Panóptico literario
El secreto mejor guardado de Ferlosio
¿Se necesita algún motivo para volver a este escritor? Para reticentes: ¿y si la clave de su prosa estuviese escondido a la vista de todos?
Pau Luque 22/05/2020
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I. Tal vez nada contribuyó más a sedimentar la leyenda de Rafael Sánchez Ferlosio como escritor huraño, retraído y aburrido que la escasez de fotografías públicas en que el autor de Las semanas del jardín está sonriendo o de buen humor. En casi todas ellas su expresión es de desconfianza, cuando no de espanto. Se sabe, sin embargo, que los retratos a literatos son una forma de literatura: no dicen la verdad aunque no mientan. Sólo quien sepa de la existencia de Ferlosio por esos retratos, o sólo quien haya leído sobre Ferlosio pero no a Ferlosio, podría inferir la impresión que alimenta la sobada leyenda del escritor huraño, retraído y aburrido. Pero si uno desvía la atención de esas imágenes y se concentra en su palabra escrita, caerá en cuenta de algo muy distinto: el secreto mejor guardado de Ferlosio era el humor.
No era un humor obvio ni fácil, no se desparramaba por sus textos con audacia ni alegría. Rara vez provocaba carcajadas, aunque siempre constreñía al lector a sonreír. Y no sólo porque le hiciera gracia, sino porque intuía que esa involuntaria mueca anunciaba algo importante; cuando el humor se hace lugar en Ferlosio, sabemos que nos acaba de apartar una mota del ojo.
Si uno desvía la atención de las imágenes y se concentra en la palabra escrita, caerá en cuenta de algo muy distinto: el secreto mejor guardado de Ferlosio era el humor
¿Pero qué es exactamente el humor para Ferlosio? Jamás se me ocurriría ofrecer una teoría al respecto, ni siquiera sus rudimentos. Sería una deslealtad imperdonable hacia él, quien, en la dicotomía entre pensamiento y teoría, siempre se decantó por el pensamiento. Bastará invocar algunos de sus pecios, o fragmentos de los mismos, para ir hilvanando cómo pensaba él el humor. Y cómo lo escribía.
II. El humor, ante todo, se ocupa de cosas serias aunque no sea serio:
“(Cogolludo, 1428) ¡Pero si las dos Españas son Trastámara y Trastámara!”
“(Cospedalia II) Si los videntes de la televisión supiesen ver lo que ven, las apariciones de los políticos en la pantalla serían muy pedagógicas. Pongamos, por ejemplo, las apariciones de María Dolores de Cospedal. Su función más específica y más repetida es la de “pasar página”, y resulta que no lo ha logrado nunca; siempre vuelve a pasar idéntica, invariable, eterna, la primera. La lección que podrían sacar los telespectadores es la de que no queda en este mundo ninguna página que pasar y el intento no es más que loca vanidad de aquellos que lo intentan.”
“(¿Libre albedrío?) ¿De qué me serviría a mí ser libre si soy tan perezoso?”
Al igual que el pensamiento que aspira a alcanzar el estatus de teoría, el humor puede dejar de ser virtuoso cuando sucumbe a la pretensión de “crecer” hasta convertirse en género:
“Cuando el humor se constituye en género es que ha resuelto apartarse respetuosamente de las cosas serias, a fin de que éstas puedan ejercer sin embarazo su petulante tiranía. Así, la pretendida rebeldía del humorismo contra las cosas serias resulta un pacto secreto de complicidad.”
Nótense qué virtudes implícitas le supone Ferlosio al humor cuando campa libre de los grilletes institucionales del género: fustiga las cosas serias, pero no para eliminarlas ni desacreditar su condición de serias, sino sólo –¡pero que “sólo” amigas y amigos!– para desposeerlas de esa inquisitorial actitud de imponerse por la fuerza de la solemnidad. El humor no ataca las cosas serias, sino esa voluntad de abrumar y dejar sin palabras que tan golosa resulta a las cosas serias.
