Zozobrando
Conciliación familiar
Marta Bassols 15/02/2020
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(A veces parece que sí)
Escucho cómo se afana con sus cositas. Me había extasiado en la lectura de uno de los cuentos de Grace Paley para el guión y ni siquiera me ha extrañado que durante tanto rato no me pregunte nada, el cuento no me sirve para lo que quería, pero otra vez me ha gustado tanto, qué tía, Grace Paley, un día un personaje suyo, Alexandra, visita a su padre que estaba enfermo de ancianidad, y el señor la reprende así: “¡Alexandra! No vuelvas a enseñarme el crepúsculo, ya no me interesa, lo sabes de sobra. Ella le había indicado un sencillo crepúsculo que se veía por la ventana del hospital. Una bola roja... Absolutamente sola, sin filamentos de nubes vespertinas”. Quién no se conmueva con esta gracia literaria no merece mi respeto. El caso es que he vuelto de mi abducción congelada como si el tiempo se hubiese parado y he pensado qué andaría haciendo esta chiquilla mía, en silencio tanto rato, y entonces he ido a mirar.
(soy yo quien concilia mal)
Sobre la cama tiene colocadas todas las muñecas y peluches de tamaño más armónico con respecto a la vida. Bebés de unos cincuenta centímetros. Gatitos como un puño (campesino, menos fino). El zorrito y la loba, con los que duerme cada noche (son como su cabeza) pero ninguna Barbie, ni ningún Pin y Pon, ni clicks de Playmobil, ni la Estrella de la Muerte, de Lego, o los miembros de su staff. Tiene su ordenador de plástico abierto, el botiquín médico en el suelo y, preparado ya en sus orejas, el aparato de auscultar. Está pasando consulta, claro. Pero susurra, en lugar de hablar. Cuando me ve me mira seria. Y me dice que no puedo pasar. Tengo que esperar a que me llame por mi nombre en la sala de estar. Me pongo a hiperventilar y en sollozos. Pero doctora, no puedo esperar, estoy malísima, no sé qué me pasa, deme algo, cúreme ya. Se ríe pero disimula, le pide perdón a su paciente, una persona marrón que huele a vainilla y tiene el pelo rubio platino y lleva un chupete rosa que nadie le puede quitar sin que berree lo más. Mira su libreta y dice mi nombre y los dos apellidos. ¿Marta Bassols Ródenas? Asiento. Me hace pasar. Me caigo al suelo. Gateo hasta la cama. Ella me ayuda. Yo grito. Y grito. Respiro a toda prisa cuando me acuerdo y trepo cayéndome al menos tres veces en el intento. Finalmente me acurruco en el colchón y lloro, me duele todo, me tiene usted que curar. Me pone el termómetro. Estoy a 46, observa. ¡Dios mío, voy a morir! Es una emergencia, dice, me tiene que operar. Pero de qué. Dios mío. No se preocupe. No le dolerá. Y mientras estoy intentando que me explique bien qué me pasa, me pone un inyección anestésica y me duerme total.
Con unas tijeras me corta y me abre. Me pone una tirita en el corazón y otra en el estómago, me pega lo que había abierto y me mete una pastilla (de caramelo) en la boca y dice que eso me despertará. Me da el diagnóstico. No ha sido fácil, dice, estaba usted muy grave, pero creo que se recuperará. Ya puede marcharse a casa. Le doy mucho las gracias y me incorporo. Me pongo de pie y me vuelvo al ordenador a trabajar.
(siempre llega muy temprano, la hora de hacer de cenar)
Al cabo de diez minutos y mientras trato de hilar diez frases de diálogo que me sirvan para la película, viene pidiendo que le de merendar. Preparo un bocadillo de aceite y azúcar moreno (que también es malo) porque no tengo queso, ni aguacate, ni jamón, ni galletas, ni cereales. Se sienta a comerlo conmigo y me pregunta cuándo terminaré de trabajar. “En un par de horas”, le digo porque así lo deseo. Y me dice si mientras cenemos podremos ver alguna de Star Wars.
(A veces parece que sí)
Escucho cómo se afana con sus cositas. Me había extasiado en la lectura de uno de los cuentos de Grace Paley para el guión y ni siquiera me ha extrañado que durante tanto rato no me pregunte nada, el cuento no me sirve para lo que quería, pero otra vez me ha...
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Marta Bassols
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