Reconstrucción UE
Y tras el acuerdo europeo, ¿qué?
No se trata de desconocer los logros negociadores de Italia o España. Pero sí de asumir que el monto de las ayudas, el marco presupuestario y la fiscalidad acordada están muy lejos de las necesidades que la crisis en ciernes plantea
Gerardo Pisarello 5/08/2020
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Han bastado dos noticias para dejar en entredicho el optimismo en torno al Acuerdo Europeo del 21 de julio. La primera, la entrada en recesión de la economía española tras una caída del PIB que ha superado los peores pronósticos –un 18,5% en el último trimestre–. La segunda, la huida al extranjero de Juan Carlos de Borbón. Seguramente no se trata de desconocer los logros negociadores de países como Italia o España, que tuvieron que lidiar con unas instituciones comunitarias no concebidas para asumir políticas anticíclicas y con el boicot cerril de sus propias derechas vernáculas. Pero sí de asumir que, con las múltiples crisis que hay sobre la mesa –la económica, la socio-ambiental, la territorial, la de la forma de Estado– el monto de las ayudas, el marco presupuestario pactado en Europa y la fiscalidad acordada para sufragarlo, están muy lejos de las necesidades que se vislumbran de cara al otoño. Afrontar sin autoengaños esta realidad es una condición imprescindible para impulsar una agenda de reformas que no cargue el colapso económico sobre quienes lo han perdido casi todo. Y también será clave si se pretende desactivar el discurso de odio xenófobo, machista y de clase que las derechas radicalizadas llevan alimentando hace tiempo.
1. La fuerza (limitada) del Sur de Europa
Si se comparan las políticas con que se está afrontando la crisis resultante de la pandemia y las que se impusieron tras el crack financiero de 2008, hay algunas diferencias que saltan a la vista. La primera, la que va de la soledad de los gobiernos del Sur de Europa a la hora de negociar alternativas a las políticas de recortes en 2011 o 2015, a la mayor firmeza y coordinación que han demostrado en el actual contexto de pandemia.
En buena medida, fue la debilidad interna de gobiernos como el de José Luis Rodríguez Zapatero, así como la falta de alianzas externas, las que facilitaron a la Unión Europea, bajo el liderazgo de Angela Merkel, imponer una serie de políticas de ajuste que le costarían la presidencia, así como la infausta reforma del artículo 135 de la Constitución que sacrificaba derechos y objetivos sociales al pago de la deuda a los grandes acreedores. Lo mismo ocurriría poco después, cuando la propia Comisión Europea, con el concurso del Banco Central Europeo y del Fondo Monetario Internacional, infligió drásticos recortes en Portugal y en Grecia. De hecho, el Gobierno de Syriza, liderado por Alexis Tspiras, acabó cayendo por eso, a pesar del histórico referéndum de julio del 2015 en el que un 61,31% de los votantes griegos se pronunció contra ellos.
Fue la debilidad interna de los gobiernos y la falta de alianzas externas las que facilitaron a la UE, bajo el liderazgo de Merkel, imponer una serie de políticas de ajuste
Hoy las cosas parecen diferentes. Las políticas de recortes aplicadas en la última década agudizaron el deterioro industrial y de los servicios públicos de los países del Sur (el drástico impacto de la covid-19 en países como España e Italia, de hecho, no puede deslindarse de las políticas de desindustrialización y de recortes en el sistema sanitario experimentados en los últimos años). Pero al mismo tiempo, sin embargo, también generaron protestas y movilizaciones inéditas contra esas políticas de austeridad: huelgas, mareas ciudadanas, movimientos como el 15-M o los vinculados a la Geraçao à Rasca, en Portugal.
Tanto el deterioro objetivo de la economía generado por las políticas neoliberales como las movilizaciones contra la austeridad y los recortes son fundamentales para entender la caída de gobiernos de derechas como los del Partido Popular o el liderado por la Lega de Salvini en Italia y su reemplazo por gobiernos progresistas de diferente tipo. Asimismo, también son básicos para entender la puesta por parte de estos últimos de escudos sociales que, al menos temporalmente, han permitido proteger a sectores medios y populares que de otro modo habrían quedado expuestos a la más absoluta intemperie.
