese censor moderno que es el puritanismo (sea este de corte más clásico o más progresista).
Tras la apariencia de unas memorias familiares –no autobiográficas–, La inocencia (Rata_, 2017) puede leerse como una declaración sobre el derecho a odiar la infancia propia y como un ajuste cuentas con el concepto ‘familia’. También como una declaración de enemistad eterna a Pocitos, el aristocrático barrio montevideano donde se crió el autor y donde, según Rodolfo –el narrador de la novela–, la gente se preocupa más por cuidar la hermosura de las calles que por los problemas sociales que existen en el resto de la ciudad. Asimismo, La inocencia relata un desclasamiento: Rodolfo prefiere ser un grasa –intraducible coloquialismo uruguayo– y vivir como tal a cumplir con las expectativas derivadas de tener un apellido ilustre y de vivir en un barrio de gente rica.
El pasado mes de noviembre Felipe Polleri pasó por Madrid y se encontró con sus lectores en la librería Juan Rulfo. Allí charlamos los dos en público sobre su novela. Fue en el marco de una tarde intensamente uruguaya, donde también se presentó la editorial de poesía La Coqueta. Lejos de la furia, brutalidad y ferocidad con que se expresan sus personajes, Felipe Polleri resultó ser un tipo tranquilo, afable y con un grandísimo sentido del humor. Esta es una versión editada de aquella conversación (incluye tres preguntas del público).
“Fue un casamiento, digámoslo así, de apellidos ilustres, porque tanto mi padre como mi madre se enamoraban de los apellidos y no de hombres o de mujeres como se acostumbra entre los grasas”. Por usar los términos de la novela, ¿Polleri es un apellido ilustre?
Bueno, es un apellido que está relacionado con otros apellidos... A mí, de chico, me rompían los huevos con que éramos una familia ilustre. Y, de alguna manera, lo éramos: mi abuelo fue constituyente, intendente de Montevideo y presidente del ilustre Club Atlético Peñarol. También otros parientes formaron parte de la política en diversos momentos. Por tanto, nuestro apellido estuvo relacionado con el de otras familias importantes. Sin embargo, todo eso de las familias ilustres era una cosa que me irritaba mucho. En las reuniones familiares, cuando empezaban “No, porque el abuelo Toribio construyó el cabildo...”, yo decía para mí: “Pah, qué manga de gansos”. No sé, si al menos hubiéramos sido hijos de Artigas... Y digo Artigas porque es el gran prohombre uruguayo al que todos amamos, pero que terminó en el exilio derrotado, algo que lo hace todavía más querible.
Deduzco entonces que, desde niño, quiso distanciarse de otras tres palabras que recorren la novela: abolengo, genealogía y heráldica.
Sí, eso me cansaba mucho. Me hartaba esa cháchara.
¿Se esperaban grandes cosas de usted?
Si esperaban algo, desde luego no salió nada... Más bien me dediqué a defraudar a la familia.
Su padre le leía a Baudelaire, ¿no?
Sí, mi padre recitaba a la hora de la comida. Andaba divagando por ahí y recitaba a Machado, a García Lorca... No era ningún imbécil; todo lo contrario que el padre de La inocencia. También aclaro que mamá, además de ser muy hermosa, era muy amorosa.
Vamos, que ella no era el loro obeso con ojos diminutos y pico curvo de la novela.
No, no, no, de ningún modo. Cambié muchas cosas porque no quería hacerle daño a nadie; era una especie de catarsis mía. Una cosa es un libro, otra es lo imaginario y otra, las relaciones personales. Eso sí, mis hermanas –tengo dos– me dijeron: “Che, podrías haber puesto tres hermanas para disimular, ¿no?”. Ellas y yo nos queremos mucho; son amorosas y tenemos un vínculo fuerte... Las dos saben que mi literatura va por otro lado; saben qué invento y qué es cierto. Claro, soy el hermano loco, así que están curadas de espanto conmigo.
¿Y qué era lo cierto?
Salvando esas distancias que uno pone para escribir con total libertad, en La inocencia hay un retrato, sobre todo, del tipo de vida que nos veíamos obligados a llevar en Pocitos.
