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CARRERA DE OBSTÁCULOS

El extranjero

El Congreso debería discutir una ley de extranjería para el siglo XXI y dejar de maltratar a quienes ayudan a que España siga funcionando

Bruno Bimbi 2/08/2020

<p>Graffiti en el Campo de la Cebada (Madrid).</p>

Graffiti en el Campo de la Cebada (Madrid).

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Lo primero, siempre, es pedir cita previa –que no hay. Nunca hay. Para atender a los extranjeros que llegan al país, el Estado español les pide que entren a una página web que, después de rellenar un formulario con sus datos, les responderá que por el momento no quedan citas, que vuelva a intentarlo más tarde. No importa que lo intente dos, cinco, diez, cien veces. No hay. El extranjero, que vino a estudiar en una universidad española, se empieza a desesperar, porque el mismo estado que le dice que no hay citas también le pone un plazo para conseguir una. Si vence, ya no hay otro. El Estado le dice: “Si usted no consigue que yo le dé cita en el plazo que yo le digo, será ilegal por no haberme convencido a dársela”. Pero al fin alguien le explica al extranjero que “intente más tarde” significa: “Pague por la cita previa del Estado a las mafias que las venden”. Lo primero, en realidad, es entender cómo funciona la legalidad.

Lo segundo es una montaña de papeles que no sirven para nada. Al principio, el extranjero confía en conseguirlos. Arma su check list y sale en busca de cada uno, pero pronto descubrirá que es una trampa: la lista está diseñada para impedírselo.

El papel del seguro de salud –para el Estado, es muy importante que el negocio de la salud privada prospere y todo extranjero está obligado a contratarla– no existe, porque ningún seguro español cumple los requisitos que el Estado les pide. No a los seguros, claro, sino a los extranjeros. Precisa convencer a alguna de esas empresas para que le dé un tipo de cobertura que Sanidad no les exige que ofrezcan, o al menos lo ponga en un papel. Si no, la alternativa es un seguro caro y malo –al que no podrá recurrir si realmente se enferma– creado para emitir los papeles para extranjeros que los seguros de verdad, que usan los españoles, no emiten. El Estado le pide, también, un depósito en el banco por un valor absurdo: lo suficiente para vivir todo un año. Porque es obvio que, a diferencia de la mayoría de los estudiantes españoles, que van ganando su salario mes a mes y pagando mes a mes las cuentas, el estudiante extranjero tiene ahorros suficientes para todo el año. Al estado Español no le importa que el extranjero trabaje para una empresa que también es extranjera y reciba mes a mes un salario por transferencia internacional; es decir, que traiga de su país una suma mensual que va a gastar en España mientras paga por un máster en una universidad española y declara su renta en España. Además, tiene que mostrar un papel del banco que todos saben que no es real.

El extranjero tiene que abrir una cuenta en un banco español, que le pedirá que compruebe la legalidad de sus ingresos con su última declaración del impuesto a la renta de aquí

La solución, como con la cita previa, no se explica en la ley. La mayoría consigue el dinero prestado, lo deposita en un banco, saca un extracto, lo lleva a Extranjería y después lo devuelve. En Extranjería lo saben, pero es otro papel para pedir.

Claro que, para eso, el extranjero tiene que abrir una cuenta en un banco español, que le pedirá que compruebe la legalidad de sus ingresos con su última declaración del impuesto a la renta. Aquí la tengo, cómo no, dice el extranjero; pero su declaración es del país de origen, no de España. Es que acabo de llegar, dice el extranjero. No importa, necesita la de acá. Pero hasta el año que viene no la puedo hacer acá, dice el extranjero. Entonces, tendrá que contratar un seguro de los nuestros y así conseguimos que le abran la cuenta. La legalidad tiene sus trucos –y sus negocios.

Si llegó hasta acá, el extranjero también tendrá que conseguir que la universidad donde va a estudiar ponga en su certificado unas fechas incompatibles con el calendario académico. Extranjería tiene otro calendario. Tendrá que conseguir un certificado de antecedentes penales del país de donde vino, que –a pesar de que, en 2020, el documento trae firma digital y un código QR que comprueba que es auténtico– no se lo aceptan si no paga una tasa y lo envía a Madrid para que un burócrata le ponga un sello. Uno de esos que usaban cuando su abuelo español se fue a América, en el siglo pasado. Pero conseguir el sello demora más que el plazo que le dan. Encima, si el certificado es de un país donde no se habla español, deberá pagar una traducción pública. No de cualquier traductor, sino de alguno al que hayan autorizado para ese negocio. Por supuesto, no importa que la frase: “Fulano no tiene antecedentes penales” (lo único importante de ese papel) no presente en la lengua en que está escrita ninguna dificultad de comprensión.