Institucionalizado como género, el humor dejaría de ser una virtud para convertirse sólo en un medio, cuyo único fin a alcanzar sería, a partir de ese desdichado momento, el de hacer reír. Una vez encorsetado en la racionalidad medios-fines, el humor terminaría firmando un pacto versallesco con las ganas de infundir miedo y de imponerse por la vía de los hechos más trascendentales y los tonos más graves. Hacer reír debería ser, si acaso, una consecuencia inseparable del humor, no su fin.
Al igual que el pensamiento que aspira a alcanzar el estatus de teoría, el humor puede dejar de ser virtuoso cuando sucumbe a la pretensión de “crecer” hasta convertirse en género
Esto encaja bien con la naturaleza de Ferlosio en sus tareas como escritor (al menos en la que tiene que ver con sus quehaceres no novelísticos, que fueron, según parece, los que más cultivó en la segunda mitad de su vida). Según él mismo confesó alguna vez, no era tanto un escritor de acción como uno de reacción: leía algo que le indignaba –siempre en uno de los tres o cuatro periódicos que diariamente compraba– y escribía, colérico, un texto reactivo de cuya lectura sus ojos oscuros tenían el monopolio. Dejaba entonces reposar el iracundo manuscrito. Y más tarde lo reescribía, filtrado por el humor, para finalmente mandarlo a publicar. Este proceso le permitía dos cosas: conservaba la indignación que lo movía a escribir y sin la cual tal vez no habría existido el Ferlosio escritor de la segunda mitad de su vida– y a la vez conseguía no aterrorizar. Introducir el humor en un texto que se encontraba en su inicial estadio furibundo era un acto de piedad y amor hacia el lector.
Cuando se dice de Ferlosio que era un escritor sesudo, laberíntico, abstracto, se suele pasar por alto que toda su capacidad intelectual estaba puesta al servicio de las virtudes humanas más generosas y emotivas (a las que él llamaba, posiblemente en un reflejo tomista, las virtudes inexactas). Ferlosio sabía que traía malas noticias al lector e intentaba aliviar su recepción con humor y socarronería. Era la negación geométrica del escritor despiadado y cruel. Decía que escribía en periódicos porque tenía voluntad de influir y cambiar las cosas, aunque casi simultáneamente afirmaba con rotundidad que nunca se convence a nadie de nada:
“No ha de extrañar que el ánimo en que me pone la mañana sea, cada vez más decididamente, el de correr en el acto a presentar mi dimisión irrevocable. Pero no puedo darme tal satisfacción, porque no existe el organismo idóneo para una dimisión como la mía.”
Partía de su querencia por ser un intelectual intervencionista e influyente pero terminaba vencido por la lucidez de quien cree que el mundo está condenado a la horca. Acorralado y atormentado por saber que no podía hacer nada para evitar las calamidades que veía, su única salida consistió en escribir, escribir, escribir.
En realidad, en esto último no había mucha diferencia con algunas de las etapas de la primera mitad de su vida: sumido en las anfetaminas, pasaba días enteros sin dormir escribiendo sobre gramática, sobre lingüística, sobre la idea de narración, sobre las guerras barcialeas. Fue siempre un grafómano por fortuna incorregible. Hubo no obstante que esperar a la segunda mitad de su vida, una vez se hubo dado cuenta de que el mundo era un cadalso gigantesco, para que empezara a orientar su compulsión grafómana no hacia adentro, sino hacia fuera, arrojando sus palabras a la arena pública.
En su madurez, la empresa intelectual no tenía para él sentido si no contribuía a fracasar mejor contra los verdugos de este mundo: la guerra, la virilidad, la miseria, el consumo, el discurso de la victoria, la publicidad, el nacionalismo. Era una visión trágica del mundo a la par que compasiva, era la visión de alguien que, entre quedarse grotescamente callado o balbucear como un pobre buen hombre, eligió ser un hombre bueno.
Y si algo caracteriza a un hombre bueno no es un comportamiento impecable, sino el humor compasivo.