Según la novela, el barrio de Pocitos “transforma niños lindos e inocentes en repulsivos vampiros que visten trajes caros”. También es una “fábrica de traidores a la infancia”. ¿Era tan odioso como lo pinta?
Desde niño sentí que era una burbuja y siempre quise escaparme de ahí; quería vivir la vida, ver cómo eran los grasas, vivir... Defraudé todas las expectativas familiares y me fui de ahí. Y solo regreso a veces porque tengo familia, algún amigo. Pero, cuando entro, le digo a mi esposa: “Estamos entrando al Mal”. Y cuando nos vamos: “Estamos saliendo del Mal”. Pocitos es un modo de vida muy destructivo para las personas. Yo vi –y de eso hablo en el libro– cómo gente de mi edad se arruinó la existencia por conservar esa especie de burbuja; es gente que no vivió, que vivió los deseos de sus familias y no tuvo una vida propia.
¿Cuándo se rebeló?
Tendría diecisiete o dieciocho años. ¿Ves cuando no haces absolutamente nada de lo que se espera? Viví ahí, pero como un grasa más. Estuve un montón de años sin hacer nada. Después, por decisión propia, estudié bibliotecología para ganarme la vida.
Pocitos es un modo de vida muy destructivo para las personas. Yo vi cómo gente de mi edad se arruinó la existencia por conservar esa especie de burbuja
¿Qué le parecía a su familia que trabajase en la Biblioteca Nacional de Uruguay?
Nada, yo tenía que ser abogado o médico. Era lo mínimo que se esperaba de mí. Sin embargo, tuve laburos de varios tipos... Hasta trabajé unos meses de obrero. Probé cosas distintas, trabajos malos, pero que me resultaron muy interesantes porque eran la otra cara del espejo. Y después sí, trabajé trece años en la Biblioteca Nacional, que tampoco era una cosa del otro mundo.
¿Eso ya formaría parte de la “comedia de costumbres” que menciona el libro?
No, no, la comedia de costumbres era mucho más ambiciosa. Trabajar en la Biblioteca era mejor que pedir limosna en 18 de Julio [la avenida principal de Montevideo].
El narrador de la novela menciona lo importante que resulta para él descubrir que “se podía odiar la propia niñez”. ¿Por qué escribir literatura desde el odio?
Porque es una energía, para empezar. El odio tiene mala prensa, pero es una energía, una fuerza. Y también, seguramente, porque me sentí muy traicionado desde el principio de mi vida. Eso sí, yo no pienso en mis libros como un ajuste de cuentas, o no por lo menos conscientemente. Después pueden serlo o no. Pienso mis libros más bien como la expresión de un profundo desasosiego y malestar. Otra cosa es que la consecuencia de eso sea un libro... La inocencia empieza con una pesadilla. Yo tenía toda esa carga de mi pasado, de mi infancia, que sentía que me presionaba y me estaba haciendo mal. Me enfermó escribir la novela, pero me sentí mejor cuando la terminé. Un libro es una enfermedad de la que uno se cura escribiéndola.
¿El odio no es entonces algo negativo?
Todos odiamos, como todos amamos. Todos tenemos derecho a odiar, y a veces tenemos buenas razones para odiar. Eso de que todos debemos amarnos sería lo ideal, pero... no es así: a veces somos muy mal amados, incluso odiados. Por decirlo de algún modo, somos castigados simplemente por el hecho de haber nacido. Para mí, el odio no es algo negativo; es una emoción más. Una emoción poderosa. Una energía importante. Yo siento que realmente estoy escribiendo cuando noto que todo lo que reprimí dentro de mí está saliendo, que está saliendo esa voz que tengo negada. Todos tenemos experiencias muy negativas, que negamos para sobrevivir... Sin embargo, quizá para sobrevivir, lo que debemos hacer es no negarlas y hacer catarsis (siempre que esta sea hermosa, estética). Para mí, eso es sumamente positivo.
¿También para quienes lo leen?