Cuando haya comprado la cita previa y conseguido todos los papeles de la lista (si es necesario, tendrá que ir él mismo a Madrid a buscar el sello, convencer a algún empleado del seguro de salud para que ponga en el papel lo que pide el gobierno y pedir por favor a la universidad que use para el certificado las fechas de Extranjería y no las de su calendario académico), el extranjero descubrirá que todo su esfuerzo fue inútil.

Hay dos leyes que regulan los permisos de estancia o residencia en España: la que publica el BOE y se explica en la web del ministerio y la otra, que no está escrita, pero tiene un único artículo que vale por todos los de la oficial. Dice así: “Para todos los efectos jurídicos, el funcionario a cargo de la oficina de Extranjería es Dios”.

Cuando Dios le rechace el pedido –casi siempre lo hace– y el extranjero contrate a un abogado para presentar un recurso, este le dirá que se olvide de la ley: hay que hacer las cosas como las pide Dios. Además, le dirá, hay un Dios distinto en cada oficina. El de Madrid pide una cosa; el de Barcelona, otra; en la de Sevilla, quién sabe.

Aunque la web del ministerio diga, por ejemplo, que el certificado de antecedentes penales debe ser expedido por el país donde el extranjero residió durante los últimos cinco años, si a Dios se le antoja, puede pedirle el de su país de nacimiento, aunque haya dejado de vivir allí hace diez. Y si el extranjero pagó la tasa, el traductor y el viaje a Madrid para ponerle el sello, que se joda. Dios quiere el otro. No servirá de nada cualquier frase que comience con: “Pero la ley dice que…”, porque esa es la otra ley, la del BOE. Acá manda Dios. No importa que el plazo legal sea de tantos días, Dios dice que vence mañana. No importa que la ley no ponga condiciones sobre el tipo de estudios para los que se puede pedir un permiso de estancia, Dios decide lo que puede estudiar el extranjero. Ese máster no me gustó, busque otro. No importa que en la delegación de Gobierno sólo hagan copia de la página de su pasaporte donde estaba el sello de entrada; Dios las quiere todas, inclusive las páginas en blanco. Dios siempre quiere más. Y si el próximo extranjero trae todo lo que le pidió a este, a Dios se le ocurrirá algo más para pedirle.

La trampa es que, antes de hacer el trámite, la única ley que se puede consultar es la del BOE. Para recibirle los papeles, al extranjero le piden que cumpla con esa, o no se los reciben. La ley de Dios –que no está publicada para consultas– se aplica recién cuando le rechazan el pedido. Entonces sí, para recurrir, hay que juntar de nuevo todos los papeles, esta vez ignorando la ley del BOE y rezando, aunque el extranjero no crea.

Lo que no saben en Hacienda –o no les importa– es que para que le den la tarjeta de extranjero, el extranjero necesita la clave

Después de haber hecho todo lo que Dios manda, si tiene suerte, al extranjero le saldrá su resolución. Pero Dios la publica en una carpeta virtual, a la que se accede con una clave que dan en Hacienda. Dios y Hacienda no se comunican, porque las cuestiones fiscales no interesan en el reino de los cielos. El extranjero pide cita previa con Hacienda –esa sí la dan, pero demora unos veinte días– y solicita la clave. Error. Sólo podrá obtenerla cuando le den la tarjeta de extranjero.

Lo que no saben en Hacienda –o no les importa– es que para que le den la tarjeta de extranjero, el extranjero necesita la clave. Sin la clave no puede bajar la resolución que necesita para pedir la tarjeta que necesita para pedir la clave que necesita para bajar la resolución que necesita para pedir la tarjeta que necesita para pedir la clave que... El extranjero respira hondo y le pide por favor a Dios y, por las dudas, a la Virgen. Para enviarle la resolución por correo postal, demora un mes, responde el todopoderoso con esa mirada triangular. ¿Y por email?, pregunta el extranjero. No, mi nube está sin wifi.