III. Ferlosio fue siempre un moralista peculiar, uno de esos que cree que los sentimientos morales nobles, como la indignación, pueden ser absolutos, pero no así los valores morales. Ese equilibrio –la reivindicación del moralismo al alimón con el rechazo del absolutismo moral– no es siempre fácil de entender. En particular, dos son los grupos a los que semejante equilibrio les resulta pedregoso. Por un lado, a algunos auto-denominados liberales les parece que el moralismo conduce necesariamente a un peligroso absolutismo moral. Por otro lado, a algunos clérigos –que profesan y son celadores de religiones de no tan distinta naturaleza– les parece que negarle a los valores morales su calificación de absolutos es impugnar toda forma de moralismo. Ferlosio se servía del humor para escapar de esa pinza:
“Moral moral, la única que querría uno ya tener a estas alturas es la del Alcoyano.”
La búsqueda del justo equilibrio humorístico se extendía hacia otros conceptos que la modernidad había inflamado. Ferlosio repudiaba la Razón pero abrazaba la razón. Rechazaba la Historia pero veneraba la historia. Le perturbaba la Ética pero juzgaba imprescindible la ética. Le repugnaba el Hombre pero adoraba a los hombres. No creía en la Libertad pero la libertad le parecía valiosa:
“(Libertad de movimientos) Suelo decir que no sé lo que es la libertad, pero como en muchas otras cosas el argumento más sólido que tengo no es más que una alegoría: la de las cuerdas de la marioneta: cuantas más, más libertad.”
Ferlosio fue siempre un moralista peculiar, uno de esos que cree que los sentimientos morales nobles pueden ser absolutos, pero no así los valores morales
Esa búsqueda constante de equilibrio en esos conceptos era una manera de intentar ser leal a la palabra. Ferlosio creía que la razón sólo puede expresarse mediante la palabra. Pero también sólo mediante la palabra se expresa el fanatismo. Un poco a la manera en que su admirado Walter Benjamin decía que todo documento de cultura es, a la vez, documento de barbarie, Ferlosio pensaba que la palabra era enfermedad (fanatismo y Razón) pero también salud (razón). Señalar permanentemente esa ambivalencia y denunciar la desviación enfermiza respecto de lo que Elías Canetti denominó “la conciencia de las palabras” es otro evidente vínculo entre la primera mitad de la vida literaria de Ferlosio – el de Alfanhuí, El Jarama y Las semanas del jardín – y la segunda – la del intelectual público trágico y compasivo. Pero quizás es sólo en esta segunda etapa, ya girado hacia la arena pública, cuando el humor lo acompaña más fielmente a la hora de señalar la hipertrofia de las palabras. En particular, le indigestaba la inflamación de las palabras con las que la Ilustración quiso dar cuello al Antiguo Régimen, como “tolerancia”:
“(Pintadas) ¡Tolerante, piel de elefante! ¡Tolerancia plena, encefalograma plano!”
IV. Es tan extraño como certero encontrar en Karl Kraus, el mordaz e impertinente periodista austro-húngaro de principios de siglo XX, un precedente de Ferlosio. Es extraño porque Kraus no estaba entre las referencias de Ferlosio, al menos no aparece mencionado ni una sola vez en los cuatro volúmenes de las obras (casi) completas que Debate publicó a partir de 2015. A la vez, es certero porque muchas de las obsesiones del fundador –y más tarde colaborador único– de Die Fackel son las mismas de Ferlosio: el lenguaje, el periodismo, el Estado. Tómese, aunque sea a título anecdótico, la siguiente afinidad (la primera cita es un aforismo de Kraus; la segunda, un pecio de Ferlosio):
“¡El progreso celebra victorias pírricas sobre la naturaleza!”
“(El progreso) Los adelantos pueden conseguir tristezas nunca antes conocidas; ya algún pintor francés del siglo XIX nos mostró cómo la luz de una bombilla puede llegar a ser infinitamente más triste que la de un candil.”