Siguiendo el libro, el lector hace su propia catarsis. Vos te podés poner en contra y decir: “Ah, no, ¿pero cómo vamos a estar diciendo y pensando esa clase de cosas?”. Sin embargo, vos te podés poner a favor y decir: “Sí, ¿por qué no? Vamos pensarlas y vamos a decirlas”. Si te ponés de parte del libro y seguís el hilo –si seguís el juego–, capaz que te libera. Cuando leés a William Burroughs, es odio en estado puro, pero a la vez es catártico.
Entonces, en vez de fabricar psicópatas en serie, sus libros consiguen que el lector se libere...
Yo diría que sí. A mí por lo menos es lo que me pasa con autores como Burroughs; siento que me liberan de represiones que, en última instancia, lo que hacen es enfermarme. Por tanto, ¡no nos enfermemos! ¡No hacemos mal a nadie imaginando!
Esta novela comienza con una pesadilla, ¿cómo de importantes son los sueños en su escritura?
Sirven para tirar de la punta de la madeja; te ponen en una situación que vos no te acordabas. Los sueños me han servido mucho: soy freudiano en eso; es el teatro del inconsciente. A veces, una pesadilla o un sueño reproducen tan magníficamente una situación y la sintetizan de una manera tan perfecta que los utilizo en mis novelas.
¿Se levanta y anota?
No, si luego me acuerdo, sirve y, si no me acuerdo, es que no merecía la pena.
Usted sigue esa vieja tradición algo afrancesada –Rimbaud, Baudelaire, Lautréamont– de responsabilizar al otro de lo que usted escribe. En su caso, esa alteridad recibe nombres como la Cosa o la Alimaña. ¿A qué se refiere exactamente?
A que no soy yo solamente quien escribe... Soy yo, pero es muchísimo también mi inconsciente. Es algo de cierta tradición literaria que explica qué siente el autor respecto a lo que escribe, que, generalmente, es ambivalente. Yo estoy muy contento de haber escrito mis libros, pero no estoy muy contento de tener a esa especie de bicho dentro.
En otras novelas, más de un narrador suyo dice tener la imaginación podrida.
Y sí, pero no es una cosa que me guste. Es lo que me tocó; es mi inconsciente. No es mi culpa, pero tengo que vivir con eso. Hay cosas que no me gustan; sin embargo, son las que me hacen escribir, y escribir es lo que siempre quise hacer... El resultado es ambivalente, como digo.
¿Se asusta alguna vez de lo que escribe?
Sí, mi primera reacción es de terror, de molestia. Me siento sumamente extraño y pienso: “Yo no escribí esto”, “Yo no hubiera escrito esto así”. Siempre hay una reacción de sorpresa y de rechazo. A la vez, pienso: “Si a mí me produce esto, ¿qué le producirá a los demás?”. Entonces me digo que todos somos iguales: seres humanos con una vida, padres, hijos, relaciones, problemas de todo tipo...; y que eso es lo que permite que exista la literatura, es decir, que todos podamos reconocernos en otro. Por eso nunca pienso en los lectores como enemigos; al contrario, creo que es muy fácil amigarse conmigo. Puede que el libro te pegue, de entrada, en el estómago; pero, si vos lo seguís y te ponés de mi parte, vas a identificarte con muchas cosas, y eso capaz que te ayuda. Lo que negamos es, en última instancia, lo que nos resulta más cercano. Creo que se da esa relación. Además, mis libros levantan el ánimo a la gente... ¡Me lo han dicho!
Hay cosas que no me gustan; sin embargo, son las que me hacen escribir, y escribir es lo que siempre quise hacer...
Entonces el odio es una energía que se puede explotar literariamente.
En realidad, este libro no habla de nada que pueda resultar extraño o ajeno. Tampoco ninguno de mis otros libros. Son brutales; pero, bueno, para mí, en ese sentido, son libros de catarsis; ¡son libros sanos, son libros de autoayuda!
Claro, claro: Paulo Coelho y Felipe Polleri...
Ahí está: Polleri, el otro lado de la autoayuda.
¿Entonces la dualidad es solo a la hora de escribir?