Esta irrupción de una Europa del Sur marcada por una década de movilizaciones contra la austeridad permitió poner sobre la mesa de negociaciones temas inéditos. Así, por ejemplo, la necesidad de implementar fórmulas de endeudamiento europeo compartido que permitieran repartir los costes de la crisis. O la puesta en marcha de transferencias directas, a fondo perdido, para los países más afectados por la pandemia. O la necesidad de un salto en materia de fiscalidad europea que incluyera gravámenes a las grandes fortunas o a las multinacionales digitales y que permitiera unos presupuestos comunes que fueran más allá de un magro 1% del PIB (en los Estados Unidos, el presupuesto federal llega al 20% del PIB aproximadamente).
A diferencia de lo que ocurrió en 2008, estas exigencias, planteadas de manera nítida por los gobiernos de España, Italia y Portugal, fueron permeando en la posición del Banco Central Europeo, de la Comisión Europea e incluso de gobiernos como los de Francia o Alemania. Personajes como la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, o la propia Angela Merkel, inclementes en la imposición de políticas de recortes a los países del Sur tras la crisis de 2008, se mostraron públicamente como “capitalistas con rostro amable”, más receptivas a las exigencias de salidas comunes, o si se prefiere, como “capitalistas realistas”, conscientes de que un hundimiento de las economías del Sur pondría en peligro la supervivencia misma del mercado común.
Todo ello, sumado al carácter global de la pandemia, fue generando las condiciones para una respuesta diferente a la de la crisis de 2008. Sin embargo, diferentes elementos han conspirado a la hora de su materialización. Por una parte, el veto feroz, incluso violento, de unas derechas crecientemente radicalizadas, que con el aval de la Administración Trump, convirtieron en casus bellis cualquier respuesta que supusiera una salida a la crisis con un mínimo de justicia social y ecológica. Por otro la propia existencia, dentro de las coaliciones progresistas, de sectores conservadores, a veces más papistas que los Papas o las Papisas de Bruselas en su ortodoxia fiscal. Todo esto ha hecho que el resultado final deje un regusto agridulce. Con algunas luces, pero con bastantes sombras, también. Sobre todo si se coteja, una vez más, con la envergadura del desplome económico y de la emergencia social que se avecinan y que se suman a años de recortes y de desinversión en servicios públicos básicos.
2. Un momento Hamiltoniano descafeinado
En diversos círculos, el acuerdo alcanzado se describió como el producto de un “momento hamiltoniano”. La referencia, como es sabido, alude al programa federalista propuesto en 1790 por Alexander Hamilton, secretario del Tesoro de George Washington, como vía para asumir la reconstrucción económica de los Estados Unidos una vez acabada la Guerra de independencia. Hamilton, representante de las oligarquías financieras e industriales de los Estados del norte, sintetizó en su Informe sobre los fondos públicos las medidas que el Gobierno federal debía adoptar para afrontar la crisis económica de posguerra. De entrada, la creación de una autoridad monetaria centralizada que asumiera las deudas de todos los estados federados. Segundo, la emisión, por parte de dicha autoridad de bonos canjeables por deuda. Tercero, la financiación de la misma a través de una fiscalidad federal, que Hamilton acabó concretando en un impuesto sobre el consumo de whisky.