Hasta que un día, al fin, llega la resolución en papel. Ahora, para pedir la tarjeta, adivinen. ¿Ya adivinaron? ¡Lo primero es pedir cita previa! La oca retrocede veinte casilleros, pero, con mucha paciencia, el extranjero lo consigue. Mientras va haciendo todas las otras cosas que le piden después de conseguir su tarjeta de extranjero, la vida va pasando y, de tanto pasar, pasa un año y …

… la tarjeta se vence. Hay que renovarla. En medio viene una pandemia y un estado de alarma y, como la tarjeta vencía pocos días después del plazo en el que las prorrogaban automáticamente –porque durante el confinamiento no había cita previa, ni comprándola–, al extranjero se le vence, también, el plazo para renovarla.

La oca retrocede veinte casilleros otra vez.

El extranjero ya había decidido que, al finalizar el máster, haría otro grado que no existe en su país y, de esa forma, pediría una prórroga de su estancia por estudios. Tiene tres meses para hacerlo desde el vencimiento, durante los cuales está en el limbo, con una tarjeta que ya no vale nada, aunque le falten unos meses para terminar el máster por el que se la dieron. Dios da tarjetas por un año aunque la justificación para darlas implique más tiempo, para garantizar que los fieles tengan que seguir yendo a misa en Extranjería. Y que agradezcan, porque a otros les va peor. Quienes piden asilo tienen que renovar sus papeles de “mientras tanto” cada seis meses. Es como un ritual: conseguir la cita previa, esperar horas en una sala abarrotada de gente hasta que los llamen para darles otra tarjeta igual a la anterior y volver a hacerlo seis meses después. Como los pedidos de asilo demoran años en resolverse, el ritual se repite una y otra vez. Pero la primera tarjeta no permite trabajar, recién la segunda. Que es como decir: te dejamos quedarte, pero los primeros seis meses, a vivir del aire.

Las tarjetas de estudiante por lo menos duran un año –lo del trabajo es más complicado–, así que, previsor, con más de seis meses de antecedencia, el extranjero fue a la Generalitat de Catalunya a pedir la homologación de sus estudios secundarios para inscribirse al grado que quería hacer. Usted se preguntará para qué el del secundario, si ya tiene títulos de grado y posgrado, pero homologarlos le llevaría aún más tiempo, cuesta más caro y piden muchos más papeles, así que hacer la matrícula con el título secundario parecía más fácil. Además, para homologar y usar el título de grado para el acceso a la universidad en España, hay que pedir una equivalencia de nota media, que es una ecuación matemática que calcula qué notas tendría el extranjero si hubiese estudiado aquí, con el sistema de notas español. Parece sencillo: una simple ecuación matemática que resolvería un alumno de primaria, pero hacerlo puede ser más difícil que sacar la ciudadanía. Si la institución donde estudió el extranjero no consta en la lista del sistema informático del Ministerio de Universidades –sí, pasa–, es prácticamente imposible que la incluyan. Lo intenta, pero es como hablar con la pared.

Aunque hay un montón de extranjeros en el país, el Estado todavía no descubrió un método para homologar títulos –secundarios o universitarios– de forma más rápida, aprovechando que todos los títulos de cada uno de los países de los que vienen los extranjeros son igualitos y vienen ya sellados y firmados, con la apostilla de La Haya envuelta para regalo, así que no hay dudas de que son auténticos. Sin embargo, al Estado le sobra tiempo y dinero y prefiere analizarlos uno por uno –y se toma su tiempo.

Meses, años, nunca se sabe.

La Generalitat no le responde al extranjero. O sí, depende. Hay una oficina que le responde que, para inscribirse al grado, tiene plazo hasta fin de mes para presentar su título secundario homologado. Pero la otra, la que lo tiene que homologar, nada. Hay un buzón virtual para consultas que, después de quince días, contesta: “Informamos que su pedido está en trámite”, como si hubiera otra posibilidad. Como si se pudiera consultar por el estado de un trámite que no está en trámite. Al extranjero le dan ganas de atravesar la pantalla de la notebook con sus manos y agarrar del cuello al inútil que le respondió.