Cuando uno está en la vida diurna, mal o bien, sos vos; pero, si vos te enchufás con tu inconsciente y lo dejás que fluya, lo dejás que escriba –y aprendés a dejarlo escribir, lo cual es una tarea ardua–, vos, en tu sano juicio, te das cuenta de que no hay nadie a tu lado... Pero sí que tenés la experiencia de que hay alguien; tenés el sentimiento de que no sos vos solamente quien está escribiendo.
Uno de sus mantras, a la manera de Raymond Chandler, son las agallas. ¿En qué consiste tenerlas?
Se trata de atreverte a ir hasta lo más profundo. Atreverte a todo; atreverte a decir, a pensar, a imaginar, a recordar todo. Eso es lo que distingue a un escritor de un artesano; esa entrega. Es un proceso bastante doloroso, y es muy doloroso también el resultado. En mi caso, podemos decir que sí, que publican mis libros y todo eso; eso está muy bien, ¡fenómeno! Eso es lo que conseguí: tener editores, que me traduzcan alguna vez, etcétera. Pero también conseguí tener una vida loca, desastrosa. Vos tenés que tomar la decisión de que la literatura es todo y de que vas a poner todo ahí, y que lo demás se va a ir a la mierda. De hecho, se va a la mierda: perdés muchas cosas en el camino... Pero, bueno, a vos lo que te interesa es escribir, ¿no?
Entiendo que se refiere al asunto de no autocensurarse.
Sí.
En eso fue fundamental Mario Levrero.
Sí, es cierto, aunque yo escribí desde siempre; desde niño quise ser escritor... Leí a Dickens y dije: “Yo voy a hacer algo semejante”.
¿Algo semejante a Dickens?
No es tan opuesto a lo que escribo...
Vamos de frase en frase para la faja de su próximo libro: del Coelho al Dickens uruguayo.
En fin, yo tenía ya buena mano y había escrito mucho cuando conocí a Mario, pero él me decía que eso que escribía no tenía corazón. Así fue durante años. Mario me decía: “Vos te estás preocupando por lo que la gente va a decir o va pensar... Bueno, ¡nadie dice nada, nadie piensa nada! Lo que van a pensar es que tenés mucha imaginación”. Y un día leyó un cuento, que luego canibalicé en Carnaval, y ahí sí, a partir de ahí fue otra cosa. Mario me ayudó mucho. Fue un gran amigo, un padre elegido y lo extraño mucho. Lo voy a extrañar toda mi vida.
¿Hoy cuando escribe sigue pensando en qué le diría Levrero?
No, nunca pienso eso de nadie. Cuando terminaba mis libros, se los llevaba; él siempre me decía que estaban bien.
Usted tenía unos treinta años cuando conoció a Levrero, que era de una generación anterior y tenía tenía trece años más.
Para mí era como si tuviera veinte o treinta años más. Sí, ahí nos empezamos a hacer amigos y él me tomó bajo su protección y leía mis cosas; ojo, como leía las de cientos de personas. Era muy generoso. Pero, bueno, nos hicimos amigos, y eso superó la cosa literaria y tuvimos una relación personal. Lo quería muchísimo.
Muchos lectores de La inocencia señalan que les impacta lo potente que es su voz narrativa. ¿Cómo se construye una voz así?
Es lo más difícil. Cuando tenés la voz, lo tenés todo. Me llevó mucho tiempo, mucho ensayo y error. Es lo que comenté con esos primeros cuentos que le di una vez a Mario; ahí fue cuando dije: “Sí, encontré la forma”. No sé por qué, capaz por insistencia. Soy una persona llena de defectos, pero para escribir tengo una tenacidad a prueba de balas. Perdí muchas cosas por dedicarme a escribir. Insistí e insistí hasta que encontré la voz.
Y qué es, ¿un pálpito?
Sí, es una cosa extraña. A veces estoy escribiendo y me pongo a juguetear, y digo: “Esto no, esto no... No es mi voz; estoy jugando”.
Pero ¿qué tiene que pasar exactamente para saber que uno ha encontrado su voz?
