TERRITORIO ARMÓNICO
Felices los que miran
¿Somos felices cuando vemos cine? ¿Son más felices los espectadores o los “cinéfilos”? Y en cualquier caso, ¿de qué clase de felicidad estamos hablando?
Pablo Caldera 11/09/2020
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La festividad de San Isidro de 1896 estuvo marcada por un milagro: la llegada de la lluvia que, tras unos meses de sequía intensa, despejó las preocupaciones de los madrileños y refrescó la verbena. En la víspera de la celebración patronal, cuando aún no había llovido, el operador de los hermanos Lumière, Alexandre Promio, congregó en una habitación del número 34 de la Carrera de San Jerónimo a los primeros espectadores de cine de España. Pocos periódicos mostraron al día siguiente gran interés por la noticia, y describían el espectáculo de forma concisa y breve: “Se trata de la proyección sobre un telón blanco de la fotografía animada, viéndose reproducidos todos los movimientos de personas y objetos que atraviesan la escena”. La proyección, organizada en rondas de quince minutos y con una duración total de dos horas, se repitió en el mismo lugar durante muchos días consecutivos y, lo que al principio parecía anecdótico, empezaba a despertar, pasadas algunas semanas, cierto estupor: “Continúa llamando poderosamente la atención del público, que llena todos los días el salón donde se da este nobilísimo espectáculo, el aparato cinematográfico, cuya exhibición causa al público verdadero asombro”. Pronto llegaron los primeros juicios, que resaltaban la calidad del cinematógrafo de los Lumière frente al rústico cinetoscopio de Edison, “porque el cinetoscopio es para un observador solamente, y las figuras aparecen de tamaño bastante pequeño, el cinematógrafo consiente ser adaptado a un aparato de proyección, y así vénse las imágenes sobre una pantalla, con notable aumento, respecto del tamaño que tienen en la fotografía; de consiguiente, acércanse más a la realidad y permiten juzgar mejor del mecanismo de las escenas representadas (...) realizando uno de los mayores prodigios que se han visto en el presente: el invento no puede ser más sencillo, y sus efectos suspenden el ánimo y causan verdadera admiración”; y al mes, atraída por el creciente clima de fascinación colectiva, acudió al lugar la regente María Cristina. La prensa notificó que la mandataria salió de allí “complacidísima de un espectáculo que cada día tiene más admiradores”.
La visibilidad siempre ha sido cuestión de privilegios y, por aquel entonces, el hecho de mirar una pantalla estaba restringido a un reducidísimo número de personas
Uno de los mitos más consolidados del cine, tan repetido como repudiado y tan atractivo como para haber sobrevivido a todas las críticas, contradicciones e impugnaciones, es la idea que vincula al cine con la felicidad. En diciembre se cumplirán 125 años de la primera proyección de cine, pues no se puede decir que este arte “nace” hasta que no lo han hecho sus espectadores. En este siglo y cuarto, la categoría “espectador” ha mutado tanto que resulta difícil hacerse una idea compacta de lo que ahora significa, cuál es su comportamiento, sus reglas y sus motivaciones. Por muchos manuales “del espectador inteligente” y guías que se publiquen, es imposible dar cuenta con fructíferos resultados de la psicología del espectador, reducido ahora a una pasividad modélica, más cercana al teatro finisecular que al inofensivo desconcierto de los visitantes de aquella sala en San Jerónimo. La visibilidad siempre ha sido cuestión de privilegios y, por aquel entonces, el hecho de mirar una pantalla estaba restringido a un reducidísimo número de personas. Lograr la accesibilidad total al cinematógrafo parecía una tarea imposible. Habría que esperar treinta años para que surgieran los primeros intentos reales de lograrlo: se suele obviar que, en el contexto de las Misiones pedagógicas de la Segunda República no solo se hablaba de alfabetización, sino también de “educación visual” –o, en palabras de José Val del Omar, el encargado de la sección, “pedagogía kinestésica”–. Se trataba de seguir creando espectadores acudiendo a lugares a los que el cine todavía no había llegado. Algo similar muestra el cortometraje Por primera vez, realizado por Octavio Salazar en 1969, que documenta la llegada de un equipo de proyección a un pueblo cubano cuyos habitantes jamás habían visto imágenes proyectadas en una pantalla. La película que programaron para la ocasión fue Tiempos modernos.
