CURATELA Y APOYO
La reforma de la incapacitación: dignidad personal y “derecho a equivocarse”
El anteproyecto aprobado este martes insiste en que las personas que presten apoyo al discapacitado deberán actuar, no ya “en interés” de éste, sino atendiendo a su voluntad, deseos y preferencias. Es decir, decide él, con ayuda
Miguel Pasquau Liaño 9/07/2020
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El Consejo de Ministros ha aprobado en su sesión del martes 7 de julio, para su remisión a las Cortes, el Anteproyecto de Ley por el que se reforma la legislación civil y procesal en lo que hasta ahora veníamos denominando “incapacitación”. Al anunciarlo en rueda de prensa, se destacaron sus grandes líneas: desaparición de la incapacidad como estado civil, respeto a las decisiones personales, establecimiento de sistemas de apoyo –pero no de sustitución– de la persona con enfermedades discapacitantes, desaparición de la tutela, y promoción de su dignidad e igualdad.
Nada más ser anunciado, ya han arrancado algunas críticas prematuras, que presentan la iniciativa como una ocurrencia demagógica más de un gobierno empeñado en erráticas batallas culturales que nadie reclama y muy pocos entienden, por alejarse de lo que hasta ahora venía funcionando satisfactoriamente. O como un iluso intento de cambiar la realidad utilizando nuevas palabras políticamente correctas. Pero la cuestión merece una reflexión profunda, porque está en juego uno de los linderos más importantes y delicados del concepto de dignidad humana: el tratamiento legal de la diversidad por razones patológicas.
Algo de información sobre el largo recorrido de esta esperada y varias veces intentada iniciativa puede, acaso, contribuir a recibirla con otra actitud.
El Anteproyecto, de entrada, no es una ocurrencia, sino el cumplimiento de una obligación del Reino de España: la adaptación de nuestro ordenamiento jurídico a las exigencias de la Convención Internacional sobre los derechos de las personas con discapacidad, suscrita en Nueva York el 13 diciembre 2006, y firmada por España en 2008, es decir, hace doce años.
Los trabajos para la necesaria reforma comenzaron con el ministro Catalá al frente del Ministerio de Justicia, y en septiembre de 2018, el primer Gobierno de Sánchez, aprovechando los materiales que ya se habían preparado, y tras los informes pertinentes de los órganos consultivos, aprobó un anteproyecto que, pese al consenso que parecía suscitar, decayó en las Cortes por la disolución anticipada de la Legislatura. Era de esperar que la iniciativa se retomaría en esta Legislatura, pues el trabajo estaba hecho. Y en efecto, el actual anteproyecto está inequívocamente basado en la plantilla del anterior, que a su vez entroncaba con las ineludibles exigencias del artículo 12 de la Convención Internacional. Puede decirse, pues, que es una obra colectiva en la que han intervenido muchas manos; también de la sociedad civil.
Dejando al margen otros muchos aspectos técnico-jurídicos de la reforma proyectada, me centraré en los que condensan la “nueva filosofía” que la inspira.
1. De la incapacitación al entorno “capacitante”.
El anteproyecto rompe con una inercia cultural y jurídica muy asentada: la idea según la cual la discapacidad es un déficit de la persona que, por impedirle gobernarse por sí mismo, requiere medidas de sustitución (tutela) o vigilancia (curatela) en la toma de decisiones, a fin de protegerlo de sí mismo.
A quien no ha sido incapacitado judicialmente, nadie le puede impedir votar por razones absurdas, ni casarse con una persona poco adecuada
Es algo que hemos aprendido todos los que hemos estudiado Derecho desde hace muchas décadas. La plasmación jurídica de esta idea tradicional es la “incapacitación”, que es una medida que no sanciona al incapaz (una vez que en 1983 desapareció la vieja interdicción civil por delito), sino que pretende protegerlo: el juez, tras un examen de la situación de la persona con discapacidad, restringe su capacidad de obrar (es decir, su libertad) para la toma de determinadas decisiones, atribuyéndolas a un tutor o exigiendo la autorización de un curador. La privación de su libertad civil no suele ser total, sino adaptada a la magnitud, intensidad y características de su discapacidad, a modo de un “traje a medida” (la expresión, que hizo fortuna, es del Tribunal Supremo) que procure una protección suficiente sin ir más allá de lo necesario. Lo cierto es que los trajes a medida en la práctica, muy generalmente acaban siendo de unas pocas tallas, porque la inercia también importa, y el resultado suele ser que esa persona pierde (mucho, poco o regular) su autonomía personal y queda vestido con un traje con frecuencia incómodo, además de estigmatizante.