Es como una especie de sinceridad. Vos sentís que eso que escribiste es cierto. De alguna manera, sentís que es cierto –aunque no sea literal– y que lo estás diciendo de la manera correcta. Es la voz de tu inconsciente. No sé explicarlo mejor. Hay mucho vudú en esto.
¿Cuál es su punto de partida a la hora de escribir?
Siempre escribo sin ninguna idea preconcebida; me siento con mi cuaderno, mis biromes, etcétera, y escribo. Para mí, todo viene del mismo lugar –de mí, de un lugar mío– y se va a unir a mi espalda sin que yo lo busque. Así que me pongo a escribir, y los libros se hacen. Parto más bien de la sensación de que eso va a suceder. Para empezar, lo que quiero, sobre todo, es un personaje que me llame la atención y que tenga cierto parecido conmigo –si no no lo voy a entender–, pero que sea relativamente distinto al personaje de las novelas anteriores. Si tengo ese personaje, lo tengo todo; lo demás va a salir. Yo después lo voy a montar hasta que el libro esté. Y ahí va el editor.
Martín Fernández es otra persona importante en su vida. Usted tuvo sus más y sus menos con varias editoriales hace un par de décadas, hasta que apareció el editor de HUM. Ahí empezó a publicar casi una novela por año.
Sí, yo tenía la sangre joven y me había peleado con varios editores porque me ponía mal eso de que te quieran editar como haciéndote un favor y haciéndote esperar cinco años.
¿Le decían que le hacían un favor por publicarle?
Sí.
Y sin pagarle, me imagino.
¡Obviamente! Y eso que ya había publicado varios libros: Carnaval, Colores, algún otro más. Pero, bueno, eran pocas las editoriales que había en ese momento donde vos no tenías que pagar por publicar, y yo estaba peleado ya con todos los editores. Ahí apareció Martín Fernández. Un día me llamó a casa... Eso de que los editores nunca llaman no es cierto: Martín me llamó a casa y dijo que quería publicarme. Sería 2006 o 2007; yo llevaba cuatro o cinco años sin editor. Y ahí comenzó una sociedad que lleva nueve libros. Ahora, además de mi editor, es mi amigo.
Y si tiene o tuvo amigos como estos de los que hablamos, ¿por qué sus personajes siempre se quejan de que Montevideo es una ciudad horrible y horrorosa, y de que Uruguay no es un país para artistas?
Uruguay tiene eso de la mesocracia, eso del culto a lo mediocre y al más o menos. Es muy odioso, ¿no?, eso de “Ta, bueno, lo hacemos más o menos…”. Escribimos más o menos. Laburamos más o menos. Nadie puede hacer algo importante; le tienen que dar el aval en otro país para que Uruguay después se lo reconozca. Ahora todos los chupamedias que tenían algún cargo en el mundo cultural están dándole homenajes a Ida Vitale... ¡Ida Vitale tiene noventa y pico de años! ¿Por qué no le hicieron antes los homenajes si era tan gran poeta? ¡Es de la generación del 45 y estamos casi en el 2020! Habían tenido tiempo para hacérselos antes, ¿no? Mario fue Mario Levrero cuando se murió; en vida, vivió sin un peso partido al medio.
¿Y Montevideo es tan gris como la pintan sus personajes?
Montevideo es una ciudad gris, ventosa, con unos inviernos terroríficos, y los uruguayos somos tristes, melancólicos como el tango. Además, todo el mundo dice: “Esta ciudad gris...”. Llevo treinta años escuchando eso de “la ciudad gris”, y yo digo: “¡Vamos a darle color! Estamos todos de acuerdo, ¿no?”. Pero Montevideo sigue igual, incluso más gris aún. Eso sí, hay gente maravillosa, como en todos lados.
La literatura de Felipe Polleri es una especie rara y misteriosa, y sobre todo feroz. Bebe del inconsciente, considera que la autocensura es una descortesía con el lector y defiende la catarsis –siempre que sea estética– como un método liberador tanto para quien escribe como para quien lee. A la manera de su...
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Rubén A. Arribas
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