Los recortes aplicados en la última década agudizaron el deterioro industrial y de los servicios públicos de los países del Sur, pero también generaron movilizaciones inéditas
Uno de los opositores más notables de Hamilton fue Thomas Jefferson. Figura clave en la redacción de la Declaración de Independencia de 1776, Jefferson veía en Hamilton a un claro representante de la plutocracia del Norte. De su federalismo, entendido como proceso de superación de la confederación, y por tanto, de centralización de poder, le preocupaba, primero, que anulara el autogobierno local y colocara las economías de los Estados bajo la soberanía de una única autoridad central. Dos, que el Gobierno central utilizara su capacidad de endeudamiento en favor de grandes especuladores, otorgándoles demasiada influencia sobre la Federación. Tres, que la emisión de deuda común se financiara a través de impuestos que recayeran sobre los pobres y no sobre los ricos, sobre el sur antes que sobre el norte y sobre los agricultores empobrecidos antes que sobre los grandes especuladores.
Pues bien, si se atiende al resultado final del acuerdo de julio, lo que tenemos es una suerte de momento hamiltoniano, sí, pero descafeinado, sin la ambición federalista del Founding Father de los Estados Unidos, pero con algunos de los sesgos plutocráticos, antigualitarios, que preocupaban a republicanos democráticos como Jefferson. Y es que el acuerdo de julio no es siquiera el acuerdo que Merkel había imaginado: con un toque más social, más renano, o si se prefiere, más franco-alemán. De hecho, cuando parecía que el visto bueno de Macron y Merkel eran suficientes para llegar un pacto, irrumpió un actor no previsto, al menos por la diplomacia del Sur: la coalición antifederal y anti-solidaria encabezada por figuras prominentes de la derecha centro-europea como el Primer Ministro de los Países Bajos, Mark Rütte, o el canciller austríaco, Sebastian Kurz.
Esta coalición, con la ayuda inestimable de paraísos fiscales como Luxemburgo o Malta y de derechas como la española, no pudo frenar las exigencias de los gobiernos del sur de Europa, pero consiguió rebajar de manera notable su alcance. La versión final asume, en un momento en el que el brexit y el propio estallido de la covid-19 hacían temer lo peor, algunas herramientas imprescindibles para la construcción de una Europa social y solidaria. Pero lo hace en términos tímidos, escasamente contracíclicos y muy lejos de lo que debería ser un auténtico New Deal en tiempos de pandemia. Se consiente la mutualización de una parte de la deuda europea y el reconocimiento de transferencias a fondo perdido a los países con mayores dificultades económicas. Pero las cantidades, en relación el PIB de estos países, aparecen como claramente insuficientes. Y lo que es más grave, se consigue a cambio de algunos vetos inaceptables impuestos por los países ricos.
Por un lado, los llamados “frugales” reciben un “cheque” que se incrementa en 1.124 millones de euros anuales y que les permite reducir notablemente su contribución al presupuesto europeo. Por otro, se les concede la posibilidad de “frenar” –esto es, vetar–, dentro del Consejo Europeo, programas sociales y económicos que cuestionen la actual división de tareas entre países ricos y pobres dentro de la UE. Finalmente, se renuncia de momento a medidas clave como la imposición de tasas europeas a las grandes multinacionales digitales. Todo esto en detrimento del presupuesto común, que en la versión aprobada por el Consejo pasaría del 1,16% al 1,074% del PIB de la UE, con recortes sustantivos en materia de inversión sanitaria, investigación o transición ecológica.
3. Los hombres de negro y la policía de Raymond Chandler
Esta ofensiva del Partido rentista europeo –que es parte del gran Partido rentista del capitalismo financiarizado global– ha opacado algunas luces del momento Hamiltoniano y ha ampliado sus zonas de sombra.
No se insiste, como querría Vox, en las recetas de austeridad posteriores a la crisis de 2008. Pero tampoco se les cierra el paso. Se asumen algunos elementos imprescindibles para la construcción de una Europa social y solidaria, pero se hace en términos tímidos y sin poner coto alguno a los grandes rentistas y a las oligarquías financieras que siguen campando a sus anchas.
Es significativo, de hecho, que poco antes del acuerdo, la propia Christine Lagarde haya decidido inyectar a la banca privada el mayor importe jamás repartido por el Banco Central Europeo a través de sus operaciones de refinanciación: 1,4 billones de euros entre 742 entidades que devolverán el dinero con intereses negativos y sin las condicionalidades que se pretenden imponer a gobiernos elegidos por la ciudadanía.