El anteproyecto parte de la idea de que la discapacidad no es simplemente un “estado” o “modo de ser” personal, sino el resultado de una relación entre la persona y su entorno (familiar, social, jurídico, educativo, sanitario, administrativo, etc.); y del mismo modo que desde hace décadas se ha implantado una política de supresión de barreras arquitectónicas para favorecer la movilidad de los impedidos –lo que ha supuesto una inequívoca mejora en su autonomía personal–, en materia de discapacidad intelectual, cognitiva o volitiva también hay mucho margen para favorecer su autonomía personal removiendo los obstáculos que le hacen especialmente difícil desenvolverse, sin restarle protagonismo en la toma de decisiones.
Es decir: cuanto más y mejor se adapte el entorno social a las dificultades de la persona, menos limitativa será su diversidad funcional; la adaptabilidad del entorno acoge mejor la diversidad, y la hace menos discapacitante. Por ello, tomarse en serio la dignidad de estas personas fuerza a que los remedios no consistan tanto en restringir su libertad civil, como en hacer posible su ejercicio, con los apoyos necesarios en su entorno: acompañamiento, ayuda técnica en la comunicación de su voluntad, información, asesoramiento, etc. Esto no es retórica o palabrería: tiene consecuencias.
2. El derecho a equivocarse.
Aquí está, en mi opinión, el aspecto más relevante –y delicado– del nuevo modelo. El texto no utiliza la expresión “derecho a equivocarse”, pero me parece especialmente descriptivo, porque nos pone de frente a algo en lo que no hemos reparado lo suficiente: el modelo actual de “incapacitar para proteger” comporta un control de sus decisiones que, por su propia finalidad y por cómo está concebido, corre claramente el riesgo de ir más allá de lo imprescindible, por cuanto le priva del derecho que cualquier adulto tiene de tomar decisiones… ¡equivocadas!.
Esto requiere una explicación. A quien no ha sido incapacitado judicialmente, nadie le puede impedir votar por razones absurdas, ni casarse con una persona poco adecuada, ni tomar decisiones de compra y venta caprichosas. Dirige su vida según sus gustos, criterios, e impulsos y carga con las consecuencias. Decir que son actos “enteramente libres” nos llevaría a un debate pantanoso: si hubiera que hacer un “traje a medida” a cada persona en función de su idoneidad personal para gobernarse por sí mismo, faltaría mucha tela para hacer trajes; pero es claro que, salvo para situaciones personales excepcionales, no es adecuado modular la capacidad de obrar en función de la mayor o menor aptitud personal para tomar decisiones racionales. Lo cierto es que nos equivocamos (y arrepentimos) muchas veces: por distorsiones volitivas, por impulsos desordenados, por falta de información, por escaso entendimiento; pero reivindicamos nuestro derecho a equivocarnos.
El curador estará obligado a tener en cuenta su trayectoria, sus valores y creencias, tratando de determinar cuál sería la decisión que él hubiera tomado
El incapacitado, en cambio, en la regulación actual, queda expuesto a las equivocaciones de sus guardadores, y no a las suyas propias. Hay una inevitable transferencia hacia el tutor o curador quien, con el ánimo de proteger al incapacitado de sí mismo, y ante el hecho de que la voluntad de la persona con discapacidad puede estar condicionada por su enfermedad, le resta más allá de lo debido márgenes de error que los no incapacitados sí tenemos, y que reivindicamos porque no son sino expresión de la libertad personal. Para protegerlo, se le deja al margen.
El anteproyecto insiste en varios de sus artículos en que las personas que presten apoyo al discapacitado deberán actuar, no ya “en interés” de éste (desde la propia perspectiva del guardador de qué es lo conveniente para él), sino atendiendo a la voluntad (la que haya), deseos y preferencias del discapacitado, así como procurar, de manera eficaz, que éste pueda desarrollar su propio proceso de toma de decisiones, informándole, ayudándole en su comprensión, advirtiéndole y facilitando que pueda expresar sus preferencias, puesto que sigue siendo titular de su capacidad de obrar. Es decir, decide él, con ayuda. Incluso en los casos de discapacidad extrema o absoluta (imaginen a una persona con alzheimer en grado muy avanzado, o alguien en coma), el curador estará obligado a tener en cuenta, al decidir por él, su trayectoria vital, sus valores y sus creencias, tratando de determinar cuál sería la decisión que él hubiera tomado en caso de no requerir sustitución en la toma de decisiones. Aunque no sea la decisión que a él le parezca más correcta.