A principios del siglo XX, el sociólogo francés Gabriel Tarde ya distinguía entre dos modalidades de espectador: aquellos que solo están vinculados por el hecho de compartir espacio, como en la multitud o foule; y un tipo de reunión en la que los congregados no se caracterizaban por su proximidad espacial sino por una conexión “mental” o “espiritual”, el público. Ese es el origen de la tan elitista distinción entre público y espectador, que da a entender que público solo hay en las óperas, en los auditorios y en los teatros, mientras que el espectador lo es pasivamente tanto en el sofá de su casa como en la sala de cine; una idea que asume ya que ver, mirar u observar es lo contrario de conocer, que hay un cisma entre el acto de ver y la reflexión; en definitiva, que, si existe el pensamiento visual, este siempre es posterior al acto de ver, en ningún caso un proceso simultáneo. Así, la pasividad que connota la noción del espectador, y que no tiene nada que ver con la falta o no de atención, no estaría únicamente referida a la inmovilidad, sino también a la ausencia de acción intelectual. La fascinación por la imagen y su reverso iconoclasta no es en absoluto un fenómeno específicamente moderno, y aunque el cine no esté exento de censuras agresivas –todo el escándalo que rodeó el estreno de La última tentación de Cristo de Martin Scorsese, y que culminó en un ataque con cócteles molotov al cine Saint-Michel de Paris–, todas estas se sitúan en el plano moral, el de la infame controversia. Ahora bien, ¿cómo conjugar la protesta, la queja, la controversia, rasgos que inexpugnablemente configuran la identidad del cinéfilo, con la asentada pasividad?
Al igual que en El mago de Oz, el espectador de cine buscaría en la pantalla un camino de baldosas amarillas que lo condujese a un territorio armónico y dichoso
En estos 125 años de desarrollo del espectador, la felicidad se ha establecido como categoría estética en sustitución de la vieja idea de catarsis, vinculada al teatro. La consolidación del cine como nuevo arte exigía un despliegue de vocabulario novedoso y amplio, tan impreciso como sugerente y ambicioso. El éxtasis fue tal que desencadenó una suerte de delirio revisionista: el cine había llegado para cambiar la historia, para reescribir el pasado, pero lo había hecho demasiado tarde. Abel Gance declaraba en 1927 que, de seguir vivos, Shakespeare, Rembrandt y Beethoven no se dedicarían a la música ni a la literatura ni a la pintura sino al cine, cuya sofisticación moderna permitía formas de expresión elevadas, superiores a las del resto de artes. En 1948, Alexander Astruc fue un paso más allá e incluyó a René Descartes en la lista augurando un futuro para el cine como arquetipo ya no solo expresivo sino intelectual: “Descartes se encerraría en su habitación con una cámara de 16 mm y película y escribiría el Discurso del Método sobre la película, pues este sería actualmente de tal índole que sólo el cine podría expresarlo de manera conveniente”.
El ejercicio contrafáctico, con su dosis de envidia histórica, aumenta y reitera la megalomanía cinéfila. Surgen preguntas imposibles –¿cómo soñaba la gente antes de que existiera el cine?– y explicaciones místicas y alocadas sobre la búsqueda del movimiento en la pintura, sobre los límites de la fotografía o sobre la siempre abultada infancia. Al igual que la inocente Wendy de El mago de Oz, el espectador de cine buscaría en la pantalla un camino de baldosas amarillas que lo condujese a un territorio armónico y dichoso donde guarecerse de los males del mundo. Las revistas y los cineclubs asentaron sobre esta idea el perfil cinéfilo, tan arrogante y ensimismado como lo describe Vicente Monroy en Contra la cinefilia. En ese paraíso imposible suceden las películas de Truffaut y las de Woody Allen, pero también filmografías tan poco cercanas al disfrute y la satisfacción como la de Philippe Garrel. Queda, pues, la felicidad y su irresistible léxico –sueño, ilusión, vida, viaje, estrellas, camino, disfrute–; el cine alzado como una promesa dichosa. El tantas veces llamado “gran arte de masas”, sin embargo, ofrece una idea de felicidad individual y atomizada. La influencia del espectador de cine va más allá del armazón industrial que produce películas en masa, de los estudios de mercado y las narrativas del deseo; el espectador, a diferencia del público, es una ficción, una imagen alimentada de imágenes. Antes de celebrar la conquista del territorio dichoso, cabe preguntarse si es posible configurar una imagen única y precisa de la felicidad. En todo caso, en el pasaje que conduce a la arcadia cinéfila solo cabe uno.
La festividad de San Isidro de 1896 estuvo marcada por un milagro: la llegada de la lluvia que, tras unos meses de sequía intensa, despejó las preocupaciones de los madrileños y refrescó la verbena. En la víspera de la celebración patronal, cuando aún no había llovido, el operador de los hermanos Lumière,...
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Pablo Caldera
Pablo Caldera (Madrid, 1997) es graduado en filosofía e investigador en epistemología y cine en la Universidad Autónoma de Madrid. 'El fracaso de lo bello' (La Caja Books, 2021) es su primer libro.
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