Es significativo que poco antes del acuerdo, Christine Lagarde haya decidido inyectar a la banca privada el mayor importe jamás repartido por el BCE
Es significativo, de hecho, que poco antes del Acuerdo, la propia Christine Lagarde haya decidido inyectar a la banca privada el mayor importe jamás repartido por el Banco Central Europeo a través de sus operaciones de refinanciación: 1,4 billones de euros entre 742 entidades que devolverían el dinero con intereses negativos y sin las condicionalidades que se pretenden imponer a gobiernos elegidos por la ciudadanía.
Obviamente, esa dependencia de la banca privada será mucho más intensa entre los países del Sur de Europa que han privatizado o desmantelado las instituciones de crédito públicas y que de hecho ya están utilizando a los bancos privados como prestamistas a empresas y familias en situación de vulnerabilidad con el aval del Estado.
Si se compara esta situación con la de países como Alemania o Francia, las diferencias son notables. La propia apuesta hamiltoniana de Merkel nunca dejó de priorizar los intereses de su país y de su economía. A lo largo de la pandemia, más de la mitad de las ayudas de Estado autorizadas por la UE fueron para Alemania, que invirtió un billón de euros en el refuerzo de su aparato industrial. Estas cantidades suponen mucho más de lo que Merkel estuvo dispuesta a asumir como créditos o transferencias directa a los países del Sur. Su propuesta, por tanto, no se dirigió ni a facilitar un Plan Marshall ni a promover la industrialización de la periferia, sino más bien a actuar como un capitalista pragmático. Preocupado por apuntalar la capacidad productiva y exportadora alemana, pero sin asfixiar del todo a economías importantes para el mantenimiento del mercado único, como la italiana o la española.
Lo que esto pueda significar para los países del Sur está por verse. Habrá que saber exactamente qué ayudas llegan, con qué condicionalidad y cuál es el peso del endeudamiento en todo ello. De momento, el Pacto de Estabilidad sigue suspendido y no se avizora ninguna Troika en el horizonte inmediato. Pero no es aconsejable bajar la guardia: a los hombres de negro de la austeridad, como a la policía de las novelas de Raymond Chandler, nunca se les debe decir adiós.
4. Batallas en el horizonte
Que el desequilibrio entre los fondos post pandemia y los recortes presupuestarios previstos para 2021-2027 constituye uno de los puntos ciegos del Acuerdo del 21 de lo ha dejado claro el propio Parlamento europeo. A los pocos días de su aprobación por parte de los ejecutivos estatales, los cinco principales grupos del Parlamento -conservadores, socialdemócratas, liberales, ecologistas e izquierda europea- aprobaron por 465 votos a favor, 150 en contra y 67 abstenciones una resolución conjunta exigiendo a los Gobierno que mejoren las cuentas.
Se renuncia de momento a medidas clave como la imposición de tasas europeas a las grandes multinacionales digitales. Todo esto en detrimento del presupuesto común
Esta demanda transversal aparece como una cuestión de mínimos. En los últimos meses, el propio Parlamento había aprobado resoluciones que se planteaban como objetivo alcanzar los 1,3 billones de euros para siete años. La Comisión Europea rebajó esa cifra hasta 1,1 billones y los ejecutivos estatales, bajo la presión de los llamados “frugales”, la dejaron en 1,074 billones, más de 200.000 millones de euros menos.
Esta batalla entre el Parlamento y el Consejo por la ampliación de recursos, por la recuperación de fondos eliminados, como el de inversión sanitaria tendrá un papel central en los próximos meses. Lo mismo ocurrirá con la asunción de la batalla contra las guaridas fiscales o a favor de gravar a gigantes tecnológicos como Google, Facebook, Amazon o Apple, que ahora mismo están lejos de convencer a la Comisión antimonopolios del Congreso de Estados Unidos de que no son una amenaza para la supuesta libre concurrencia.