Este es, digamos, el aspecto que da más vértigo, porque aquí sí hay un cambio de paradigma cultural: la convicción de que merece la pena, por ser globalmente más beneficioso (aunque en ocasiones puntuales pueda resultar perjudicial), que una persona con diversidad funcional siga hasta el límite de lo posible, y con apoyos, dirigiendo su propia vida, incluyendo la posibilidad de cometer errores. No desaparece obviamente toda idea de protección, que se agudiza a medida que la discapacidad es más inhabilitante; la novedad consiste en el máximo respeto posible (no garantizado con la regulación actual) a las preferencias, deseos, valores y trayectoria personal del discapacitado. Allí donde éste tenga un sustrato de voluntad, el curador o el guardador debe ayudarle a decidir, y no decidir por él, ni vetar decisiones claramente queridas por el mismo por el sólo hecho de que el cuidador no las considere las más convenientes. De ese modo, el discapacitado no es simplemente un sujeto pasivo de atenciones y cuidados, sino que (salvo en los casos extremos) sigue siendo un sujeto “responsable”, lo que contribuye a su propio progreso personal y a su inclusión social.
3. Una experiencia personal.
Hace cinco o seis años tutoricé (quizás debía decir “curatoricé”) un Trabajo de Fin de Máster de una alumna que era madre de una persona con discapacidad. Carmen defendía en su trabajo, antes de que la Ley Electoral lo estableciese, la concesión del derecho de voto a todas las personas, acaso con la única excepción de quienes de ninguna manera pudieran expresar una voluntad cualquiera (puesto que el voto es un acto personalísimo que no admite sustitución). Mi primera reacción ante sus planteamientos fue la de rechazo displicente: ¿cómo vamos a reconocer un voto, que es algo tan importante, cuando sabemos que quien lo emite no está en condiciones de saber y entender lo que hace, y está tan expuesto a la influencia de su entorno?
Carmen me invocaba la Convención Internacional y los planteamientos de derecho comparado sobre la materia (no sólo sobre el derecho de voto, sino sobre la capacidad en general), y me esgrimía que también los no incapacitados votan por razones fútiles, absurdas, o contrarias a sus intereses, y que no pocos votan lo que los padres (¡o los hijos!) les indican, incluso a veces en sobre cerrado (con o sin un billete adjunto de 20 euros); pero mi cabecita de mamut colocaba esos argumentos en la carpeta de lo retórico, bienintencionado, e iluso, y no salía de mis esquemas aprendidos. Tardé en dar el giro. No lo di hasta que Carmen me hizo una pregunta que me paró en seco: “Pero vamos a ver, ¿qué es más importante?, ¿lo que se vota, o que mi hijo se sienta ciudadano y vaya a votar conmigo? ¿Qué pasa si vota mal, o influido? ¿No merece la pena dejar que vote, tal y como es, y en la situación en que se encuentra, con sus influencias y su propia capacidad de comprensión?” A partir de esa pregunta, empecé a comprender lo lejos que yo estaba de los planteamientos inclusivos en materia de discapacidad y diversidad funcional. Ahora (cierto que, también, gracias a un mayor contacto con asociaciones de padres y madres de personas discapacitadas) soy un converso.
Se trata, en fin, de un cambio de modelo largamente esperado. Las premisas y principios de que parte la Convención Internacional permiten una aproximación al fenómeno de la discapacidad mucho más atenta a la dignidad personal, evitando la línea divisoria entre personas “normales” y personas “mermadas”. No sólo cambiando las palabras: sobre todo, fomentando con medidas eficaces la idea de “apoyo”, capacitación y adaptación del entorno, incluso con aceptación de riesgos (de equivocación), frente a la de incapacidad y protección inhabilitante.
Tiene riesgos, sin duda. Uno de ellos es la inercia: no es improbable que las prácticas sociales, profesionales y también judiciales, en un primer momento, se limiten a cambiar las palabras para seguir haciendo lo mismo. También cabe temerlo de la Administración: la puesta en marcha del nuevo modelo requiere inexcusablemente estructuras, intervención pública, políticas activas de inserción, y gasto público, sin las que los objetivos perseguidos no se alcanzarán. Por ello es importante empezar a hablar de este asunto de otro modo: no se trata de ver qué hacemos con “ellos”, sino de cómo concebimos la dignidad humana. Es un asunto importante.
El Consejo de Ministros ha aprobado en su sesión del martes 7 de julio, para su remisión a las Cortes, el Anteproyecto de Ley por el que se reforma la legislación civil y procesal en lo que hasta ahora veníamos denominando “incapacitación”. Al anunciarlo en rueda de prensa, se destacaron sus grandes líneas:...
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Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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