Después de investigar en internet, descubre otra forma de hacer su matrícula: pidiendo la convalidación de disciplinas por un mínimo de 30 créditos. Revisa el plan de estudios y llega a la conclusión de que podría conseguirlo, incluyendo algunas optativas. Averigua los requisitos y pide cita previa en la universidad. Al principio, parece que está todo bien: acá tengo el título, acá la certificación académica, las apostillas de La Haya, el plan de estudios, los programas de las disciplinas, el pasaporte, el NIE anterior, el formulario y el comprobante de pago de la tasa. Sí, señor, pero los programas de las disciplinas tienen que venir con el sello original en cada página –surprise! Tienen el sello, dice el extranjero. Pero son fotocopias, tiene que enviarlas por correo a su país para que le pongan los sellos de nuevo, originales. Sí, esos del siglo pasado.

El extranjero no entiende cuál es la duda: el título está bien, la certificación académica también, las apostillas de La Haya muestran que es todo auténtico, el plan de estudios de la carrera es correcto… ¿De qué lo acusan? ¿Creen que falsificó el programa de estudios de Literatura Portuguesa I? Incluye Camões, Pessoa, Eça de Queiroz… ¿Piensan que lo inventé y en realidad eran otros autores?, pregunta. Lo lamento, señor, realmente es absurdo, pero tenemos que pedirle que envíe todo a su país y le pongan otro sello en cada página. Si no, no se lo podemos recibir.

La oca se toma una botella de vodka y le dice al extranjero que se vaya a la mierda. De su país le responden por email que pueden ponerle los sellos cuando salgan de la fase uno, porque ahora las oficinas están cerradas. No dan los plazos. El extranjero llama al abogado para preguntarle ahora qué hago y éste le responde: olvídalo. No te sirve hacer un grado. ¿Por qué?, pregunta el extranjero. Porque de acuerdo con la ley de Dios –no la del BOE, que no dice nada de eso–, si un extranjero ya tiene estudios de posgrado, no puede hacer otro grado, sólo otro posgrado. Así que búscate algún posgrado que te interese. Pero lo que realmente me interesa es ese grado, dice el extranjero. Lo siento, pero Dios no está de acuerdo y ya sabes cómo es: caprichoso y con esa costumbre de meterse en la vida de los demás –igual que el otro, el más famoso.

El extranjero le pregunta a la oca si le queda algo de vodka.

Cuando se le pasa la bronca, escribe. Al final, a eso se dedica el extranjero. Escribe que su relación con Dios, más allá de todo e inclusive siendo ateo, no es tan mala. Lo suyo no deja de ser un caso de white people problems. El extranjero es blanco, de clase media, habla español y tiene estudios universitarios. Su abogado ya está buscándole una solución a sus problemas. Pero hay otros –la mayoría– que la tienen mucho más difícil. La mayoría no vino a estudiar, sino a sobrevivir, escapando del infierno, pero Dios no los quiere recibir. El extranjero escribe que los españoles deberían saber que sus leyes de extranjería –la del BOE y la de Dios– son una puta mierda.

Dios y otros señores aún peores hacen de cuenta que les están haciendo un favor a los extranjeros, porque no quieren admitir que, sin ellos, su país dejaría de funcionar. No habría más camareros en la mayoría de los bares y restaurantes, ni recepcionistas en los hoteles, ni obreros en muchas fábricas, ni repartidores, ni peones rurales, y también tendrían que cerrar muchos posgrados en las universidades y faltarían investigadores en muchas áreas y hasta médicos y enfermeros en algunos hospitales. Sin ir más lejos, en el máster que hizo el extranjero cuando llegó casi no había alumnos nacidos en España.

Así como la América a la que llegó su abuelo español hace un siglo, esta España no sobreviviría sin los que vienen de allá y de otros lugares. La economía se les iría al demonio si toda esa gente decidiera hacer sus valijas. El extranjero concluye diciendo a quienes lo leen que la ley de Dios, en un estado laico, ya debería haber sido abolida. Y la del BOE, señoras y señores del Congreso, es hora de cambiarla.

Lo primero, siempre, es pedir cita previa –que no hay. Nunca hay. Para atender a los extranjeros que llegan al país, el Estado español les pide que entren a una página web que, después de rellenar un formulario con sus datos, les responderá que por el momento no quedan citas, que vuelva a intentarlo más tarde. No...

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Autor >

Bruno Bimbi

Periodista, narrador y doctor en Estudios del Lenguaje (PUC-Rio). Vivió durante diez años en Brasil, donde fue corresponsal para la televisión argentina. Ha escrito los libros ‘Matrimonio igualitario’ y ‘El fin del armario’.

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