Todas estas batallas europeas condicionarán, en parte, el comportamiento de los propios gobiernos estatales, sobre todo en aquellos, como los de España o Italia, que más dependen de las ayudas y fondos europeos para afrontar la reconstrucción social y económica. La percepción de que Europa -dominada por los ejecutivos estatales- no acabará de estar, tampoco esta vez, a la altura de las circunstancias, podría reforzar a quienes, dentro de los gobiernos progresistas, acaban siendo más ortodoxos que la propia ortodoxia neoliberal y vetando cualquier política anticíclica con el argumento de que podría inquietar o convocar la furia de Bruselas, los Estados del Norte o los mercados financieros.
Pero también podría ocurrir lo contrario. Que las limitaciones del acuerdo alcanzado, combinada con la gravedad de la recesión en curso, aliente posiciones reformistas más audaces e incisivas. Posiciones que aprovechen la suspensión del Pacto de Estabilidad para impulsar políticas anti-austeridad que serían imposibles en otros contextos. O que entiendan que la única geometría variable aceptable es la que permita revertir privatizaciones y reforzar a los bienes públicos, proteger a las depauperadas clases trabajadoras y acompañar propuestas empresariales productivas e innovadoras yugulando a los grandes rentistas a través de una política fiscal y ecológicamente incisiva. Eso implica asumir medidas valientes contra la precariedad y la temporalidad laboral, una política fiscal que grave a las grandes fortunas, bien a través de reformas al impuesto de sociedades o al IRPF, bien a través de nuevas figuras fiscales, así como la asignación de recursos extra a la sanidad pública, a la vivienda pública y a la educación pública.
A lo largo de la pandemia, más de la mitad de las ayudas autorizadas por la UE fueron para Alemania, que invirtió un billón de euros en el refuerzo de su aparato industrial
Adentrarse por la senda de un reformismo audaz, modernizador, con clara conciencia republicana, social y ecológica, sería sin duda más justo y más realista que con un reformismo apocado y estrábico, empeñado en mirar simultáneamente a izquierda y derecha, en salvar a cualquier precio a la Monarquía y en llegar a pactos con sectores contrarios y favorables a las políticas neoliberales de recortes y de austeridad.
Por otro lado, solo un reformismo audaz, realista, tanto al interior de los Estados como a escala europea e internacional, podría frenar los planes populistas de una extrema derecha que lleva tiempo velando armas para intentar aprovecharse del miedo y de la irritación que una precarización generalizada de las condiciones de vida acabará provocando.
Obviamente, nada de esto puede conseguirse simplemente a través de negociaciones diplomáticas o de cumbres gubernamentales. Exige construir, dentro y fuera de las instituciones, alianzas políticas, sociales, sindicales, vecinales, que hoy apenas se vislumbran. Estas redes, necesarias más que nunca en barrios, hospitales, universidades, centros de trabajo, deberán incluir formas presenciales que garanticen un mínimo de seguridad sanitaria. Pero deberán nutrirse también de otras redes telemáticas, locales e internacionales, que han experimentado un crecimiento exponencial durante la pandemia y que han llegado para quedarse.
Como en tantas otras ocasiones, la historia es un campo abierto de posibilidades. Que sean las más cooperativas y creativas las que se abran camino, depende de nuestra capacidad para leer la realidad críticamente. Sin autoengaños, con sentido de la complejidad, pero sin renunciar a la voluntad de actuar para hacer del mundo un sitio con más libertad, con más igualdad y con mucho menos sufrimiento evitable.
Han bastado dos noticias para dejar en entredicho el optimismo en torno al Acuerdo Europeo del 21 de julio. La primera, la entrada en recesión de la economía española tras una caída del PIB que ha superado los peores pronósticos –un 18,5% en el último trimestre–. La segunda, la huida al extranjero de Juan Carlos...
Autor >
Gerardo Pisarello
Diputado por Comuns. Profesor de Derecho Constitucional de la UB.
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