Desde dos universos distintos, se trata de la misma retranca, la misma socarronería, el mismo escepticismo militante para reírse de los mismos mitos y la misma capacidad para apartar la mota del ojo del lector. No tengo aquí espacio para desarrollar esta feliz conexión entre Kraus y Ferlosio. Pero no querría continuar sin mencionar al menos dos diferencias entre ellos: Kraus no era un escritor despiadado, pero sí era mucho más despiadado que Ferlosio; Ferlosio no le hacía ascos a la ironía, pero Kraus era mucho más irónico. Y es esta última diferencia gradual la que me sirve para introducir una reflexión en torno a la extraña relación que tenía el humor de Ferlosio con la ironía. Algunas veces tiraba de la ironía entendida, sencillamente, como la afirmación de lo contrario de aquello sugerido por una interpretación literal de una frase:
“No sé por qué la palabra oscurantismo suena tan peyorativa; a oscurantista me apuntaba yo ahora mismo la mar de contento.”
“(La televisión) Todos se conocen, todos se tutean, todos se besan, todos se admiran, todos se alaban, todos se aplauden, todos se adoran. ¡Pero qué mono todo! ¡Qué lindo es el mundo!”
“[La anfetamina Dexedrina Spansule] es lo mejor que ha salido en química después del agua.”
La escritura ensayística de Ferlosio es un panóptico en que el humor siempre es visible
Sin embargo, otras veces, el humor de Ferlosio era irónico en un sentido distinto y más complejo, uno que iba más allá de ese juego semántico de engaños. Era una ironía más difícil de detectar, una que, a diferencia de la que se expresa mediante el mencionado juego semántico, no nos proporciona ninguna respuesta unívoca, una ironía que nos lleva a un callejón sin salida, a una suerte de paradoja irresoluble. Cuando aflora este tipo de ironía, el río del humor llega a su fin para convertirse en un delta tras el cual ya sólo queda el agua salada del mar incierto. En ese punto, el humor se transforma en melancolía:
“(Como el Tour) ¿De quién es esa vida que necesitan decir que “continúa” o hasta que “debe continuar” cada vez que alguien se ha muerto?”
“«Es por el beso, no por las monedas». Así dice en el árbol del ahorcado.”
“(Días) Los días felices los pone allí el recuerdo. Por eso son tan tristes.”
Si la ironía semántica le servía para apartarnos la mota del ojo, este otro tipo de ironía mueve la mota de una parte a otra del ojo, pero no la saca de él porque no la puede sacar. A veces, parece pensar Ferlosio, la mota es una perturbación congénita del ojo, algo contra lo que no puede hacerse nada. Intentarlo sería como pretender endulzar el mar.
V. El humor no era para Ferlosio un antídoto contra el aburrimiento. No debía ser confundido con la diversión, que, en cualquier caso, tampoco era el anverso del aburrimiento:
“(A la manera de Von Clausewitz) La diversión es la continuación del aburrimiento pero con otros medios.”
Y a pesar de que el humor no tenía como propósito divertir ni hacer reír, divertir y hacer reír al lector era siempre una feliz e inseparable consecuencia del humor de Ferlosio:
“(Último urgente) La verdad es que no acabo de lograr imaginar qué es lo que podría hacerse en este mundo con nueve Roland Garros.”
“(Si levantara la cabeza, 2) Menos mal que Darwin no podía ni remotamente imaginar que el segundo centenario de su nacimiento llegaría a coincidir con el cincuentenario de uno de los más abyectos y repugnantes engendros de la regresión humana: la muñeca Barbie.”
“(Antisócrates) —Conócete a ti mismo»; ¡sí, hombre, como si no tuviera uno otra cosa en que pensar!”
“(La ocurrencia del Barón) Leo que entre los propósitos de las olimpiadas está el de que los pueblos se conozcan mejor unos a otros y me hago cruces: ¡Dios santo, ¿mejor todavía?! ¡Estamos perdidos!”
La escritura ensayística de Ferlosio es un panóptico en que el humor siempre es visible. Qué ironía, pues, que el secreto mejor guardado de Ferlosio esté siempre visible.
I. Tal vez nada contribuyó más a sedimentar la leyenda de Rafael Sánchez Ferlosio como escritor huraño, retraído y aburrido que la escasez de fotografías públicas en que el autor de Las semanas del jardín está sonriendo o de buen humor. En casi todas ellas su expresión es de desconfianza, cuando no de...
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Pau Luque
Es ensayista e investigador en Filosofía del Derecho en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
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