Linneo –1707-1778– cambió el mundo. Fue saludado por Rousseau o Goethe como el hombre más sabio y determinante de su época. Fue el trayecto y, hasta cierto punto, el punto de llegada de Darwin. En su Systema Naturae –diversas ediciones entre 1735 y 1770– fija la taxonomía que hoy utilizamos. Clasifica las especies animales y vegetales por género, nombre, familia, clase y reino. Es una clasificación diáfana, ordenada y nítida. Cuando hoy escuches el nombre completo de un virus, escucharás a Linneo. Fue, además, el primero en establecer que el ser humano es un animal más. Lo clasificó como primate. Pero osciló y dudó en su descripción y definición. En algunas ediciones establece incluso más especies del género Homo. Como el orangután, recién descubierto en aquel momento. El resultado de todo ello es que el Homo Sapiens, clasificado por Linneo, carece de una descripción efectiva y funcional. Lo que es un problema que llega a la actualidad. No hay un criterio, una definición, un aspecto, unas características estables, cerradas, para el Homo Sapiens. Si hubiera otro Homo, no habría manera de establecer su parecido o diferenciación. Si hubiera que explicar qué es un Homo a un ser de otro planeta, no habría manera de hacerlo. 

O sí. Quizás está descrito a lo largo de todo el Systema Naturae. El Homo es, entonces, la capacidad de describir. Es el narrador. Es el narrador de Systema Naturae. Por lo mismo, es el narrador en otros textos. Es el narrador que dice frases como: “En el comienzo de todo, Dios creó el cielo y la tierra”, o “Canta, diosa, la cólera aciaga de Aquiles Pelida”, o “Llamadme Ismael”, o “Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia”. Pero también es el narrador de frases como: “Te amaré por los siglos de los siglos”, “lo prometo”, “vótame”, “te juro que es verdad”, “volveré”, “siempre”, “nunca”.